Panamá ante la Nueva Arquitectura de Seguridad del Gran Caribe

  • 29/12/2026 00:00

En mi artículo anterior, “El Gran Caribe en la encrucijada geoeconómica internacional”, sostuve que la región se ha convertido en un subsistema geopolítico decisivo, cruzado por economías ilícitas, regímenes autoritarios, disputas territoriales y creciente injerencia de potencias extrahemisféricas. Advertí entonces que Panamá permanece al margen de las nuevas arquitecturas de seguridad que se están gestando.

En los últimos meses, varias democracias caribeñas han dado pasos concretos para estrechar su cooperación en defensa y seguridad con Estados Unidos. La reciente decisión de la República Dominicana de autorizar, a fuerzas estadounidenses, el uso temporal de infraestructuras aeroportuarias para operaciones de interdicción aérea y lucha antinarcóticos marcó un punto de inflexión. No es un gesto aislado, sino parte de una tendencia regional en la que Trinidad y Tobago, Guyana, Granada y otros actores empiezan a asumir que ninguna democracia del Caribe puede enfrentar por sí sola el cóctel de criminalidad organizada, autoritarismo y proyección de poder de actores externos que hoy amenaza la estabilidad hemisférica.

Lejos de erosionar su soberanía, estas decisiones reflejan una comprensión moderna de la seguridad cooperativa. Son acuerdos temporales, específicos, regulados y transparentes, negociados entre sujetos jurídicamente iguales, aunque materialmente asimétricos. En este contexto, Panamá, por su posición y por la centralidad del Canal, está llamado a convertirse en un pilar de esa nueva arquitectura de seguridad del Gran Caribe. Panamá puede —y debería— proponer un esquema propio de cooperación que, alineado con su marco jurídico y sus compromisos internacionales, fortalezca tanto la protección del Canal como la estabilidad regional.

El Tratado de Neutralidad del Canal de Panamá, fue concebido como instrumento jurídico destinado a garantizar que la vía permanezca abierta, segura y ajena al control de potencias hostiles. La neutralidad permanente del Canal, -reconocida y garantizada internacionalmente-, no equivale a neutralidad estratégica frente al crimen organizado, el terrorismo, las agresiones híbridas o la expansión geopolítica de regímenes autoritarios. El espíritu del Tratado exige que Panamá actúe, junto con los Estados garantes, empezando por Estados Unidos, para impedir que el Canal se convierta en rehén o instrumento de actores que amenacen la paz y la seguridad internacionales.

Desde el punto de vista jurídico, Panamá dispone de un andamiaje suficiente para sustentar una cooperación en seguridad y defensa más estrecha con Estados Unidos. El propio régimen de neutralidad del Canal, los acuerdos bilaterales en materia de cooperación militar, policial y antinarcóticos, así como compromisos asumidos en el marco de la Carta de la OEA, la Carta Democrática Interamericana y los tratados sobre crimen organizado y narcotráfico, configuran un cuerpo normativo que favorece la acción conjunta. A ello se suman principios consagrados del derecho internacional, como la facultad de los Estados de celebrar acuerdos de defensa colectiva y asistencia mutua, siempre que se respeten la Carta de las Naciones Unidas y las normas de ius cogens.

Adicionalmente, nada en la Constitución impide que Panamá suscriba acuerdos específicos que permitan el uso temporal y condicionado de infraestructuras portuarias y aeroportuarias por parte de fuerzas estadounidenses, en el marco de operaciones conjuntas contra el narcotráfico, el tráfico de armas o la protección de rutas estratégicas. Lo que la Constitución exige es que tales acuerdos se celebren con transparencia, se sometan al escrutinio de los órganos competentes y respeten la jurisdicción y las leyes panameñas.

En lugar de concebir esta cooperación como una cesión de soberanía, conviene entenderla como una forma de soberanía madura. Cooperar no es someterse. Cuando un Estado, desde la plenitud de su autoridad, decide asociarse con otro para reforzar sus capacidades de defensa frente a amenazas que no puede enfrentar por sí solo, está ejerciendo su soberanía, no renunciando a ella. Panamá puede definir, de acuerdo con Estados Unidos, los alcances, límites y condiciones de un posible acceso temporal a determinadas instalaciones portuarias y aeroportuarias, con objetivos precisos: vigilancia, interdicción, respuesta rápida ante amenazas en el Gran Caribe y protección del Canal como bien público internacional.

Esta visión propositiva implica también un cambio en el tono del debate interno. Panamá podría plantearse construir un modelo propio de cooperación: limitado en el tiempo, acotado en el espacio, sometido al control democrático y claramente anclado en la defensa de la neutralidad del Canal y del orden jurídico internacional. Un modelo que recoja las lecciones del pasado, pero que no quede preso de él; que honre la historia de recuperación del Canal, sin convertirla en coartada para la inacción frente a amenazas nuevas.

Una nación moderna, libre y responsable se define por su capacidad para tejer cooperaciones inteligentes que salvaguarden sus intereses vitales. Panamá tiene la posibilidad de convertirse en un socio activo, que contribuye a configurar las reglas, capacidades y mecanismos de protección de la región del Gran Caribe.

Sumarse, mediante un acuerdo claro, limitado y transparente, a las iniciativas ya emprendidas por República Dominicana, Trinidad y Tobago, Guyana y otros países del entorno con Estados Unidos, no significaría renunciar a nuestra soberanía, ni traicionar nuestra historia, ni violentar nuestra Constitución. Sería, más bien, la prueba de que Panamá ha alcanzado una soberanía madura: capaz de escoger sus alianzas, de situar sus principios en el tiempo presente y de defender el Canal y su territorio no solo con palabras, sino con estructuras eficaces de seguridad cooperativa.