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Panamá en el centro del tablero: firmeza, inteligencia y memoria

El presidente estadounidense, Donald Trump. Samuel Corum | EFE
  • 11/05/2025 01:00

Donald Trump volvió a hablar. Esta vez no fue sobre sus elecciones, ni sobre China, ni sobre su propia justicia. Fue sobre Panamá. Más precisamente, sobre el Canal de Panamá. Dijo que los barcos norteamericanos deberían pasar sin pagar. Que no tiene sentido que paguen por algo que, según él, no existiría sin Estados Unidos. Y nombró al secretario de Estado para que actúe de inmediato.

No es la primera vez que Trump apunta hacia América Latina con una mezcla de nostalgia imperial y desdén. Pero ahora, desde su nuevo poder, sus palabras ya no son bravatas de campaña: son directrices que inquietan al tablero geopolítico. En su lógica, todo lo que existe fuera de Estados Unidos debe estar disponible. Gratis. A disposición.

El presidente panameño, José Raúl Mulino, respondió con firmeza y sin rodeos. Reafirmó lo que es evidente y, sin embargo, siempre parece necesario repetir: el Canal es de Panamá. Se regula según tratados internacionales. Es soberano. No hay excepciones ni privilegios. No hay descuentos especiales por nostalgia colonial.

La respuesta fue oportuna, pero no basta. Porque lo que estamos presenciando no es solo una frase aislada de un líder inestable. Es el reflejo de una inestabilidad más profunda: la de un país —Estados Unidos— que vive un proceso de tensiones internas, de deuda creciente, de decisiones económicas contradictorias, de erosión institucional. Y esa inestabilidad, cuando viene de una potencia global, se proyecta como sombra sobre muchos. En este caso, sobre nosotros.

Trump dice una cosa hoy y otra mañana. Habla de reducir impuestos y luego los aumenta. Habla de fortalecer el dólar y multiplica el déficit. Los mercados tiemblan, el sistema global se desordena, y las alianzas que antes daban cierta seguridad comienzan a crujir. En ese ruido, Panamá aparece como pieza útil para mostrar fuerza. El Canal es símbolo. Y los símbolos, en política, son combustible.

Desde antes de asumir la presidencia, Trump ha señalado a Panamá. Lo ha hecho con palabras, pero también con visitas estratégicas: altos funcionarios estadounidenses han venido en cascada, algunos sin que siquiera sepamos a qué vinieron. Y ahora, ya en funciones, vuelve al tema con una frase que parece anecdótica, pero que encierra una idea peligrosa: “lo que alguna vez fue nuestro, debería seguir siéndolo”.

Panamá no puede permitirse leer esto con ingenuidad. Tampoco con miedo. Pero sí con inteligencia. Porque el mundo está atravesando una crisis sistémica, y en esa crisis las naciones pequeñas suelen pagar el precio de los errores ajenos. Nuestro modelo económico depende del dólar, de la confianza internacional, del respeto a nuestra neutralidad. Si esas piezas se desordenan, el impacto sería directo.

La pregunta es: ¿qué hacemos?

Lo primero, decir que no con claridad. Como ya se ha hecho. Pero también, prepararnos. Diversificar relaciones, fortalecer nuestra soberanía energética, económica, tecnológica. Apostar por la inteligencia estratégica, no por la comodidad del viejo orden. Y sobre todo, no dividirnos internamente justo cuando el mundo se inclina hacia los extremos.

Este no es solo un momento de riesgo. También es un momento fértil. Los grandes sacudones —cuando se enfrentan con conciencia— permiten reorganizar. Como dolores de parto. Como desastres que limpian lo que ya estaba podrido. La historia nos da una oportunidad: convertir la presión externa en impulso interno. No para aislarnos, sino para reafirmarnos.

Panamá ha sido muchas veces observador de la historia. Hoy le toca ser actor. Actuar con dignidad, con memoria, con visión. Y recordar que la soberanía no se declama: se sostiene cada día con decisiones concretas, con unidad nacional, con lucidez política.

El Canal, como el país, es de todos los panameños. Y nadie —ni desde el norte ni desde dentro— debe olvidar eso.

*La autora es psicóloga social y jungiana, escritora