¿Qué pasa si no soy culpable?
- 26/09/2025 00:00
Imagine que alguien es acusado de corrupción y los noticieros difunden su imagen esposado, custodiado por policías. Al día siguiente lo despiden de su trabajo, los bancos congelan sus cuentas y las aseguradoras cancelan sus pólizas. Si al final resulta culpable, dicha exhibición mediática y esa suerte de “muerte civil” tendrá su cauce; pero ¿qué pasa si no lo es? El daño ya está consumado, la reputación destruida, la economía arruinada y la vida marcada por un estigma que ninguna absolución posterior podrá borrar; tal y como lo advirtió Francesco Carnelutti en su obra Miserias del Proceso Penal, al señalar que para el imputado, “el proceso no termina nunca. El imputado continúa siendo imputado por toda la vida. ¿No es un escándalo también esto?”
Ese es, con frecuencia, el escenario que produce nuestro sistema penal acusatorio. La idea que lo inspira es válida: quien investiga no debe ser el mismo que juzga. Pero en la práctica, esa separación de funciones se ha traducido en un terreno desigual, donde la proclamación de inocencia del imputado, lamentablemente, suele quedar relegada hasta el juicio oral. Los jueces suelen reservar para las etapas finales la discusión sobre culpabilidad o inocencia, lo cual, en sentido técnico y teleológico, es correcto. Sin embargo, el problema radica en que el propio sistema, sumado a las graves implicaciones de la mediatización de los procesos, obliga a replantear la cuestión en un sentido más práctico.
La formulación de imputación —ese momento en que el fiscal anuncia las razones por las que decide investigar a una persona— se ha convertido en un trámite meramente formal, casi notarial. El abogado defensor queda reducido a presentar aclaraciones u objeciones que, en la mayoría de los casos, pasan inadvertidas para los jueces. El problema no es de técnica procesal, sino de equidad: si la defensa no puede contrarrestar desde el inicio una imputación infundada, la balanza de la justicia comienza ya inclinada a favor del Ministerio Público.
Lo mismo ocurre en la etapa intermedia del proceso penal, o fase de acusación. El juez suele limitarse a verificar que la acusación cumpla con determinados requisitos formales, pero rara vez se detiene a examinar si los hechos descritos, en esencia, constituyen delito. Así, la balanza vuelve a inclinarse antes de iniciarse el juicio oral, mientras el Ministerio Público y los medios de comunicación presentan al imputado como si ya fuera culpable. Es probable que el acusado llegue a un juicio ya contaminado por los titulares y la opinión pública, pues no pretendamos creer que los jueces en nuestro país sean inmunes a los efectos sugestivos de los titulares y de las redes sociales.
Sin embargo, nada de lo aquí expuesto debe interpretarse como una propuesta para eliminar el principio cardinal de separación de funciones sobre el cual descansa el sistema penal acusatorio. Significa, más bien, que dicha separación no puede invocarse como excusa para dejar al acusado sin una defensa efectiva.
La defensa material de toda persona debe garantizarse desde el primer acto, de modo que el abogado pueda intervenir con verdadera amplitud en la imputación. No se trata solo de observaciones marginales, sino de cuestionar la razonabilidad de la imputación mediante un juicio de ponderación que, siguiendo a Robert Alexy, permita optimizar principios en conflicto —el interés estatal en investigar y el derecho a la defensa— en la mayor medida posible. Desde esta óptica, aplicar el criterio de optimalidad de Pareto revela que ampliar el espacio de actuación de la defensa mejora el equilibrio sin menoscabar la función persecutoria, y por tanto constituye un ajuste indispensable para alcanzar una justicia penal más equitativa.
Por otro lado, el juez de garantías debe ejercer facultades reales para frenar imputaciones o acusaciones manifiestamente infundadas. No se trata de conceder privilegios al imputado, sino de garantizar igualdad de armas. Un proceso justo no es aquel que avanza con rapidez a costa de quien se defiende, sino el que busca la verdad sin sacrificar derechos fundamentales. En términos de Robert Alexy, la tarea judicial en estos casos es de ponderación, optimizar tanto el principio de eficacia en la persecución penal como el principio de defensa efectiva. Desde la perspectiva de la optimalidad de Pareto, ello significa que una decisión jurisdiccional solo será justa si logra mejorar la posición de la defensa sin menoscabar indebidamente la función investigadora del Estado. La separación de funciones representó un avance frente al viejo modelo inquisitivo del Código Judicial; ahora toca equilibrarla para que la promesa de justicia del modelo acusatorio sea también, y sobre todo, justa.