Transformar el sistema de salud: entre la oportunidad histórica y el riesgo de no atrevernos

Archivo | La Estrella de Panamá
  • 28/12/2025 00:00

Ahora que finalmente parece que comenzamos a obedecer el mandato constitucional de integrar los servicios públicos de salud, conviene hablar con franqueza sobre lo que está en juego. No basta con celebrar la intención. Es indispensable entender los riesgos, las resistencias y las condiciones de éxito de la transformación del sistema público de salud.

Subrayo desde el inicio para evitar confusiones: soy y seguiré siendo defensor de la propuesta original de la Comisión de Alto Nivel (CAN) para transformar el sistema de salud. Es una propuesta técnicamente sólida y conceptualmente coherente. Pero su viabilidad no está garantizada. La experiencia panameña —y latinoamericana— demuestra que las reformas en salud suelen fracasar no por errores de diagnóstico, sino por resistencias políticas, institucionales y culturales mal gestionadas.

El primer gran riesgo es interno. Las instituciones llamadas a transformarse suelen ser también las más reacias al cambio. En el caso del MINSA y la CSS, esto se expresa en el temor a perder poder, autonomía o control presupuestario; en la defensa de estructuras administrativas históricas; en la desconfianza mutua entre equipos técnicos y directivos; y en una inercia burocrática que puede ralentizar o vaciar de contenido cualquier intento de integración.

A estas resistencias se suman las corporativas, especialmente de algunos gremios de profesionales de la salud, que pueden percibir la transformación como una amenaza a sus condiciones laborales, regímenes de contratación, escalas salariales o espacios de influencia institucional. Si estos actores no son incorporados desde el inicio, con diálogo y reglas claras, la reforma puede quedar bloqueada desde dentro, sin necesidad de un solo decreto en contra.

Un segundo riesgo crítico es la politización del proceso. Transformar un sistema de salud no es una tarea de corto plazo: requiere continuidad, coherencia y paciencia institucional. Panamá, sin embargo, vive ciclos políticos cortos y una alta rotación de autoridades. Esto abre la puerta a dos amenazas conocidas: usar la reforma como bandera política sin compromiso real de implementación, o que un cambio de gobierno congele, modifique o desmonte lo avanzado. Sin acuerdos de Estado, el esfuerzo de la nueva Comisión corre el riesgo de convertirse en otro ejercicio lúcido de diagnóstico sin consecuencias prácticas.

También existe el riesgo de generar expectativas desmedidas en la ciudadanía. La integración del sistema no producirá mejoras visibles de la noche a la mañana. Si no se comunica con claridad que se trata de un proceso gradual, la frustración puede instalarse rápidamente, erosionando la confianza pública y alimentando narrativas de fracaso incluso antes de que la reforma tenga tiempo de madurar. La transformación exige gestión del cambio, no solo buen diseño técnico.

A ello se suman los riesgos financieros. Aunque la integración busca eficiencia, implica costos iniciales inevitables: sistemas de información interoperables, armonización de procesos y protocolos, fortalecimiento del primer nivel de atención, capacitación y reorganización del personal. Si estos costos no se planifican adecuadamente, la reforma puede quedar subfinanciada o, peor aún, cargarse sobre un sistema ya tensionado financieramente, en particular la CSS. La sostenibilidad no es un tema accesorio: es parte central de la reforma.

Frente a estos riesgos, las condiciones de éxito están bastante claras. Se necesita liderazgo político sostenido, dispuesto a asumir costos y a defender el proceso en el tiempo. Una rectoría técnica fuerte del Minsa, con reglas claras y decisiones basadas en evidencia. Diálogo social real, donde gremios, trabajadores de la salud, pacientes y ciudadanía sean parte del proceso. Implementación gradual con metas claras, pilotos territoriales e indicadores verificables. Y, sobre todo, transparencia y comunicación pública, para explicar qué se hace, por qué se hace y qué resultados pueden esperarse.

Todo esto importa porque la transformación del sistema público de salud no es un debate abstracto. Tiene efectos muy concretos en la vida de las personas. Para los usuarios, un sistema integrado significaría menos vueltas, menos trámites y menos frustración. La atención se organizaría por territorio y nivel de complejidad, no por el tipo de carnet. Habría menos rechazos en ventanilla, menos papeleo duplicado y menos referencias improvisadas.

Significaría también acceso real donde haya capacidad, no donde haya cupo. Menos listas de espera, mayor oportunidad en citas y procedimientos, y menor necesidad de pagar servicios privados “por fuera”. No se trata de milagros, sino de usar mejor la capacidad instalada que ya existe.

La transformación debería sentirse primero en el primer nivel de atención: centros de salud y policlínicas capaces de resolver, con equipos estables, seguimiento de enfermedades crónicas y menos derivaciones innecesarias a hospitales. Implicaría continuidad de la atención, con sistemas que “recuerden” al paciente y reduzcan exámenes duplicados. Y tendría un impacto directo en el bolsillo de las familias, reduciendo el gasto de bolsillo que hoy empuja a muchos hogares a decisiones forzadas.

En síntesis, esta reforma abre una ventana de oportunidad histórica. El verdadero riesgo no es solo que fracase, sino que no se intente, o que se diluya en el ruido político, dejando intactos los problemas que afectan la vida cotidiana de miles de personas.

Estamos obligados a poner el derecho a la salud por encima de intereses institucionales y de corto plazo.