Vivir para trabajar, trabajar para morir

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  • 06/12/2025 00:00

Cuenta la Biblia en su Génesis que Dios condenó a Adán, después de comer del fruto del conocimiento, con estas palabras: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres y al polvo volverás.” Un castigo severo que —si eres una persona creyente o no— puedes ver cómo se mantiene hasta nuestros días.

Y este pasaje bíblico se volvió una realidad de forma cruda y literal hace algunos días, cuando un hombre falleció en plena jornada laboral dentro de un call center. Una situación lamentable que refleja el valor —o la falta de valor— que tiene la vida humana en estos tiempos.

Es cierto que el trabajo es un derecho y una necesidad, y para miles de personas que en este momento se encuentran en las filas del desempleo es una aspiración anhelada, casi un lujo. Sin embargo, hay que encontrar un equilibrio, como bien sostuvo el pensador romano Marco Tulio Cicerón hace ya unos dos mil años: “El trabajo debe moderarse para que el espíritu pueda respirar.” Y, al parecer, ese equilibrio señalado por Cicerón se ha convertido en un anhelo descabellado.

No soy ciego ante la realidad: desde que el ser humano comenzó a trabajar han existido incidentes laborales, incluso con pérdidas de vida. Pero una cosa es un accidente laboral y otra muy distinta es trabajar hasta alcanzar un nivel de desgaste físico y mental que lleve al cuerpo a “morder el polvo”. Lamentablemente, escuchar casos así se ha vuelto cada vez más común.

Sin embargo, en Panamá hablar sobre salud mental, estrés y equilibrio trabajo-vida es un tabú que, en muchos casos, termina siendo mortal. Esta indiferencia persiste a pesar de que casi nueve de cada diez trabajadores panameños (88 %) afirman experimentar el síndrome de burnout, con una tendencia creciente en los últimos años. Incluso, mencionar la necesidad de encontrar un equilibrio sano entre el trabajo y la salud se ha vuelto un tema político. Denunciar que existen abusos por parte de las empresas hacia sus empleados es suficiente para ser considerado de “izquierdas” —pareciera que reclamar un derecho es un acto revolucionario—. Una postura descabellada e intransigente.

Muchos dueños de empresas, por su parte, consideran que estos reclamos para evitar los excesos de horas trabajadas, la sobrecarga laboral y la cultura de estar siempre disponible son quejas de personas débiles. Se justifican con el argumento de que “todo era más difícil cuando ellos comenzaron a trabajar y ahora la gente se queja por todo”. Pero son ciegos, sordos y mudos incluso para escuchar: la mayoría de los especialistas en Recursos Humanos reportan un aumento de casos de trabajadores con estrés, ansiedad, problemas cardiovasculares y agotamiento extremo. Esto sitúa a Panamá, según estudios del grupo Konzerta, Bumeran y Laborum, como el tercer país de Latinoamérica con más burnout. Además, la sobrecarga laboral sigue siendo la principal causa de cansancio anormal reportada por los empleados.

Incluso términos como el “síndrome del call center” —ampliamente usado para describir el conjunto de efectos físicos, emocionales y psicológicos que suelen experimentar quienes trabajan en las condiciones demandantes de los centros de atención telefónica—, el burnout, el síndrome de Estrés Postraumático Laboral, el síndrome de Boreout o, el más terrible, el síndrome de Karōshi (muerte por exceso de trabajo), son reducidos por algunos a “terminología de empleados ingratos y vagos”.

Esta indiferencia y crítica, sobre todo en tiempos de polarización política donde el debate se reduce tristemente a posturas mediocres de izquierda o derecha, dificulta escuchar las voces que exigen un cambio: organizaciones laborales que reclaman mejores condiciones; especialistas que alertan sobre las consecuencias del estrés crónico; y ciudadanos que entienden la premisa básica de que la economía y el desarrollo no pueden construirse a costa de la salud de su gente.

Hay un reto social para replantear la manera en que entendemos el trabajo como nación, para crear una cultura que reconozca que la vida humana no es un recurso inagotable ni reemplazable.

La productividad no puede ser el único parámetro que mida el éxito de un país. También debemos medir cuánto cuida a quienes lo sostienen día tras día. El castigo del Génesis, aunque es parte inexorable de nuestra condición humana, no es motivo para olvidarnos de la dignidad propia de nuestra especie. No se trata de si “antes era más difícil”, sino de cómo debemos aplicar nuestro derecho al trabajo, a alimentarnos, a crecer, sin morir en el intento.

Quizá ha llegado el momento de recordar las palabras de Cicerón: el trabajo debe moderarse “para que el espíritu pueda respirar”. Y que dar nuestro último aliento por un trabajo indolente no es un honor, sino un fracaso colectivo.

*El autor es comunicador social y estudiante de Derecho