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- 24/06/2018 02:00
Cada vez es más difícil encontrar una película de horror que nos asuste en lugar de sacarnos carcajadas. ‘El hombre del saco' ya no es una advertencia que asuste a los niños, y en el humor, los chistes que gustan a la gente de mediana y tercera edad hacen a los más jóvenes encogerse de hombros con desdén. Es obvio que los miedos y las sensibilidades de hace dos siglos, o incluso de hace 10 años, no son los mismos que los de hoy; que los tiempos cambian y que las diferencias generacionales influyen en cómo experimentamos la cultura en distintas épocas, pero es una realidad más compleja que el solo paso del tiempo.
Karl Marx planteó que los modos de producción, o la manera como está organizada la actividad económica de una sociedad, determina la forma en que las personas se relacionan entre sí y cómo experimentan el mundo. Esto incluye desde las formas de distribución y consumo de las mercancías, hasta la producción artística, las instituciones y las ideas religiosas o políticas. Aunque es una premisa considerada reduccionista o economicista por algunos, es un valioso aporte para las ciencias sociales y los estudios culturales, donde ha sido ampliamente discutida, complementada, deconstruida y reconstruida. Un ejemplo cercano de esta relación entre la estructura productiva de una sociedad y su cultura, es la globalización. En ella, la cultura se ha convertido en un bien de consumo subordinado a las lógicas del mercado y mediada por las nuevas tecnologías, de modo que no podemos pensarla ni comprenderla aislada de su relación con la economía política.
De un modo similar, uno de los más grandes pensadores de la cultura en el siglo XX, el filósofo marxista Walter Benjamin, analizó (entre otros cientos de fenómenos) las nuevas formas de experiencia humana que nacían con los modos de producción surgidos en la modernidad, y planteó que el desarrollo de la técnica genera nuevas condiciones materiales que reconfiguran nuestra manera de relacionarnos con el mundo y entre nosotros mismos. Es un tema central en su conocido ensayo ‘La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica' (1936), donde explora cómo la aparición de nuevas tecnologías y formas de comunicación (refiriéndose específicamente a la imprenta, la fotografía o la imagen en movimiento) transforma nuestro modo de obtener conocimiento, nuestras sensibilidades, relaciones sociales y formas de experimentar nuestros entornos; es decir, cómo transforman lo que él llamó sensorium .
La imprenta, la cámara fotográfica, la radio, la televisión, y más recientemente Internet, han sido inventos que surgieron de los cambios en el modo de producción capitalista en determinados momentos históricos. Todos ellos han sido disruptores al momento de su nacimiento, y cada uno de ellos ha producido diversos y profundos cambios en la sensibilidad (o en el sensorium ) humano. En el caso particular de Internet, y más específicamente de las redes sociales, tenemos los timelines o líneas de tiempo donde se agolpan la muerte y el humor, la violencia y los chismes, la corrupción y el arte, uno detrás del otro en un solo desliz de nuestro dedo, lo que nos ha hecho capaces de verlo todo junto sin el menor sobresalto.
La constante exposición a esta amalgama de contenidos infinitamente variados, que nos llevan del horror a la risa de un segundo al otro en la más normal cotidianidad, ha sobreestimulado nuestra capacidad de reaccionar hasta marchitarla. Hemos quedado atrapados en una permanente búsqueda por recuperar el estímulo y el sobresalto; por encontrar dosis de emociones cada vez más intensas porque el mundo y sus revoltijos se nos han quedado cortos (o en otros casos, nos refugiamos en burbujas new age ), de modo que en el camino nos hemos hecho más individualistas, más pasivos y menos humanos.
No es un panorama esperanzador, pero todo está en permanente cambio y movimiento. Así, en los propios avances técnicos/tecnológicos que nos han traído hasta aquí, yacen también las posibilidades de construir alternativas globales al orden social y cultural actual. La tarea pendiente, y que seguimos postergando en Panamá, es al menos comenzar a explorarlas.
COLUMNISTA