Mono de nieve

Actualizado
  • 23/03/2019 01:00
Creado
  • 23/03/2019 01:00
Apartó las hojas de papel vacías, se sentó en el centro de la mesa y anunció que se quedaría

El mono ya no solo caminaba por mis sueños, se mudó al apartamento, rodeado del humo de la hierba. Apartó las hojas de papel vacías, se sentó en el centro de la mesa y anunció que se quedaría. Me alejé al sofá. Observó mis movimientos, sus ojos apuntaban mi cuerpo flaco y desgarbado. Llevaba semanas sin bañarme, y mi aliento a alcohol barato zumbaba en todo el ambiente junto con el del tizne. Tanto que me revestí las fosas con papel arrugado.

Hace varios meses que trajinaba allí metido, oculto. El exterior no importaba. La vista del apartamento daba a un río congelado por la época. Lo observé desde la ventana y, a mi lado, el mono se acomodó. El hielo pegado no dejaba ver la imagen con nitidez. Pero noté que las aguas quietas recibían los copos de nieve, transformándose en polvo. Aquella fría espuma se asemeja a los sueños. Momentos imperceptibles que hieren rápido, sin aviso ni sorpresas.

El mono sacó la hierba y comenzó a fumar a mi lado. Primero uno, luego otro, y así. Yo había decidido dejar los vicios. Te estás matando; decían. En cambio, él los encendía y los dejaba prendido sin preocupaciones. Armaba varios, los dejaba entero. Entonces pensaba que a los que estaban enganchados al tabaco no se los llamaban adictos, sino fumadores. Me levanté a organizar el caos, agrupaba los papeles que esperaban un desenlace.

Había coleccionado las cartas de rechazo. Mis historias no se compraban ni se vendían. Solían telefonear para augurar las incomprensibles y exponenciales ventas y, otras veces, para charlarme de su vida aburrida que no me importaba en absoluto. El mono se reía a carcajadas. El auricular me calentaba la oreja. No se daban cuenta, me hablaban de sus hijos y de sus gatos. En algún momento, me juré asesinarlos, sólo para que dejaran de hablar y sus temas de conversación se volvieran algo interesantes. Entonces pensaba que a los que estaban enganchados a su familia no se los llamaba adictos, sino padres. Todas sus palabras al igual que estos muros oprimían. Esas llamadas se llenaban de insulsas anécdotas sobre grandes escritores y sus logros.

Con el mono dormía poco, y en la vela venían los sueños que evocaban líneas de libros que no recordaba haber escrito. Lo demás de la jornada diaria era nada. Entonces, pensaba que no se llamaban adictos a los amantes de la oscuridad, sino noctámbulos. Ya no pude escribir más. Es el lugar y esas juntas, múdate, me decían. Y aquí ya no llegaban los mensajes, las frases de aliento, la compasión de la familia y los amigos. Quizá debería haber desconectado el enchufe pero mantenía, en cierto modo, la esperanza de que volviera. Le tenía fe a ese sonido, a ese motivo.

‘La vista del apartamento daba a un río congelado por la época. Lo observé desde la ventana y, a mi lado, el mono se acomodó. El hielo pegado no dejaba ver la imagen con nitidez...'

Seguro alguna parte de mi cerebro quería volver a una época más lejana en la que por lo menos escribía. Relatos y poemas marcados por mi suerte. No podía coger ni en ninguno de mis relatos. Sin embargo, el lector promedio sólo quiere historias simples, positivas, o algo por el estilo. Sobre magia, sobre guerras; decía el profesor. Tuve hambre una madrugada, escribí páginas enteras sobre guerras y magia. Se lo envíe al profesor. Me llamó de inmediato, me dijo que siga por esa línea. Que una editorial lo podría publicar. Y comencé a escribir boberías a diario. Incluso varias obras a la vez. Tenía una capacidad voraz de reprimir la mente. Pero a nadie le interesó.

Desperté por el golpe de un puñetazo contra la pared. Abrí los ojos y lo encontré al frente, fumando otro paquete. Nuestras miradas se cruzaron. El mono de nieve seguía ahí, me exigió enfadado y de pie que le hiciera un nido en medio de la mesa, con los papeles. Sus ojos negros y vacíos me recordaron a todas mis amantes y a las habitaciones en penumbras de las primaveras. En otros tiempos, tenía todas las noches a Valery que se parecía a Carson McCullers, ambas irracionales, calamitosas. Las recuerdo muy jóvenes, vestidas con una blusa blanca y botones azules que dejaban entrever los poros de la piel. De eso, hace tiempo. Tiempo en que les desabrochaba el pantalón para sumergirme en la maleza. Entonces pensaba que a los que están enganchados al sexo no les llamaban adictos, sino amantes. Y ellas también fumaban demasiado.

Sonó el teléfono y lo cogí mientras desordenaba la mesa. No le presté atención. Me había acostumbrado a esa monserga barata.

Qué hacía, me preguntó la foto de ella. Le dije que arreglaba la mesa. ¿Por qué? Pues para el mono. Quiere un nido. Tengo que hacerle sitio. Es una cuestión de cortesía, estúpida. Al parecer, aquella respuesta le chocó un poco. Habló durante un rato más con pausas sobre las presiones que recibía. Se quedaba callada unos segundos hasta que recordaba algo interesante y las alargaba con gracia. La callé antes de que el otro empezara el quinto porro.

LEYLES RUBIO LEÓN

Autor

Callao, Perú, 1986. Storyteller con un Máster en Comunicación Corporativa por EAE (España). Ha desempeñado cargos de liderazgo en áreas de marketing, comunicación y responsabilidad social, para empresas multinacionales.

Participó en diversos talleres de escritura facilitados por reconocidos escritores latinoamericanos y en el Diplomado de Creación Literaria de la UTP (Panamá).

Tiene textos divulgados en diversas antologías, revistas y publicaciones digitales. Algunos traducidos al inglés. Su primer libro es Bailando descalzo por Madrid (2016).

Este sábado a las 11:30 en la librería El Hombre de la Mancha (Multiplaza) dictará el taller de lectura ‘¿Cómo escribe Mario Vargas Llosa?

Tocaron la puerta. Fuertes impactos que sonaban a disparos. Desde que se mudó, el mono ocupaba mucho espacio. Es el país del sueño, decían. Lo descubrí sentado en el sofá, a mi lado. Me miraba con ojos tranquilos, con un pitillo metido en la boca y el mechero en la mano. Hizo un movimiento con la cabeza para que abriera. Me levanté y fui hacia la puerta envejecida. What the fuck are you doing , me preguntó Valery desde el otro lado. Recordaba su voz cuando conversábamos sobre libros en la cafetería. Ella me saludaba mientras aporreaba sentado el teclado. Eso me alargaba las sonrisas perdidas. Le respondí que dormir. Al parecer, estaba preocupada porque llevaba algún tiempo sin responder y no iba a clases. Entonces pensaba que a los que están enganchados a la universidad no se los llamaba adictos, sino estudiosos.

Volvió a golpear. Observé el cuerpo de ella, deforme por la mirilla. Tampoco le abrí. Esperé con paciencia que se fuera. El mono me observó y se rió como un chimpancé, con carcajadas que parecían humanas. Tenía unas horribles ganas de vivir como él. Le pedí uno. Lo negó. Se lo volví a pedir. Me amenazó. Se lo intenté quitar. Me pegó tan fuerte que caí al suelo.

Desperté porque destruyeron la puerta. Ella de nuevo preguntaba en voz alta si estaba bien. Sí, contesté moribundo. El otro volvía a reír. Le grité cabreado que se callara. Se fue indignada. Canalla; dijo. Intenté disculparme pero no me creyó. Cuando terminamos, ya para entonces había aparecido el mono de nieve.

Fui hacia el mono como un energúmeno, y le quité la hierba. Empecé a fumarla. Aquello me reconfortó. El humo por mi tráquea sacudió el letargo, solucionó los meses de sequía. Y esa humareda me dio el empujón. Empecé a describir sobre mi nueva situación, y cada vez que avanzaba, se volvían más ilegibles, perfectos. ¿A los que están enganchados con la literatura como se les llaman?, pensé. Cuando terminé los textos y la hierba, busqué más pero él sujetaba las cajetillas con fuerza.

Me bañé. Me vestí. Releí y corregí con tinta roja. Hablaban de ese extraño animal y de Valery-Carson, con párrafos cortos y vocabulario preciso. Imaginé que salía de mi casa disfrazado, oliendo a colonia y no a la mierda que era. Llegaba a la cafetería y me paraba frente a ella con una chispa en los ojos. Qué haces. Le di el original. Era pésimo, decía, sin entrecortarse, sin pausas. No importó.

Y entonces los dos habíamos prendido los papeles. Todos. Nos asomamos a la ventana, miramos las calles blancas y las fachadas de ese barrio tan peculiar y ajeno. También las aceras, los automóviles estacionados. En cambio, nosotros ardíamos como los fantasmas.

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