El olor de la bondad

Actualizado
  • 29/06/2019 02:00
Creado
  • 29/06/2019 02:00
— ¿Qué pasó, Ochenta y Ocho? ¿Tienes plátanos maduros? —le pregunta el Señor Curro a mi abuelo desde la puerta de la tienda.

— ¿Qué pasó, Ochenta y Ocho? ¿Tienes plátanos maduros? —le pregunta el Señor Curro a mi abuelo desde la puerta de la tienda.

—Entra. ¡Claro que tenemos! —continúa mi abuelo el ritual de casi todos los días con su cliente más antiguo. «Curro fue el primer cliente de esta tienda. Un gran hombre», me explicó mi abuelo hace un par de años, cuando se me salió una grosería por una de las tantas bromas sin gusto de ese cliente estrella. «A él le pareció divertido que yo bautizara la tienda Abarrotería Ochenta y Ocho y desde ese día desapareció el nombre real de tu abuelo. Me convertí en Ochenta y Ocho para él y para todo el pueblo».

Hoy el Señor Curro entra nuevamente por sus plátanos maduros, inundado la tienda de un leve aroma a naranja verde. Cuando me ve sentada frente a la caja registradora, pone cara de burla y me saluda:

—¿Qué paso Ochenta y Nueve? ¿Te tienen contando plata?

Nunca me ha gustado ese sobrenombre, Ochenta y Nueve. Según el Señor Curro, él solo quiere que todo el mundo recuerde que yo soy la legítima heredera de la tienda, aunque él sabe que ese título lo tiene bien ganado mi papá. Yo ya le he explicado de varias maneras, agradables y no tan cordiales, que preferiría que me llamase por mi nombre correcto, Astrid, pero él prefiere la burla a la exactitud. También le he explicado que mi futuro no está en el mundo de las tiendas, abarroterías y comisariatos. Lo mío es la cocina. Yo seré cocinera de aromas y sabores. Cuando termine la secundaria, me iré a la ciudad a mezclar y servir en platos hondos los aromas del pollo cargado en culantro, el arroz frito con coco y el apio picante.

Las bromas de mal gusto del Señor Curro no terminan esta mañana y le pregunta a mi abuelo:

—¿Expulsaron a Ochenta y Nueve de la secundaria por estar oliendo a todo el mundo?

—Ya mi nieta dejó de decirle a la gente a qué huele. ¿Verdad, Astrid? —responde mi abuelo y yo me limito a asentir. En la escuela me tienen terminantemente prohibido describirle a mis amigos y profesores los olores de sus comidas, perfumes y excreciones. El director de la escuela le explicó a mi papá que había recibido muchas quejas sobre la precisión y falta de empatía de mis descripciones de aromas. Yo aún pienso que les hacía un favor a todos en la escuela. Gracias a mí, muchos de ellos dejaron de comer alimentos fétidos, botaron sus botellas de perfumes agrios y aprendieron el valor de una profunda ducha diaria. Pero mi abuelo me enseñó que a veces los favores solo se hacen cuando se piden.

—En estos tiempos, poner a trabajar a tu nieta sin terminar la secundaria es abuso de menores. Ya no es como antes, Ochenta y Ocho —sigue el Señor Curro con sus bromas.

—No diga eso, compa. Hoy Astrid comienza una nueva etapa —responde mi abuelo—. Ayudará a su papá a montar y desmontar la silla de ruedas de su hermano Beto en los buses.

—¿Para ir a las citas semanales con el doctor? —pregunta sorprendido el cliente estrella.

—Con el neurólogo —especifica mi abuelo—. Yo ya no puedo. Mírame las manos. No se quedan quietas ni pa juntá las hojas del recao verde. Estoy pa que me carguen.

Y de una vez llega la respuesta piadosa del Señor Curro:

—No diga eso, compa, hay Ochenta y Ocho pa rato.

—Eso es correcto —contesta mi abuelo muy seriamente—. Pero Beto necesita brazos fuertes. ¿Verdad, Astrid? —mi abuelo se me acerca y frota sus manos sobre mi cabello. —Mi chef internacional —terminan sus explicaciones innecesarias y me mira con orgullo. Mi abuelo siempre me mira con orgullo. Así que no puedo pedirle que deje de tocarme el cabello. No encuentro las palabras cordiales para decirle que las manos le apestan a queso agrio y que yo no quiero cargar ese olor encima todo el día.

—Mi estimado Señor Ochenta y Ocho —dice el Señor Curro luego de un corto silencio contando el vuelto que le di de su billete hediondo a pescado podrido—. Usted disculpe que yo me meta nuevamente. Pero, su hijo y usted no pueden solos. Su nieto Beto necesita la ayuda de trabajadores sociales. Necesita enfermeros. Ochenta y Nueve tiene que terminar su secundaria. ¿Por qué no pide el apoyo que le corresponde?

Antes de que mi abuelo pueda responder, sentimos la voz sabrosa de mi papá entrando desde el depósito de la tienda:

—Pero si ya nos ayudan. ¿Qué pasó, Curro? ¿Cómo vas a decir que no nos ayudan? La silla de ruedas, las operaciones, las medicinas. ¿De dónde vino todo eso? Claro que necesitamos más. En eso estamos. Hablando con quien tengamos que hablar. La cosa es poco a poco. Con fuerza en los brazos — y sin pausar mi papá me mira y me libera de las garras del queso agrio con una orden—. Astrid, trae a tu hermano. Lo dejé listo en mi cuarto. A ver si puedes de verdad. Apúrate. El bus pasará pronto —y yo salgo corriendo de la caja registradora, paso cerca de la panza tibia de mi papá, entro y salgo del depósito, atravieso el patio y finalmente abro la puerta de la casa.

Como siempre, la sala está abarrotada de esa nube invisible dulce y limpia que produce la fusión de medicinas, ungüentos y hierbas curativas que mantiene a mi hermano mayor vivo. Sigo mi camino hasta llegar al cuarto de mi papá y de una vez huelo la cabecita de nance de Beto acostada en el respaldar de su silla de ruedas.

—¿Qué lo que es Ochenta y Nueve? —le digo en broma y sus ojitos pulposos hacen un largo recorrido por el techo, la pared y la cama hasta llegar a encontrarme. Cerca de su oreja derecha, puedo ver el inicio de la cicatriz negra que le da la vuelta a su cuero cabelludo y que mi papá insiste en limpiar con un liquido sulfuroso todas las noches. Ya los doctores le han dicho que no hay necesidad de tanto afán, pero él cree firmemente que los doctores saben de cirugías, mas no de sanaciones.

‘El director de la escuela le explicó a mi papá que había recibido muchas quejas sobre la precisión y falta de empatía de mis descripciones de aromas. Yo aún pienso que les hacía un favor a todos en la escuela...'

—Hoy te empujo yo, Ochenta y Nueve. Desde hoy y cada semana, yo te acompañaré a tus citas al doctor. ¿Listo para volar con la Capitana Astrid Domínguez?

Beto no responde con palabras, sino con ojitos de complicidad y una breve sonrisa que me calientan los motores. Coloco su maleta de ropa y medicinas sobre mis hombros, le ajusto el cinturón de la silla de ruedas, me aseguro de que los tubos que entran a su nariz estén bien pegados y conectados a los tanques correctos, y comienzo mi anuncio:

—Buenas tardes señor pasajero del vuelo cero cero uno con destino al Neurólogo. Le habla su Capitana Astrid Domínguez. Nuestro viaje de hoy comienza a la velocidad de un cohete hasta la tienda del abuelo. Luego de una corta escala, un copiloto se unirá al equipo de vuelo. Él reducirá considerablemente la velocidad por cuestiones de seguridad y sentido común. Pero no se preocupen, eso no matará la diversión. Eventualmente llegaremos a la estación de buses del pueblo, donde subiremos a la base espacial en forma de busito que nos llevará hasta el planeta San Lorenzo. Al llegar a ese destino, señor cabecita de nance, nos espera otra base espacial en forma de bus hediondo a vinagre blanco. Esta nos llevará directamente a la puerta del consultorio del Neurólogo. Rogamos no dormirse durante el vuelo porque el copiloto prefiere ver a sus pasajeros con los ojos ‘pelaos'. Relájese y disfrute de su vuelo.

JAVIER STANZIOLA

Economista y escritor

Dramaturgo y novelista. Ha sido ganador cuatro veces del Concurso Nacional de Literatura Premio Ricardo Miró.

Con su novela Hombres enlodados se aborda por primera vez en la literatura panameña el tema de la identidad de género y fluidez sexual.

Su obra de teatro De mangos y albaricoques fue la primera en recibir el Premio Ricardo Miró bajo una temática gay. Una de sus más recientes obras, El mito de la gravedad , aborda el tema del matrimonio y la adopción igualitaria.

Otras de sus obras de teatro incluyen Solsticio de invierno , Hablemos de lo que no hemos vivido y Cristo Quijote Tratado .

Empujo la silla de ruedas hacia la puerta del cuarto y me sorprendo de cuan pesado se ha puesto Beto, a pesar de que es puro pellejo desde su última operación.

«Beto de peso pesado», como decía mi mami.

«Beto que pesa como un caballo en tu espalda», como dijo mi mamá la noche antes de irse.

«Beto que necesita de brazos fuertes», como dijo mi madre esa mañana que se fue para no volver.

Busco fuerzas en mis brazos, pero no las encuentro. La silla no se mueve y comienzo a sudar y a excretar aromas de limón verde con sal y pimienta. Entre tanto sudor, recuerdo el consejo de mi abuelo, «a veces las mañas pueden más que la fuerza» y comienzo a empujar la silla desde mis piernas y abdomen y poco a poco hago que se mueva, derramando sudor pimentoso por todo el cuarto. Lentamente llegamos a la sala, y la silla comienza a perder peso y el olor del sudor se confunde con el vapor de las medicinas, ungüentos y hierbas. Entramos al patio, y ya no siento el peso de Beto. Comienzo a navegar a cien kilómetros por hora sin una gota de sudor sobre mi cuerpo. La brisa que nos acaricia la cara huele a nances regados por el suelo y escucho a Beto regalarme una corta pero deliciosa carcajada. Entro al depósito y ya la silla es una pluma de gaviota tan poderosa que algún día yo sé que podrá volar por sí sola.

Finalmente entramos a la tienda y mi abuelo me mira con esa cara de orgullo de siempre, se le aguan los ojos y me regaña entre gritos:

—Andabas volando en esa silla. ¡Que no es un juego! Lo vas a lastimar.

Mi papá le baja el volumen al regaño de mi abuelo con un rápido movimiento de manos y me pregunta si ajusté bien el cinturón de la silla. Yo le respondo que por supuesto y los dos decimos en coro: «Sin cinturón, Beto no vuela».

El señor Curro nos mira y esta vez no pone cara de burla:

—¿Qué pasó, Beto? —dice antes de agarrar sus dos plátanos maduros y despedirse con un «hasta mañana». Abre la puerta para irse, pero se voltea y me mira de frente y me pregunta:

—¿A qué huele la bondad, Astrid?

Anudo en mi nariz los aromas de mi abuelo, mi papá y Beto, y respondo:

—A pesada de nance tibia con quesito blanco encima.

AUTOR

Lo Nuevo
comments powered by Disqus