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- 02/10/2020 00:00
Hay gran incertidumbre en torno a las elecciones presidenciales de noviembre en Estados Unidos y sus secuelas. Se cierne una seria amenaza sobre ese proceso electoral.

En última instancia la democracia depende del perdedor, del candidato que responsablemente reconoce su derrota y, de ese modo, fortalece el sistema dándole legitimidad. El próximo 3 de noviembre Estados Unidos se enfrentará a una de las pruebas más exigentes de su historia y a una posibilidad real de caos y enfrentamientos.
“Tendremos que ver qué pasa”, dijo el presidente Donald Trump al responder si aceptará la decisión de las urnas, anticipando que el proceso electoral no será tranquilo y ordenado, ni se dará una transferencia pacífica del poder. “Francamente no habrá una transferencia. Habrá una continuación”, insistió el mandatario.
Los asaltos de Trump a la confianza en el sistema democrático estadounidense, a sus instituciones y sus elecciones, son un martilleo constante y alarmante.
El presidente estadounidense ha cuestionado de manera reiterada la transparencia de la votación y sugerido que, de ser derrotado, es posible que no acepte los resultados. Ha asegurado, sin aportar pruebas, que las boletas electorales enviadas por correo están alteradas para promover un fraude. Eso, en su opinión, podría producir un resultado electoral retrasado, contaminado o completamente ilegítimo.
La innata capacidad de Trump para llevar el debate a su terreno y desviar a la opinión pública de los temas que lo perjudican, como su estilo autoritario de gobernar, su gestión de la pandemia –cuando la cifra de fallecidos supera los 205,000 y se acerca a los 7,2 millones de contagiados– y sus efectos sobre la economía estadounidense.
Trump plantó el tema de un supuesto fraude electoral en la agenda de discusión. Aseguró que los demócratas preparan un golpe de Estado, para deslegitimar así las elecciones antes de que ocurran. Siembra, con toda intencionalidad, dudas anticipadas sobre un posible resultado de la votación que no lo favorezca, y desconocerlo.
Trump ha preparado a sus simpatizantes para que crean que solo puede ser derrotado mediante un fraude electoral. “La única forma en que pueden robarnos esta elección es si se trata de unos comicios amañados”, dijo Trump durante la pasada Convención Nacional Republicana.
Esa es la razón por la que no se compromete en dejar el cargo sin resistencia. Además, nadie puede asegurar que vaya a perder, aunque tenga las encuestas en contra como ya ocurrió en 2016.
Sobre supuestos fraudes, hay antecedentes. En las elecciones presidenciales de 1960 los demócratas fueron acusados de emitir votos falsos y de no contar en forma transparente los sufragados en favor de los republicanos. The New York Times dijo la semana pasada que eso “probablemente” ocurrió, pero que no alteró el resultado de los comicios presidenciales en los que John F. Kennedy derrotó a Richard Nixon.
Trump está repitiendo el libreto de las elecciones de hace cuatro años. “No, no voy a decir simplemente que sí. No voy a decir que no, y tampoco lo hice la última vez”, le comentó a Fox News en referencia reciente a sus acusaciones de que podrían robarle esas elecciones.
Incluso después de la elección de 2016, Trump insistió en forma falsa que había perdido el voto popular solo porque millones de inmigrantes ilegales habían votado por su oponente demócrata, Hillary Clinton.
Trump ha dicho que estas elecciones, por lo estrecho que será el margen del ganador, las acabará decidiendo la Corte Suprema de Justicia. Hasta ahora, ese máximo tribunal solo ha intervenido en las elecciones presidenciales una vez, en el año 2000. Un mes después de aquella votación, la máxima instancia judicial ordenó parar el recuento en Florida y entregó la presidencia a George W. Bush y no al demócrata Al Gore.
La decisión fue adoptada por cinco jueces designados por presidentes republicanos que votaron a favor de Bush Jr. Todos los designados por demócratas votaron en contra.
Por eso el mandatario ha apresurado la sustitución de la fallecida jueza Ruth Bader Ginsburg. Este fin de semana anunció su reemplazo en la Corte Suprema de Justicia. El Senado estadounidense, controlado por los republicanos, iniciará las deliberaciones para su rápida ratificación a partir del 12 de octubre. Con la jueza Amy Coney Barrett, Trump ha colocado tres magistrados en el máximo tribunal de justicia de su país, dejando el balance en seis votos conservadores contra tres liberales, lo que alterará su equilibrio ideológico por generaciones.
Sea cual sea el resultado de las elecciones de noviembre, Trump ha nombrado 218 magistrados en la distintas instancias superiores de justicia –una cifra sin precedentes, y la mayoría jóvenes– por lo que su legado en los tribunales influirá durante décadas en la vida de la sociedad estadounidense.
La batalla judicial, de darse, debería llegar rápidamente hasta el Tribunal Supremo, pues por ley los estados tienen que declarar su resultado oficialmente antes del 8 de diciembre.
Solo basta imaginar que la turbulencia electoral que significó el recuento de votos en Florida, que polarizó a Estados Unidos en el año 2000, se reproduzca en decenas de otros estados. Ambos candidatos cuentan con legiones de abogados expertos en disputar votos que van a distribuir por los estados clave en los días anteriores a la elección.
Por otro lado, en el supuesto de que el candidato demócrata sea proclamado ganador de las elecciones, qué pasa si el 20 de enero próximo Trump decide ocupar la Casa Blanca cuando su mandato haya legalmente expirado, en contra de la decisión del Colegio Federal Electoral o del Tribunal Supremo de Justicia. En ese momento Biden podría simplemente ordenar al servicio secreto que lo obligue a abandonar el edificio.
Todos son supuestos. Lo real es que el FBI ha asegurado que no hay nada que indique que habrá fraude en las próximas elecciones en Estados Unidos. Al conocer esa información, Trump reaccionó indignado y acusó a la agencia de investigación federal de tal incapacidad que ni siguiera puede descubrir un posible fraude electoral.
“Si es evidente que uno u otro candidato tiene una clara mayoría en el Colegio Electoral (270 de los 538 votos), entonces no creo que haya mucho que pueda hacer Trump si es el perdedor, excepto quejarse”, señaló Trevor Potter, expresidente de la Comisión Federal Electoral de Estados Unidos.
“Pero si el margen es estrecho, entonces creo que existe la posibilidad de que haya muchos percances”, añadió Potter, en declaraciones que recogió el fin de semana The New York Times.
La sola idea de que un presidente estadounidense pudiera negarse a aceptar los resultados de una elección y dejar el cargo sin resistencia –algo que antes era impensable– se ha convertido en un tema cada vez más importante durante la actual campaña electoral y eleva la tensión social.
Mientras sus portavoces aseguran que el mandatario “aceptará los resultados de elecciones libres y justas”, Trump insiste en que solo reconocerá “lo que diga el Tribunal Supremo”.
La transferencia pacífica del poder es esencial para el funcionamiento de una democracia. Estados Unidos tiene a su favor casi 250 años de traspaso del poder sin violencia y, se espera, que no sean los comicios de noviembre los que alteren esa tradición democrática. Trump, Biden, el electorado estadounidense y sus instituciones democráticas tienen una gran responsabilidad y una nueva cita con la historia.