La Policía Nacional aprehendió al alcalde electo de Pocrí por presunto peculado, tras una investigación relacionada con proyectos no ejecutados del Conades...
- 06/02/2021 00:00

Publicado el 10 enero de 2004.
La edición de La Prensa del martes 6 de enero, la leí muy tarde en la noche. Serían las 12:00. Era una hora de silencio denso, apretado, absoluto, en el que todo ruido tenía cabida y todo temor encontraba alimento. Al abrir las páginas 6 y 7 encontré el excelente reportaje de Nubia Aparicio y de Rafael Pérez sobre los “Hallazgos macabros” y los “Días trágicos de Floyd Britton”. Se trata del hallazgo de un cementerio clandestino ubicado en la Isla Penal de Coiba. Había 140 sepulturas. Lo que se dice de Floyd Britton era de mi conocimiento. Allí se relata cómo lo torturaron, cómo fue arrastrado por un caballo por las playas de Coiba, cómo lo asesinaron, y cómo el médico forense dijo que Britton murió de muerte natural de un infarto de miocardio. Al terminar la lectura de la tétrica crónica sentí más grueso el silencio, los nervios se arrumaron en las zonas sensoriales del cerebro y me sumí en el laberinto del espanto porque yo también estuve en las garras de los carnales de esos criminales que estrenaron el cementerio clandestino y luego lo ampliaron en las fosas comunes situadas en los patios de los cuarteles.
Algunos meses después de la muerte de Britton fui al Tribunal Superior de Penonomé a examinar las sumarias, localizadas allí, para determinar las causas de su muerte. ¡Vana simulación! Leí el protocolo de autopsia y vi varias fotos de Britton acostado en un camastro que supongo improvisado. Tenía el tórax abierto de par en par, como roto a hachazos (era tan difícil encontrar el miocardio). Sus antebrazos y manos estaban vendados, todo muy abultado. Aquellas fotos me produjeron pavor, indignación y dolor. Seguramente aquellas sumarias fueron arrastradas por los caballos de la impunidad a los tinacos de los cuarteles. ¡Un cementerio clandestino con 140 fosas y nadie purga un segundo de sanción!
Terminada la lectura que vengo comentando caí en profunda meditación, singularmente sobre las calidades morales de nuestra sociedad. Me preguntaba si la reacción del pueblo al enterarse de lo ocurrido en Coiba y divulgado por Aparicio y Pérez iba a estremecer los cimientos de la República. Descubrir en una isla penal 140 tumbas sin conocerse siquiera quiénes reposan en ellas, tendría que originar una ola de indignación nacional. Me imaginaba de inmediato el panorama consecuente que, sin duda, surgiría en el país. La Iglesia haría vibrar los púlpitos, los consejos de rectores en gesto cívico encabezarían las protestas universitarias; los empresarios extenderían su solidaridad a los familiares de las víctimas; los obreros cerrarían las calles; los estudiantes lanzarían piedras; la Fenasep protestaría por los asesinados colgados de pies y manos; algunos clubes cívicos de cuyo seno salían los ministros de la dictadura entrarían en catarsis y en señal de desagravio se sumarían a las censuras, y la nación toda se convulsionaría aterrada por los crímenes cometidos.
Lo expuesto sería la reacción más esperada, la prevista, propia de una sociedad decente dado el escándalo mayúsculo que representa un cementerio clandestino en un establecimiento oficial.
Si las fuerzas sociales –obreros, maestros, estudiantes– ululaban motivadas por el “batazo” del año que anunciaba la privatización del Seguro Social, ¿cómo no organizarían protestas multitudinarias ante el hecho cierto de los cementerios clandestinos? ¿Motivan más los fantasmas que las realidades?
Es obvio que la reacción no podía esperarse si nuestra sociedad fuese insensible y encubridora. ¿Quién no se estremece de ira ante la espeluznante existencia de un cementerio clandestino? ¿Y quién siendo humano no se llenaría de indignación al enterarse de que en un cuartel a los presos los arrastraban a galope de caballo?
Si acaso el clima llegase a perfilarse como de indiferencia colectiva ante la consumación de los crímenes de la dictadura, sería preciso recordar el origen de los compromisos sociales. Como sociedad tenemos la obligación de preservar nuestros valores. Como sociedad democrática tenemos una escala de valores protegida por la ley. Al darse esa protección, el valor se convierte en un bien jurídico. En una democracia el bien jurídico más preciado es la vida. Por eso en la estructuración del Código Penal democrático el primer título es el relativo a la persona humana, a su vida. En una dictadura el primer título preservado, el bien de mayor valor, es el Estado o la nación. Son las características en los códigos penales del nazismo, del fascismo y de todas las dictaduras. Lo importante es que la estructura moral de la sociedad nos comprometa con la defensa de la vida.
En Chile, la caravana de la muerte se distinguió por la misma crueldad. Fue tanta la brutalidad y tanta la condena colectiva chilena, que el ejército en procura de la paz pidió perdón a la sociedad y a la historia por los crímenes del pasado. ¿Quién se arrepiente en Panamá? Protegidos por la incuria judicial y por la indiferencia social, según parece, el perdón no procede por innecesario o tal vez por impropio de la soberbia demencial que distingue al militar formado en escuelas totalitarias.
Aquellos días trágicos que llevaron a Britton y a centenares de panameños a las sepulturas clandestinas y a las fosas comunes, tienen hoy en la balanza del reproche o del aplauso al pueblo panameño. Si no expresa su repudio por los crímenes, fosas y cementerios clandestinos, es porque simplemente se tornó inconsciente, pusilánime o sinvergüenza, pero si eleva su rechazo al punto más alto de la protesta –y no tengo dudas al respecto– es porque mantiene incólume el ejercicio de su tradicional dignidad.
Espero el transcurrir de los días para compartir con mis lectores mis angustias y mis conclusiones.

Un vencedor en el campo de los ideales de libertad: