El zapatero que no se dejó calzar por el Rey

Actualizado
  • 20/10/2013 02:00
Creado
  • 20/10/2013 02:00
Por alguna razón, ni a Jonathan Lloyd ni a su hermano les han dicho si deben desalojar sus locales. En realidad, dice el zapatero, nadie...

Por alguna razón, ni a Jonathan Lloyd ni a su hermano les han dicho si deben desalojar sus locales. En realidad, dice el zapatero, nadie le ha comunicado nada de manera formal, todo lo que sabe lo ha escuchado ‘por boca de otros’.

Loanmi, su sobrina y también asistente, lo resume así: ‘Un día llegaron a decirnos (a los vendedores de artesanías que también estaban en el lugar) que todo esto lo compraron los supermercados Rey y que teníamos 30 días para desalojar. Como nada de esto era nuestro, sino que alquilábamos, pues no nos quedó otra opción’.

LA VIEJA ZAPATERÍA

Es un espacio reducido y no muy alto, quizás de dos metros como máximo entre el suelo y el techo. A esa sensación de pequeñez se le puede añadir el hecho de que hay zapatos por todas partes. En los estantes, en las paredes, en el suelo. Donde quiera que uno vea hay todo tipo de calzados: de niños, de hombres, de mujeres, cerrados, abiertos, de cuero, sandalias; en fin, el zapato que uno imagine, no importa el estilo o modelo, está ahí, esperando por ser reparado o bien ya en la lista de los que pueden volver a los pies de su dueño. Igual que el propio local.

En la esquina superior derecha de la construcción, casi escondido entre la avalancha de zapatos, tacones y demás, se encuentra el propietario de esta microempresa, Jonathan Lloyd.

–¿Toda la vida se ha dedicado a esto?

La respuesta no sólo es afirmativa; sino que, comenta, igual lo hizo su padre, Jonathan senior, de quien aprendió el oficio y quien fundó la zapatería. Contrario a lo que nos habían indicado, Lloyd fue muy solícito para colaborar con nosotros en todo: las peticiones del fotógrafo, la entrevista, las dudas y aclaraciones; en fin, todo.

–Este local va a cumplir 50 años en diciembre. Mi papá abrió aquí en 1963.

Lloyd es contador de formación, aunque nunca ejerció. Los que le conocen dicen que es tímido, lo que a veces lo hace rayar en el mutismo y la parquedad; hay que abordarlo con cuidado. Quizás por eso andamos por el lugar con la mayor sutileza y el mayor silencio posible, cual espía en misión secreta que no desea ser visto.

Quien se fije bien podrá leer los mensajes escritos con aerosol que advierten que la zapatería sigue abierta al público y que puede avanzar sin ningún temor por las pequeñas escaleras que conducen a una suerte de desnivel, donde antes se encontraba el YMCA y después, más recientemente, un mercado de artesanías.

No es lugar para una zapatería, en realidad para ningún tipo de negocio. El taller está a un extremo del terreno, en el sótano del edificio blanco que un día albergó el centro deportivo de la comunidad zonian. Al lado hay una inmensa construcción de madera, el antiguo mercado de artesanías donde trabajaba Loanmi hasta que lo cerraron.

Tiene 24 años y empezó hace años trabajando para su madre en el mercado de artesanías que el supermercado clausuró. ‘Al tener que abandonar el lugar, me vine a trabajar acá con mi tío’, resume con simpleza.

LEGADO SIN TECHO

–¿Cuántos hijos tiene?

–Yo no tengo hijos. Los hijos los tienen la madre. Eso sí, yo soy padre de cinco.

Así como su padre hizo con él, Jonathan enseñó el oficio a su descendencia. Sin embargo, ninguno es zapatero; todos tienen sus propias profesiones. A pesar de esto, comenta que Jonathan III, uno de sus herederos, le ha dicho que quisiera seguir con el negocio una vez él se retire.

En el local de al lado, que más que otro comercio pareciera ser un anexo, está la zapatería de su hermano, el padre de Loanmi. Ambos zapateros trabajan ‘mancomunadamente, compartiendo gastos’, indica.

–¿No teme que les vayan a echar de aquí?

–La verdad no sé. Todavía no hemos hablado profundamente. Entiendo que nos van a tratar de ubicar. Lo que pasa es que nadie del Rey se ha acercado con nosotros.

Todo lo que Jonathan sabe lo conoció a través de los anteriores administradores, cuyos nombres no recuerda y quienes ya no se encargan del área. Ahora el terreno es administrado por el Grupo Rey, que no ha hecho ningún acercamiento con el arrendatario. ‘No hemos llegado a un arreglo como tal, no hay un finiquito’, termina por responder.

Él considera que el desalojo, dentro de todo, no está mal porque los edificios necesitan mejoras y los van a reparar.

–¿Por qué no hace el primer contacto para saber qué será de su negocio?

–Si ellos son los que han llegado acá, ellos son los que deben buscarme a mí, no yo a ellos; sin embargo, estoy dispuesto a hablar. A todo hay que darle un tiempo –menciona.

A pesar de la zozobra ante no saber si Zapatería Jonathan seguirá en el mismo lugar que ha estado durante los últimos 50 años, Lloyd se siente tranquilo. ‘El local no hace el negocio’, dice.

–Mucha gente ha venido aquí de boca en boca, por recomendación. He estado buscando local en la ciudad; no tiene que ser un lugar grande, nosotros ocupamos poco espacio.

–¿No le molesta que le saquen del que ha sido su espacio de trabajo durante el último medio siglo?

–No lo veo mal. Si me quieren sacar de aquí, que me saquen, aunque me gustaría quedarme.

TRAYECTORIA HISTÓRICA

Loanmi empezó a rondar por el lugar desde que tenía 12 años; es decir, la mitad de su vida. Ella no opina igual que su tío. Teme que tengan que ser desalojados y empezar de nuevo en otro lugar, hacer nuevos clientes, adoptar nuevos métodos de trabajo... Todo lo que conlleva arrancar de cero.

‘Si nos mudamos habrá que cambiar el sistema de trabajo: aquí la gente viene con sus calzados y se van porque ya son clientes conocidos. En otro lugar habrá que pedir abonos antes de realizar la reparación y cancelar al entregar. Sería cuestión de buscar nueva clientela, de que se riegue la voz’, analiza el zapatero.

Quizás Jonathan se siente menos nervioso que Loanmi porque en realidad no es la primera vez que tiene que salir a buscar nuevos clientes. Zapatería Jonathan abrió cuando un Panamá sin una quinta frontera era una posibilidad remota. Tras la firma de los Tratados Torrijos-Carter, quienes mandaban sus zapatos a Jonathan, tanto al padre como al hijo, fueron yéndose.

–Cuando se fueron los gringos, perdimos aproximadamente el 50% de nuestros ingresos.

–¿Cómo sobrevivieron?

–Sólo perdimos la mitad, porque con los años, fuimos adquiriendo consumidores panameños, quienes traían sus calzados con nosotros. Si bien fue una pérdida grande, no nos afectó tanto porque ya todos los hijos estaban grandes y graduados y no necesitábamos tanto en casa.

La aparente tranquilidad de Jonathan puede deberse también al hecho de que no está indefenso; hay un factor que le da tranquilidad y del cual, durante la charla, comenta: ‘Mi yerno me dijo que cualquier problema que tenga con respecto a esta situación, no dude en acudir a él’.

Tras el comentario, rápidamente aclara que se refiere a Miguel Antonio Bernal, el abogado constitucionalista, esposo de su hija Mayela.

Con todo y las dificultades y zozobras que vive ante el cambio de administración, el zapatero dice que esto no lo orillará a la jubilación, ya que se siente ‘bien haciendo esto. Y me gusta trabajar’, responde presto.

Jonathan lamenta que el mundo de hoy se ha vuelto muy caro. Todos sus materiales de trabajo han aumentado sus precios en al menos 75%, lo que ha obligado a los zapateros a aumentar el costo de sus trabajos.

‘La suela antes costaba $2.50 y ahora sale el doble, $5. El galón de goma antes costaba $8 y ahora está en $18; eso sin contar los impuestos. No hay forma de mantener los precios si todo sube’, explica.

Se podría pensar que si el oficio cayó en un 50% hace casi 14 años, las cosas no han de ir a mejor ahora que se queda sin vecinos comerciales y bajo la amenaza del desalojo. Sin embargo, aclara Lloyd, a pesar de los altos precios de los materiales y otros factores que terminan por encarecer las reparaciones, éste es un buen momento para ser zapatero: ‘Hoy nos va mejor que antes porque ahora los zapatos duran menos’, confiesa el artesano.

Dice Lloyd que, curiosamente, no hay mucha competencia en el mercado. Actualmente son pocos los jóvenes que deciden dedicarse a este oficio, y es que, considera Jonathan, están por la plata y no por amor al trabajo: ‘Vienen acá porque se ganan un dólar y ya, no le dan amor a esto. Para ser zapatero tienes que tener ideas y ahora nadie quiere pensar, quieren la plata y ya’.

Confiesa el zapatero que él aprendió a adquirir ese amor por el oficio, ya que al principio no lo tenía: ‘Mi padre me obligaba a venir aquí a aprender. Con el tiempo me fue gustando. Él era muy duro. Enseñaba bien, pero era muy estricto y no tenía ningún tipo de paciencia’. Él, al contrario que su padre, dice que nunca obligó a ninguno de sus hijos a ‘venir a aprender el oficio ni a trabajar aquí’.

Durante todo este tiempo Loanmi ha estado en silencio, escuchando cada cosa que ha dicho su tío. Loanmi parece ser aún más tímida que él; sin embargo, cuenta que le gusta este trabajo de zapatera.

Jonathan comenta que el caso de Loanmi es la excepción, ya que no muchas mujeres trabajan los calzados. Sin embargo, Lloyd alaba las cualidades de las mujeres para este oficio: ‘Me gusta poner a las mujeres a trabajar duro. Lo hacen muy bien, son más detallistas’.

Ante un obligado ‘¿es ella buena en esto?’, contesta: ‘Claro que sí. Si no, no estaría aquí. Cuando viene aquí un asistente que no tiene talento para el oficio, de una vez le voy diciendo adiós’, concluye sonriente Jonathan Lloyd antes de reanudar su trabajo diario.

¿Qué pasará con el local? No se sabe aún. Pero a Lloyd no le preocupa, sea lo que sea, él seguirá con su pasión: los zapatos.

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