Posmodernidad, identidad y corrección política

Actualizado
  • 03/06/2018 02:00
Creado
  • 03/06/2018 02:00
En cámaras de eco donde sólo escuchamos lo que queremos, es imposible recuperar el tejido social

Pasar tiempo en las redes sociales puede ser extenuante. Si bien ya era hora de señalar el racismo, el sexismo y la homofobia que estaban tan normalizados en la vida cotidiana, ahora hemos alcanzado un punto donde ya no podemos decir que el clima está loco sin que un policía del lenguaje nos señale que nuestro comentario es insensible con quienes sufren de trastornos mentales. O donde cualquier opinión desafortunada termina en una captura de pantalla viral que obliga al emisor a disculparse o a mudarse de planeta. Lo fascinante (si cabe la expresión) es cómo llegamos a este estado de hipersensibilidad, quizás el peor subproducto de la llamada posmodernidad.

En contraste con el proyecto de la modernidad, que apostaba por el progreso de la humanidad bajo los principios de la Ilustración, el propio término posmodernidad viene a ser tan difuso como la época a la que nombra. Sin embargo, en general se refiere al proceso cultural y social surgido a mediados del siglo XX y que busca romper con el proyecto moderno, denunciando su fracaso en un presente donde se desvanecen las certezas, donde ya no cabe el universalismo y surgen nuevos modelos de interpretación del mundo. El pensamiento posmoderno, surgido principalmente hacia los 70 en Francia y Estados Unidos, es más bien relativista en tanto que se contrapone a las visiones totalizadoras que buscaban explicar la realidad desde la rigidez de la racionalidad científica o positivista (que no es sinónimo de ‘optimista' ni de ser una persona positiva). En la posmodernidad, la realidad se concibe como un conjunto de diferentes ‘relatos' o visiones fragmentadas, con lo cual no existe la verdad, sino interpretaciones individuales que son todas igualmente válidas.

Y no es que la modernidad no tuviese aspectos cuestionables (para comenzar, su noción de ‘progreso'), pero lo que ha venido después no necesariamente nos ha llevado por un mejor camino. Ya no vale la pena luchar por la emancipación colectiva de la sociedad, sino por defender el yo antes que el todos, sin ideas absolutas y a partir de sujetos difusos, guiados por una pluralidad de informaciones, estímulos y concepciones del mundo que se contradicen entre sí, pero que conviven perfectamente en un escenario neorromántico, donde pesan más los sentimientos y las percepciones que los hechos concretos. Así, en la posmodernidad sólo queda velar por que cada singularidad o cada ‘relato' sea respetado y tenga su propio espacio.

Hoy, el análisis de la realidad material es desplazado por la realidad subjetiva, de modo que las percepciones y experiencias de un individuo no deben ser cuestionadas, sino legitimadas. Es así como el gran tema de nuestro tiempo no son las guerras, la corrupción, el planeta o la pobreza, sino la identidad. Es así también como los movimientos sociales contemporáneos se distancian de la economía política en el análisis de las desigualdades para centrarse únicamente en las reivindicaciones de lo simbólico y del reconocimiento, sustentadas en las políticas de la identidad. En este panorama, las nuevas formas de protesta son meramente individuales, estéticas y de consumo: reportar cuentas abusivas en las redes, teñirse el pelo de colores, pedir más superhéroes ‘diversos' y que las marcas eleven la bandera arcoíris.

Y es cierto que el racismo, el sexismo y la homofobia siguen siendo grandes flagelos de nuestras sociedades en pleno siglo XXI. Es necesario visibilizarlos, exigir más y mejores representaciones de la diversidad en los medios y en la vida pública, entendiendo que el universo simbólico también moldea la cultura y, por ende, la realidad. Sin embargo, las violencias y discriminaciones no desaparecerán sólo por tener series de TV más diversas o por reportar a un misógino en las redes sociales. Hace falta entender que las injusticias ligadas a determinadas identidades nacen de un modelo económico-político que se cimienta y depende de las desigualdades para seguir reproduciéndose, y luchar contra este modelo requiere de una vuelta a lo colectivo con un enfoque estructural. Resulta incómodo, pero en cámaras de eco donde sólo escuchamos lo que queremos, donde la realidad se amolda a nuestras expectativas y donde cada uno está ocupado defendiendo su propia singularidad, es imposible recuperar el tejido social (y cultural) necesario para ello.

Después de todo, el statu quo ha demostrado con creces que puede ser inclusivo, pero sus estructuras se mantendrán intactas mientras nos baste con acomodarnos en él.

COLUMNISTA

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