Tras el lente de la espera

Actualizado
  • 28/12/2019 00:00
Creado
  • 28/12/2019 00:00
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Con las manos sudorosas empuñando el Remington 700BDL-M24 con mira telescópica ajustable y una intensa picazón causada por las chitras y el betún que le ennegrecía la cara, se había mantenido en su puesto acostado bocabajo desde las cinco de la tarde, sin levantarse siquiera para orinar o tomar un poco de café. La mirada fija en el punto bajo de la marea, el vientre humedecido por la hierba y los costados torturados por los vestigios coloniales de las Casas Reales eran los únicos puntos de contacto con el mundo en las últimas seis horas. Mentalmente maldecía una y otra vez la ocurrencia del Mayor responsable de Operaciones Estratégicas de ordenar el traslado de la Unidad Especializada Antiterrorismo, Uesat, de la cómodas y seguras instalaciones de Amador, en la desembocadura del Canal, a las malolientes y putrefactas sentinas del Cuartel de Panamá Viejo, en donde habían desparramado a los hombres entre manglares, ruinas y lama.

Tras el lente de la espera

El peso del rifle y la metálica longitud del cañón le resultaban incómodos para la posición que había mantenido durante horas, en particular por el pequeño espacio disponible para moverse lateralmente. Pero lo confortaba una especial satisfacción con el arma, pues había sido la distinción a los tres mejores hombres en los entrenamientos conjuntos con las tropas norteamericanas en Fort Sherman. Eran obsequios del Ejército Sur a las tropas panameñas entregados por el Comandante Jefe del Ejército Sur de los Estados Unidos y en presencia del jefe de las Fuerzas de Defensa, en aquellos días en que el vino y las rosas eran parte de las relaciones entre los ejércitos de ambos países.

Era una verdadera joya de armería, que había reemplazado el Springfield M21 utilizado por las fuerzas norteamericanas en Vietnam como arma de alta precisión. Sus veinticuatro pulgadas de longitud en el cañón, un contenedor interno con cinco cargas de disparo automático para cartuchos de cincuenta y un milímetros y un alcance efectivo de mil metros, eran características técnicas que, aunadas a la exactitud de la mira, la sensibilidad del gatillo y equilibrio entre el largo del cañón y el peso de la culata la hacían una compañera ideal para las operaciones que exigían precisión y largas esperas. Era un arma especial, diseñada por la infantería de marina y construida por la Remington para el uso de las tropas especializadas de tiradores.

El hecho de que sólo se las asignaran a tres soldados de la unidad élite de antiterrorismo convirtió al trío en una supraélite de toda la Fuerza de Defensa con los resquemores y privilegios que esta distinción conlleva. Era un arma verdaderamente letal, concebida para matar y no para amedrentar, de allí que el sargento puertorriqueño que los instruía sobre el uso y mantenimiento del arma les advertía con cierta malicia, pero también con preocupación:

—Cuando vayan a disparar con eso asegúrense de querer hacerlo. Esta no es una escopeta ni un arma de asalto común, esta es la más precisa y mortal arma de cacería que se haya construido. Una vez disparada, tras la mira solo espera la muerte.

No obstante, esto no le preocupaba, estaba seguro de que nada ocurriría y que esta no era más que una de las tantas maniobras de entrenamiento y alerta que se hacían durante el mes para mantener en actividad a los hombres, pero lo que no le agradaba era el lugar escogido para el ejercicio, pues a ellos les había tocado la peor parte de la operación. Porque la verdad era que, a las tropas de la Compañía Pumas, que eran los responsables del cuartel, los habían dejado cubriendo las edificaciones principales, las azoteas y las garitas de observación; bien cubiertos y libres de las plagas de mosquitos y chitras que invaden las nocturnas humedades de esa parte de la bahía. A ellos, que eran los mejores tiradores de toda la Fuerza, los habían colocados de francotiradores en un operativo que sólo servía para mantener en alerta la guarnición, porque como siempre las cosas no pasaban de ahí. Ellos siempre jodidos en esos inútiles y prolongados acuartelamientos y los oficiales tomando whiskey en su club refrigerado. Apenas terminará esa situación, y ya se lo había prometido a su madre, buscaría otro trabajo y se dedicaría a proseguir sus estudios de arquitectura en la universidad, pues estaba convencido de que esa vida de cuartel no era para él. Con ese pensamiento pendiente de conclusión se dio un mecánico bofetón sobre la mejilla izquierda para aplastar un gigantesco mosquito que desparramó una mancha sanguinolenta sobre la piel.

Con la mejilla enrojecida, más por la ira que por el dolor, con los ojos ardientes por las contenidas lágrimas y un nudo en la garganta que amenazaba con asfixiarlo descendió las escaleras golpeando con el puño los desgastados barandales. La mano derecha de Carolina sobre su rostro fue la respuesta única y contundente a sus reclamaciones, pues no podía entender que ella, tan identificada con sus posiciones políticas y principal motivo de sus aspiraciones, ahora, tal como le había dicho el cabo Pablo Luna, estuviera parada con otras mujeres a la entrada de la Base de Howard para citarse con los soldados norteamericanos acuartelados como consecuencia de la tensa situación política. Decenas de muchachas, con brillantes y ceñidos pantalones de licra o pronunciados escotes con prometedoras tentaciones, se situaban todas las noches en la entrada de las bases con la esperanza de poder hacer contacto con el novio transitorio o, en algunos casos, de encontrar un cliente casual que solucionara sus pasiones en el asiento trasero de un automóvil. Cuando el cabo Luna, que había sido comisionado para que se paseara como taxista por las inmediaciones de las bases al otro lado del Puente de las Américas, le había dicho, más con ironía que con respeto, de la presencia de Carolina en la salida de Howard, su reacción inicial de incredulidad cedió paso a una incontenible ira, pues el cabo no se atrevería a una broma como esa y, además, la conocía bien pues lo había acompañado como conductor en innumerables visitas a la casa de su novia.

No comprendía el sentido de esa operación táctica, pues no era posible que él estuviera acostado bocabajo mirando la marea descender hasta el nivel de la lama, con la cara embetunada de negro y carcomido por chitras y mosquitos; mientras al otro lado de la plazoleta que circunda las ruinas de la torre de la antigua iglesia de San José, una pareja de enamoradas se zarandeaba prodigándose caricias sobre el empedrado de la Calle del Obispo. La más elemental lógica en materia de movilización de tropas indicaba que era imposible un desembarco de hombres en esa área de la Bahía, pues el extenso meandro cubierto de lama pestilente y surcado por corrientes de aguas contaminadas procedentes de los ríos Matadero y Gallinero, impedirían el acceso al Cuartel de Panamá la Vieja y harían blancos fáciles a las tropas que quisieran llegar ya sea por desembarco marino o en helicópteros. Hasta los piratas encabezados por Henry Morgan en el siglo diecisiete lo comprendieron, por eso se tomaron el Fuerte San Lorenzo en el Atlántico, recorrieron en canoas el Río Chagres para atravesar el Istmo y caminaron entre mosquitos y serpientes desde el caserío de Cruces hasta la ciudad para poder realizar el ataque. Cómo carajo a ese mayor se le ocurría que si los gringos iban a atacar lo harían por ese pantanal de lama y aguas podridas, con la cantidad de información topográfica que tenían y el detalle de las informaciones que les mandaban continuamente sus satélites. A fin de cuentas, eran ganas de la oficialidad de mortificarlos para mantenerlos en un estado de alerta que estaba acabando con la paciencia, los nervios y la salud de las tropas.

Nunca pensó que las cosas cambiaran de esa manera, pues desde que entró a las aulas del Instituto Militar Tomás Herrera su noviazgo con Carolina había sido una promesa amorosa inquebrantable. Ella aguardaba ansiosa sus salidas mensuales y disfrutaron a plenitud las vacaciones con paseos, fiestas y románticos encuentros en Las Bóvedas o en las arboledas de las edificaciones de Balboa. Todo estuvo cubierto con una aureola color de rosa, e incluso ella fue una febril partidaria de su ingreso a la Unidad Especializada Antiterrorista, en donde había sido recomendado por su extraordinaria puntería y por la habilidad natural en interpretar planos y diseñar estrategias de acceso a edificios e instalaciones. Todos, especialmente sus superiores, le auguraban una exitosa carrera militar y se vislumbraba su próximo ingreso a la Escuela de Oficiales. Sin embargo, con las cosas tan complicadas en los últimos dos años, la zozobra de los golpes militares, la creciente oposición política al régimen y ahora con la abierta amenaza de una intervención norteamericana todo se había echado a perder, incluyendo sus sueños de felicidad con la mujer que amaba.

Sueños e ilusiones quebrados al calor de los sucesivos estados de alerta, largos fines de semanas de permanencia cuartelaria y operaciones secretas que impedían la comunicación con la mujer de sus sueños. Al principio Carolina comprendía con resignación los sacrificios a que se sometía y lo alentaba a seguir, pues eran los requerimientos de una carrera que era la aspiración de muchos jóvenes en ese momento crucial de la vida política del país. El poder y el bienestar eran la parte complementaria de los sacrificios y esperas, de las desveladas nocturnas y el frío de la noche calando los huesos. Sin saber por qué, como un fino hilo que se debilita poco a poco, el cálido soporte que brindaba el amor y la comprensión cedió ante la desesperación, las ausencias inexplicables y la distante ceremonia nupcial. Sin saber en qué momento la idílica relación se fue diluyendo y ella dejó de reiterar las llamadas al cuartel o bien se negaba a responder las pocas veces que él podía hacerlo desde los lejanos puntos de entrenamiento en la selva o de los operativos defensivos en otros cuarteles. Como la marea en repliegue, ese dulce apasionamiento fue dejando a su paso sólo los vestigios calcáreos de su húmeda estadía, la soledad se instaló en el alma y su mirada se limitó a percibir la silueta del mundo tras la mira de su Remington M24.

Lo más duro, y que en verdad le corroyó el alma, fue el darse cuenta de lo que estaba ocurriendo a sus espaldas, mientras él hacía esfuerzos sobrehumanos por la defensa del país. Un domingo en la noche, bajo una torrencial lluvia, aprovechó un permiso para visitar a su padre que estaba en el hospital y decidió darse una vuelta por la casa de Carolina, en el viejo edificio de apartamentos de Calidonia. Lo que menos esperaba, pues los permisos a los soldados gringos estaban restringidos por sus propios oficiales por razones de seguridad, fue encontrarse arrellanado sobre un sofá un muchacho rubicundo y de grandes ojos azules, cuyos cabellos se esparcían abundantes bajo una gorra militar de la Brigada 193 del ejército norteamericano acantonada en las riberas del Canal. Al abrir la puerta, como un resorte liberado de una gran presión, Carolina se lanzó sobre él y lo empujó hacia el pasillo, con los ojos desmesurados, las manos crispadas, un susurro inaudible y voz temblorosa le preguntó:

—Tú qué haces aquí a estas horas? ¿No me habías dicho que estarías "encuartelado" toda la semana?

—Eso mismo te pregunto a ti, ¿qué coño hace ese gringo cabrón en tu casa?, ¿por esa vaina era que no me llamabas al cuartel ni te preocupabas por saber dónde yo estaba. —replicó con voz temblorosa por la sorpresa y la ira.

—¡Mira, Tito! —interpeló azarosa. —Ese muchacho es muy buena gente. Lo conocí en una fiesta en la casa de mi prima Gertrudis y se ha hecho amigo de la casa y no lo voy a echar por esas rabietas extremistas y ese odio furibundo que ahora le has cogido a los gringos. Él es un buen amigo y nada más. Ven para presentártelo, se llama Bill Compton y es teniente de artillería.

—¡Que mierda me vas a presentar a ese hijo de puta… ¡Esos cabrones lo que quieren es invadirnos y pasárselas a todas ustedes por los cojones! —ripostó con voz enérgica cargada de odio. —¡¿Resulta que ahora no entiendes lo que está ocurriendo y te has dedicado a ser agente de buena voluntad?! ¡¿Tú crees que yo soy pendejo?! ¡¿Que no sé de todas tus paradas nocturnas en la entrada de Howard con el poco de putas que van a esperar a los gringos para cogerse en los carros protegidos por la Policía Militar?!

—¡Eres un desgraciado! ¡Lárgate de mi casa! —gritó ella en un desenfrenado acceso de ira y humillación—. ¡No quiero verte jamás ni saber de tu vida! agregó mientras descargaba una sonora bofetada sobre su mejilla derecha. Anonadado, dando tumbos, con la garganta apretada, la cara ardiendo de vergüenza y los ojos cargados de lágrimas, descendió la escalera, subió al carro militar y dejó que el cabo Luna lo condujera al cuartel sin siquiera darle la cara.

Tras el lente de la espera

La marea había descendido a un nivel en que la lama, brillante por los reflejos de las luces de las casas vecinas, dejaban aflorar las rocas y tocones apresados en el suelo fangoso. El extenso meandro se extendía borroso bajo la oscuridad que empezaba a descender sobre la confusa ciudad, dejando en su superficie ligeros reflejos opalescentes. Estirando las piernas y colocándose de costado para airear el vientre, colocó la culata del Remington sobre el hombro y presionando el rifle entre las manos comenzó a juguetear haciendo ajustes con la mira, apuntando a los troncos que se recortaban sobre el nivel de la bajamar y disparando al imaginario enemigo con entrecortados sonidos bucales, calculando la línea que marcaría el kilómetro de alcance efectivo del arma.

Recordó la visita a la Feria de La Chorrera, acompañado de Carolina y la solicitud que ésta le hizo para que disparará sobre una hilera de porfiados en una de las tiendas de juegos en donde el premio mayor era un inmenso peluche de Oso Panda con un pelaje suave y sedoso. Más por diversión que por afán de demostrar su pericia con las armas, disparó con precisión sobre la primera hilera de porfiados que se doblaban por el impacto haciendo sonar una campanilla, para levantarse inmediatamente por la acción de los resortes. El tendero, retándolo con un pequeño peluche en la mano lo instó para que se aventurara sobre otra hilera de muñecos más pequeños y distantes. Con la misma precisión hizo sonar una tras otra las campanillas ante los ojos atónitos del mercader, quien le pidió, más como un reto que como promoción del negocio, que se atreviera de verdad con la última hilera, una formación de diminutos patitos amarillos y negros establecidos a una distancia mayor que las dos primeras filas. Colocándose firmemente el pequeño rifle sobre el hombro y concentrado plenamente en el punto de la mira y el cuerpo del objetivo, fue doblando con menos rapidez, pero no con menos precisión, cada uno de los animalitos entre el aplauso de los espectadores que se habían congregado sobre la tienda admirados por la pericia del tirador. Sonrientes, él con unas artesanías compradas para su madre y Carolina con un algodón de azúcar en una mano y un brazo sobre el torso del gigantesco Oso Panda, abordaron un autobús hacia la ciudad ante la mirada hosca del conductor por el tamaño del inanimado pasajero.

Ahora, aterido de frío rumiaba los recuerdos dispersos entre sus brumosos pensamientos y la imagen de Carolina era percibida como una difusa presencia en su memoria a pesar de que sólo habían transcurrido un par de meses de su separación. El odio y el amor condensados en su mente febril constituyeron los pivotes con los que analizaba la situación política del país y su verdadero papel dentro de las Fuerzas de Defensa. La original convicción de la necesidad de defender la patria fue cediendo paso a un odio visceral a un enemigo que él simbolizaba en los cabellos rubios y los grandes ojos azules del norteamericano, cuyo difuso rostro trataba inútilmente de recordar. Su amor a Carolina impedía que sus resentimientos tomaran carta de naturaleza en contra de la muchacha, por la cual sentía todavía un tierno sentimiento entremezclado con dolorosos recuerdos y una manifiesta compasión. No obstante, el odio se había concentrado y tomado magnitudes insospechadas en la casi desconocida personalidad del soldado a quien sólo había visto por unos segundos. Breves instantes suspendidos en la interminable sucesión del tiempo, pero que adquirieron suficiente peso para cambiar su pasado, su presente y su futuro. El odio se constituyó en una forma de asimilación del mundo, ese mundo abstracto e inasible, ahora reducido a un espacio en la desembocadura del Canal convertido por las circunstancias en el epicentro de las pasiones políticas del continente, y que él, Tito Suira, se negaba a compartir con la imagen de un desconocido escondido como él entre la maleza o los médanos de la ribera esperando igualmente el momento que una orden, una declaración o un incidente casual desencadenara esos temores escondidos bajo la humedad de los chalecos.

Los pasos del capitán se hicieron sentir sobre las piedras sueltas del emplazamiento, con el cuerpo doblado y jadeante se acercó a las unidades que se encontraban distribuidas sobre el área y las hizo llamar con un susurro sólo perceptible por la sensibilidad del entrenamiento. Alrededor de la figura agazapada del oficial se concentraron los seis hombres que formaban parte de la patrulla para escuchar las nuevas órdenes. Con voz apagada, como si le faltara la respiración, un rostro indefinido por la oscuridad inició una serie de instrucciones a los subordinados como si se tratara de asignaciones en un salón de clases.

—Tello, Ardines y Chase, ubíquense a diez metros uno de otro al extremo de la punta, más allá del árbol de corutú y mantengan la vista fija sobre el nivel de la marea, no disparen ni hagan movimientos hasta que reciban las instrucciones por la radio. Mantengan la misma frecuencia en que se les entregó y no hablen con nadie hasta recibir las órdenes.

—Suira, Vásquez y Cáceres, ustedes manténganse en esta misma posición, entre estas ruinas y el Corotú, casi a la misma distancia de diez metros y cubran un ángulo visual de ciento ochenta grados. Inteligencia militar tiene información de un ataque por esta área, así que preparen sus armas, apunten bien a los objetivos y esperen las órdenes por radio, igualmente en la misma frecuencia y no hablen. Sincronicen sus relojes, son las once y treinta y siete minutos.

Los seis hombres fijaron su mirada en los relojes, apenas iluminados por la fotocelda de la carátula. Una vez terminado el instructivo el oficial les entregó unas barras de chocolate y con voz solemne sello la conversación con un "Todo por la patria" al que los soldados respondieron casi imperceptiblemente. Agazapado, casi reptante, el oficial se regresó hacia las edificaciones y su silueta se perdió entre la cerca de ciclón y la mole de concreto del cuartel, mientras que de la misma manera los soldados procedían a buscar una posición adecuada para cobijarse.

El tiempo y la oscuridad adquirieron una pesada densidad bajo el coágulo deforme de las nubes y la dispersa superficie de la ensenada, sobre la que se adivinaba la extensa masa de lama y aguas pútridas. Con la mirada en los puntos muertos del paisaje y las manos sudorosas sobre la culata del Remington M24, hurgando los esporádicos brillos de la noche, venteando el aire frío cargado de insalubres olores marinos, escuchando el ronronear de los cangrejos en búsqueda de resquicios y agujeros, trataba de adivinar las posibles áreas de un desembarco que a todas luces tendría que ser con helicópteros. Consideraba con incredulidad lo absurdo de una operación de desembarco en que las opciones de llegar a tierra en medio de ese pantano y con la cantidad de tiradores dispersos sobre la costa eran casi nulas. También pensó en la posibilidad de un bombardeo de saturación antes de iniciar el ataque para despejar la playa y las consecuencias que tendría sobre las miles de personas que ignorantes de lo que ocurriría dormían entre las humildes casas de los alrededores.

Sus preocupaciones pasaron a segundo plano cuando sintió el sonido insistente de motores que se esparcía progresivamente en el espacio oscuro e impenetrable, la irrealidad del momento y la expectativa ante lo desconocido lo tensaron como una varilla de acero y le hizo amartillar automáticamente el arma luego de confirmar la posición del proveedor. En espera de las órdenes por la radio portátil que se retrasaban interminablemente, sus neuronas saltaron cuando un misil, casi a ras de la superficie estalló contra la parte baja de la guarnición, haciendo saltar convertidas en chispas las pesadas moles de roca basáltica que servían como rompeolas. Casi de inmediato dos, cuatro, seis luces de bengalas disparadas desde el cuartel se colgaron sobre el cielo esparciendo una luz azulada sobre la superficie fangosa. Asombrado, incrédulo, casi sin poder comprenderlo, contempló las hileras de hombres armados hasta los dientes, forrados con un voluminoso equipo militar y protegidos por gruesos cascos con orejeras que hacían esfuerzos inútiles por salir de las marismas de lama y aguas pútridas en las que se habían sumido hasta las rodillas. Tres helicópteros suspendidos en medio de la oscuridad hacían esfuerzos por proteger a los hombres, mientras que los demás, en una falta de previsión incomprensible, desembarcaban más tropas en la sombría soledad del pantanal.

Con el arma ajustada sobre el hombro, la barbilla apenas reclinada sobre la culata, el ojo fijo tras la mira telescópica, apuntó cuidadosamente en espera de que se diera la orden de disparar por la radio. Fracciones de segundo que parecieron eternos, cuando una voz ronca que no pudo identificar grito al otro lado del aparato

—¡Acaben con esos cabrones, tiren a discreción! Y luego un silencio total como si la señal hubiera sido interrumpida por un rayo.

Firmemente apretó el rifle e hizo el primer disparo. Del otro lado de la mira, con los últimos destellos de la luz de bengala, pudo observar un muñequito que se doblaba lentamente y caía sin ruido sobre el colchón de lama. Luego de los primeros disparos, en que la incertidumbre y la angustia se hicieron patentes en la selección del blanco, fue invadido por en una desenfrenada pasión que le salía desde el centro del pecho y se descargaba en ligeros movimientos, cada vez más rápidos, del dedo índice sobre el gatillo. Uno y otro disparo con la precisión lograda sobre los patitos porfiados de la Feria de la Chorrera, con la particularidad de que estos blancos, a diferencia de aquéllos, no tenían ningún resorte que los levantara nuevamente. Incesante, cuidadoso en la precisión de cada movimiento, disparaba sobre las siluetas de torpes movimientos, no con la percepción de estar defendiendo un principio resumido en una frase que para él había perdido significado, ni con la convicción escolar de un discurso político. Sus músculos, sus manos, su mirada y su pensamiento estaban concentrados en los rostros embetunados de esos hombrecitos atascados y distantes, pues lo que buscaba en ellos, en medio del caos y la oscuridad oscilante, era el cabello rubio y los ojos azules de Bill Compton.

El autor
Pedro Luis Prados

Escritor y crítico de arte. Se ha desempeñado como catedrático de Filosofía y Estética y ha ocupado cargos de responsabilidad en Cultura y Educación.

Paralela a su preocupación por los temas de la Filosofía Contemporánea, Estética e Historia de la Cultura, su producción aborda temas vinculados a las tradiciones, mitos y costumbres y su incidencia en la construcción de la conciencia valorativa de la sociedad.

En dos ocasiones ha sido merecedor del Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró, en la sección cuento, con Bajamar (1997) y El otro lado del sueño (2002).

Ha publicado un gran número de artículos y ensayos sobre arte y estética en catálogos, periódicos y revistas nacionales y extranjeras.

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