El canto de la muda

Actualizado
  • 14/03/2020 06:00
Creado
  • 14/03/2020 06:00
Cuentos y Poesías del 14 de marzo de 2020

Tan inmune se había vuelto al mismo castigo que, al bajar, el crujido de sus pasos sobre los escalones desgastados marcaba el tempo de nuevas melodías sin recordarle la mala noche que tenía por delante. Aminoraba o aceleraba la marcha hacia el húmedo vientre del sótano según el compás de la estrofa, del coro, de la trova infinita que aquella oscuridad inspiraba.

Confinada en el subsuelo del hogar, su padre descansaba de los penosos cantos nocturnos que lo atormentaban hasta el insomnio; se volvía especialmente irritable aquellas noches en que, pasado de tragos, volvía a su cama mustia y escuchaba aquel profundo lamento colándose a través de cada muro y rendija, con ese olor a musgo y resina que lo solía acompañar. Entonces se quitaba sus botas sucias y las lanzaba contra la pared compartida mientras profería un ininteligible improperio, solo logrando subir el volumen de aquel canto pavoroso que le erizaba la nuca.

En el pasado había intentado silenciarla a bofetadas. La golpeó tan brutalmente que uno de sus pequeños dientes salió volando. El sonido exacto de la pieza dental al estrellarse contra el vidrio fue reproducido una y otra vez por la voz de la niña, intercalado con estrofas de pasajes sangrientos.

Desde entonces, cuando la borrachera no era suficiente para suprimir los nervios que le causaban sus alaridos melodiosos o para caer rendido y sumergirse en dantescas pesadillas (musicalizadas siempre con aquellos cantos amargos), salía energúmeno de su cuarto, dando traspiés hasta llegar a la habitación contigua y –temeroso, desde el otro lado de la puerta– vociferaba el único castigo que lo dejaba dormir “¡Ándate al sótano y no salgas hasta que te hayas callado la maldita boca!”.

Impertérrita se levantaba Catalina del colchón con sus movimientos parsimoniosos al ritmo de su himno fúnebre y como sonámbula atravesaba el pasillo sin dejar de cantar; su voz rebotaba contra los muros percudidos, sus retratos de antaño, sus pinturas ingenuas de paisajes sombríos. La larga bata le cubría hasta los pies y, cuando descendía por las escaleras de caracol que llevaban a la planta baja, parecía flotar en espiral, como aquella bailarina del joyero de su madre.

Al escuchar el chirrear de la puerta enana del calabozo, su padre empezaba a sentir la calma, a disipar sus miedos. Allí, internada en las tinieblas del sótano, se acurrucaba en un rincón hasta que sus cuerdas vocales paraban de recibir aquellos incontrolables estímulos. Finalmente, sucumbía ante el cansancio de su alma atribulada y sobre el piso frío se quedaba dormida, enredada entre telarañas y custodiada por unos pocos roedores e insectos.

Cada mañana su padre salía recién lavado con su escaso pelo húmedo peinado hacia atrás remarcándole las entradas; con su combinación repetida de pantalón café, camisa azul, aparatosas botas grises a juego con el cinturón de cuero; con nuevos y pequeños cortes decorando su rostro, cortesía de la vieja navaja amellada herencia de su padre, su abuelo, bisabuelo... Solo eso –más el anillo que llevaba en su meñique regordete, un álbum de fotos viejas y polvorientas, un par de hachas y el preciado terruño donde se erigía su rancho de madera– le había quedado de varias generaciones de leñadores.

Cuando se rasuraba frente al pequeño espejo de bordes oxidados puesto sobre el lavabo, recordaba de manera inevitable y con amargura que esa preciosa navaja sería enterrada junto a él. Y es que todo indicaba que con él caducaría la tradición de incontables generaciones de machos vernáculos que engendraban a otros machos vernáculos a quienes pasaban el apellido, el oficio, sus escasas pertenencias y, sobre todo, su virilidad. En mala hora se había casado con aquella mujer extranjera, blanca y débil que murió tan joven, dejándole solo un pequeño monstruo en edad temprana y ningún varón. Después de enviudar tuvo un par de mujeres más –presas de su innegable atractivo–, quienes tras unos pocos meses salieron huyendo temerosas de la extraña criatura que ese hombre tosco había engendrado. ¿Qué problema mental tendría aquella niña que cada noche entonaba esas espeluznantes melodías? ¿Qué maldición habría caído sobre esa desgraciada familia de dos?

Herminio no sabía qué era mayor: la frustración de no tener un heredero, el desprecio por su hija rara o el miedo que le tenía. Hace dieciséis años una carreta se había parado frente a su casa pasada la media noche; con escopeta en mano salió a recibir a la inesperada visita. La señorita Graciela bajó del carruaje con un bulto en los brazos. Al abrir la puerta principal la descubrió con cara de pánico y sendos lagrimones inundándole el rostro; desde aquel bulto se escuchaba un llanto acompasado y terrorífico que transmitía los más negros sentimientos.

—Lo siento mucho, Herminio. No nos la podemos quedar. Los demás niños están muy alterados desde su llegada. No para de... ¿chillar? Todos estamos enfermos, ¡hasta las nanas! Solo ella está sana –dijo al mismo tiempo que le extendía a la beba en brazos.

Con funesta expresión, Herminio recibió a su hija de vuelta, arropada en el aura certero de las maldiciones perpetuas.

Catalina lo esperaba muy temprano junto al fogón –curiosa de los nuevos cortes que poco a poco le desfiguraban el rostro anguloso y bronceado a su papá– con el desayuno listo y servido: gachas o, en su defecto, una humeante sopa de repollo acompañada con un vaso de chicha. Al terminar, y justo antes de partir, un café negro y cargado. El chirrido de la silla al levantarse o un sonoro eructo era casi siempre lo que recibía como despedida. Cuando no, era una orden: “Barre las hojas del patio, a menos que quieras tenerlas de cama esta noche”. “Para la cena hornea pan. ¡Que no se te queme, maldita sea!”.

Una mañana, Pilar detuvo a Herminio en su camino al trabajo.

—¡Herminio! –le gritó a unos cuantos metros de distancia. El hombre se detuvo más por curiosidad que por cortesía. Ninguna de sus vecinas le solía dirigir la palabra. Con su expresión hosca esperó que la mujer se acercara sin él dar un paso para acortar la distancia.

—Catalina ya no habla. Hace más de un año que no le escuchamos la voz. No le habla ni al tendero para ponerle la orden. Solo espera que le entregue los paquetes de costumbre sin siquiera levantar la mirada del piso o pronunciar palabra. Además, está cada vez más flaca y ojerosa, ¿qué le ha pasado a esa pobre niña? –con ojos acusadores buscaba algún resquicio de culpa en la cara grande de su interlocutor. Todavía respiraba entrecortado por alcanzarlo a la carrera.

—Resulta que ahora es muda, la condenada, y de paso, ¡por mi culpa! ¡Deberías llevártela una noche a tu casa para que le escuches la maldita voz! –soltó al mismo tiempo que reanudaba la marcha y dejaba a Pilar con la palabra en la boca.

Con su hacha al hombro, Herminio iba furibundo pensando en el atrevimiento de esa bruja por inmiscuirse en sus asuntos. De repente, cayó en cuenta de que no recordaba haberle oído la voz a su hija más que cuando de noche entonaba sus tétricas piezas. Se alivió al pensar que, de todos modos, no tenía sentido comunicarse con esa pequeña bestia.

Aquella alborada de junio Catalina abrió por primera vez en años el viejo escaparate de su madre. Como por instinto tomó un hermoso vestido de volados y encajes que tenía ilusión de lucir. Mucho había esperado por ese bendito día. Pasó sus manos trémulas sobre cada centímetro de tela, zurciendo con esmero los pequeños hoyos de costuras idas y mordiscos de polillas.

Se bañó con agua caliente hervida en el fogón y se frotó muy bien la piel con un estropajo nuevo, como queriendo remover la fina capa celular que hasta hoy la cubría. Lavó su larga cabellera también, le untó un aceite aromatizado con hierbas y se hizo un moño perfecto recogido en la nuca. Se enfundó por fin en la prenda reformada a su medida, luciendo espléndida y a la vez sombría. Al mirarse en ese único espejo pequeño y oxidado puesto sobre el lavabo, le pareció reconocer la mirada de su padre en sus propios ojos. Apartó rápido la vista de su reflejo y pensó que quizás el pelo estirado hacia atrás no le quedaba bien.

En el patio juntó un ramo de flores silvestres. Sosteniendo entre sus manos un buqué de los colores más pálidos del jardín, salió por la puerta principal de la casa. Pilar y el resto de las vecinas que se encontraba a su paso detuvieron sus quehaceres para mirarla con una mezcla de lástima y ternura. Algunas la siguieron con la vista mientras caminaba con su cabeza erguida hacia las afueras del pueblo, envuelta en una nube de polvo. Otras se le unieron en procesión.

A paso lento y decidido, bordeó los cultivos de maíz hasta llegar al centro. Caminó frente a la panadería, la botica y el mercado. Los tenderos y transeúntes la miraban con solemnidad, hacían reverencias, se quitaban las cachuchas sudadas en un gesto de respeto que ella no llegaba a enfocar, pues a todos los veía solo de reojo.

Al pasar junto a la fuente se detuvo. Era un día muy caluroso y la iglesia aún estaba a un par de kilómetros. Su destino final, un poco más lejos. Doña Matilde, la costurera, le extendió un vaso de agua con una media sonrisa en los labios, admirando con descaro el entallado vestido. Bebió el vaso en dos tragos, mojó su pañuelo en el chorro y se refrescó el cuello y la frente mientras retomaba la marcha.

Frente a la taberna hizo su segunda parada. Un cortejo de hombres vestidos con sus mejores trajes oscuros, viejos y remendados, dejaron sus tarros de cerveza sobre el mesón cuando la vieron aparecer. Apurados se limpiaban los restos de espuma del bigote, se sacudían las migas del chaleco y algunos ya se tambaleaban al incorporarse. Ella los esperó paciente hasta que hubieron salido todos y, cual escolta real, se sumaron a su peregrinación.

La ceremonia de la iglesia fue breve, tal y como su padre hubiese deseado. Del brazo de un hombre fornido y de ancha espalda –típico de su oficio de leñador–, junto a los escasos presentes que se le unieron en el camino y al cura del pueblo, Catalina salió por la puerta principal de la iglesia cuando todavía sonaba el órgano al fondo, rumbo a la próxima parada, la inevitable.

Bajo el sol de mediodía, el vestido de Catalina absorbía el calor de todos sus rayos. Parada a un lado de la fosa donde su mirada yacía hundida, esperaba con los labios fruncidos que bajaran el burdo cajón de madera donde una navaja, un álbum de fotos, un par de hachas y un anillo acompañaban al cuerpo inerte de su padre.

Lanzó las flores pálidas sobre el último cerro de tierra que cubrió la tumba y, de repente, los bien conocidos impulsos indomables la sorprendieron activando sus cuerdas vocales a plena luz del día, poseyéndola una vez más. Un descarnado verso melodioso brotaba de sus labios como fuente de agua fresca, contando una historia de futuro y renacer. Se cargó de inmediato la estancia de un penetrante olor a lavanda, camuflando la pestilencia característica de las muertes trágicas. Todos los presentes –incluidos los enterradores, hace años curados del dolor ajeno– lloraban a cántaros conmovidos por la afligida canción de Catalina.

Extendió su canto hasta pasado el atardecer; para entonces, todo el pueblo se encontraba tumbado en el pasto del camposanto desgarrando su espíritu al son de aquella canción maldita, embriagados por el perfume del espliego. Se oyó un grito cruel a lo lejos y el eco se desvaneció en la niebla.

Cuando el último de los presentes cayó tendido sobre las parcelas del cementerio, consumidos por el llanto, ya se asomaba una luna de plato. Catalina se enfiló hacia el camino de tierra y, sin mirar atrás, salió por vez primera y para siempre de su exangüe pueblo natal.

Autora
María Pérez Talavera

Narradora, bibliotecaria y especialista en ciencias de la información. Ganadora del VI Premio Sagitario Ediciones de Novela Corta 2019, con la novela 'Eran de madera'. Autora de 'Umbrales líquidos', libro de cuentos publicado en Panamá por Foro/taller Sagitario Ediciones en 2015, y co-autora de las antologías de cuentos: 'De un tiempo a esta parte (Asamblea de nuevos cuentistas en Panamá)', [Foro/taller Sagitario Ediciones, 2016]; 'Puesta en Escena (Compilación de mujeres cuentistas de Panamá 2005-2018)', [Editora Géminis, 2018]; y 'Evidencias (6 cuentistas venezolanos residentes en Panamá)', [Foro/taller Sagitario Ediciones, 2019]. Sus cuentos y ensayos han sido publicados en las revistas 'Maga' (Panamá, 2015, 2018, 2019), 'Panorama' (Copa Airlines, 2015) y en diversas publicaciones digitales

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