David el poeta ha regresado. Estuvo unos meses oculto entre libros. En su casa no estaba. Tampoco fue a esconderse en la biblioteca municipal, entre otras cosas porque eso le habría causado una alergia de tres pares de cojones —como dice mi amigo León, español del norte, de pura cepa— por las termitas, el polvo y el abandono en que se encuentran los libros y el edificio que los alberga, y esto lo habría mandado, inevitablemente, al hospital, tosiendo y, claro está, maldiciendo y recitando versos vallejianos (aunque no lloviera y no fuera París), para después morir en manos de algún doctorcito interno de no más de veinticinco años, lo cual, está muy de más decirlo, habría sido la peor forma de morir para David el poeta, pues de todos es conocido el odio (no tan infundado) que les tiene a los doctores, en especial jóvenes, ya que fue en manos de estos que su abuela —la única persona que ha querido David en su desgraciada vida— peló el bollo (aunque ya se sabe que la abuela bollo, lo que se dice bollo, no tenía; la dejaron morir, purita y descarada negligencia, asegura David, tanto borracho como jumado (que no es lo mismo estar borracho que jumado).
No, David no estaba oculto en la biblioteca, pero sí estaba entre libros. Lo sabemos porque nosotros mismos lo vimos salir de su casa cargando unas bolsas llenas, pues, sí, de libros, y, como David no tiene carro, ni dinero para pagarse un taxi, mucho menos un bus, le dimos un bote («aventón», para los extranjeros que puedan estar leyendo), y lo dejamos en la piquera (estación) de buses , no sin antes darle algo de dinero para el pasaje y para que se comprara algo de comida, aunque sabíamos de antemano que ese dinero se lo gastaría en cerveza, ron, whisky, aguardiente, gin, vino y, para no dejar, algo de chirrisco, a pesar de que, esto también hay que aclararlo, no le dimos más que cinco dólares, porque una cosa es ser caritativo y otra muy diferente es ser alcahueta.
La cosa es que nuestro poeta David está de vuelta, malhumorado, etílico e impertinente, triste y escandaloso y, también, cuando le da la gana, silencioso y huraño. Nosotros, obvio, lo dejamos ser, porque sabemos que cuando muera le dará gloria a nuestro pueblo.
Hay que reconocer que escribe muy bien. David ha venido a este mundo a escribir. Nada más. Y, de vez en cuando, a criticar. Nos ha dicho, por ejemplo, que detesta a su vecino. El papá del vecino, nos ha contado después de tomarse seis cervezas rompepecho y una botella (y media) de ron, pateó el balde (juramos que David ha usado esa expresión), y el tipo se puso a limpiar su casa (la suya, no la del papá muerto), luego salió a cortar el pasto de su patio. Y cómo me jodía el ruido de la puta máquina todo el día. Luego fue al campo de béisbol a podarlo entero, luego fue y cortó y arregló no sé qué árboles en el parque, luego hizo esto y lo otro; y luego, luego, luego y nunca un finalmente. Pedazo de ahueva'o.
Yo no hice eso cuando mi abuela peló el bollo (juramos que David ha usado esa expresión), sino que me puse a leer, escribir y a leer de nuevo, y a beber un poco; me acostaba, por ejemplo, a las 4 de la mañana después de leer y leer y leer, escribir y escribir y escribir, y beber y beber y beber. Después iba al baño, me miraba en el espejo y apagaba la luz y trataba de no pensar. Finalmente (porque en mi caso sí estaba ese adverbio que lo clausuraba todo) me metía en lo oscuro.
Nosotros, admiradores de David, por supuesto que pensamos que David hace todo el tiempo esto que nos relata, no solo cuando murió su abuela. Lo pensamos, pero no se lo decimos. Lo dejamos ser. Es nuestro poeta. Ya quisieran otros pueblos tener un poeta como él.
POETA Y MÚSICO
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