• 03/10/2021 00:00

Blasfemia

Es necesario recordarnos a todos que la vida eterna de cada quién es un asunto entre su dios, sea este cualquiera que sea y él

El 30 de septiembre es el Día Internacional del Derecho a Blasfemar. ¡¿Pero hay un día para eso? ¡Ahora hacen días internacionales para cualquier pendejada! Pues no, miren que este día internacional a mí me parece de los relevantes. Y les voy a contar porqué. En un país donde estamos acostumbrados a poder hacer y decir casi todo lo que nos da la gana, no entendemos la importancia del derecho a pecar contra Dios sin que algunos hombres se crean paladines del honor divino.

Los que enfilan la lectura de mis columnas con un ojito medio abierto y el otro medio cerrado; ustedes, los que cada domingo se temen encontrar con ¿qué será lo que se le ha ocurrido a esta loca hoy? ¿Será este fin de semana de los poéticos y brillantes como un aullido melancólico a la luz de la luna? ¿Será este de aquellos hastiados y desolados, tristes y obscuros como boca de lobo?, ¿o me encontraré, dicen alguno de ustedes, queridos lectores, con una retahíla de exabruptos concatenados y trufados de expresiones malsonantes y execraciones?

Yo sé que muchos de ustedes me leen con el “¡Jesús!” en los labios y la mano derecha que sola cruza una y otra vez el torso en un compás de cuatro por cuatro. Yo sé que muchos creen, (creer es libre, oigan, márquense a fuego esta frase en la mollera, que la retomaremos más adelante), que lo que digo lo diría de forma mucho más elegante y acomodada al pedestal de una dama sin imprecaciones ni palabras dizque sucias.

Pero ¿saben qué? ¡Pues que vivimos en un país todavía libre en el que las irreverencias y los reniegos son un asunto entre mi dios y yo! Y solo a Él debo yo las explicaciones a mis palabras y maldiciones. Yo prefiero entenderme con el jefe directamente, pasando de manzanillos que se creen importantes porque les dieron las llaves y les dijeron que abrirían y cerrarían puertas y no son más que gorilas de discoteca o porteros de edificio de zona yeyé, hijo de la criada creyéndose nieto de la señora.

Ustedes, patanes, no tienen derecho a imponerme a mí vocabulario ni código de vestimenta, y si el Dueño, en el momento preciso decide mandarme al night club de enfrente, pues agarro mis muleles y me voy al antro, que de peores lugares me han echado. Pero es un tema mío, de mi alma inmortal (si es que aún me queda de eso) y del dueño del cotarro.

Ningún mulá barbón y enchilabado, ningún ensotanado con el cuello alzado, ninguna beata comesantos y cagadiablos, tienen por qué salvar mi alma. No se lo he pedido. No quiero ayuda. ¡Déjenme condenarme sola, vive Dios!

Esto que aquí nos parece claro como el agua de la tinaja, esto que nos parece un tema, como mucho, anecdótico, se convierte en otros países en un tema de vida o muerte para aquellos que a cuenta de un par de palabras mal dichas o mal entendidas pierden la lengua, la planta de sus pies o su vida. Sí, es necesario recordarnos a todos que la vida eterna de cada quién es un asunto entre su dios, sea este cualquiera que sea y él. Que nadie puede salvarte a la fuerza, mucho menos cuando esa salvación eterna implica el castigo o la muerte por exclamar irreverencias, juramentos o reniegos.

Y es esta ocasión propicia para recordarles a todos los que abominan de las blasfemias que con su empeño en poner a 'Dios primero', están faltando al 'No tomará el nombre de Dios en vano'. Amén… y amen.

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