Gaza y la censura universitaria en EE.UU., la mirada de una estudiante panameña

  • 29/05/2025 10:27
La tragedia palestina desató un huracán político en las universidades de EEUU. “La Decana” habla con una panameña en medio del debate en ese país, sobre la libertad del disenso en los campus y la presión desde la Casa Blanca

La llegada del otoño en la ciudad estadounidense de Ithaca suele traer consigo el crujir de las hojas secas bajo los pasos apurados de miles de estudiantes. Una urbe universitaria que alberga algunos de los centros de estudios más prestigiosos de la costa este de Estados Unidos. Espacios para la libertad de cátedra e ideas; o eso fue lo que pensaba hasta octubre de 2023 Samantha De León Sautu, panameña, médica y estudiante investigadora en la Universidad de Cornell.

El aire frío otoñal no era lo único que se colaba por los pasillos neogóticos del campus. Se trataba de otra frialdad, humana, que estremeció el alma del campus. Uno más profundo y visceral: el grito ahogado de una juventud que se niega a mirar hacia otro lado.

“Esto no empezó en la Universidad de Harvard”, cuenta Samantha desde el estado de Nueva York, vía Zoom con La Estrella de Panamá sobre las presiones que ejerce el gobierno de Donald Trump. “Harvard solo fue uno de los primeros espacios en defender su independencia, pero esto es mucho más grande. Lo que estamos viendo aquí es el síntoma de una enfermedad que ha estado incubándose por mucho tiempo”.

Desde el 7 de octubre de 2023, cuando estalló el más reciente y aún en pie conflicto entre Israel y Gaza, el mundo universitario estadounidense cambió para siempre. Las imágenes de los crímenes del Ejército israelí en la franja palestina se viralizaron, los muertos comenzaron a tener rostros, nombres, historias. Y con esa claridad dolorosa, llegó también la conciencia estudiantil. En Cornell, muchos estudiantes –incluidos aquellos con familiares en Palestina– comenzaron a protestar, a exigir que su universidad deje de invertir en empresas vinculadas al complejo industrial militar que abastece a zonas en conflicto.

Frente a ello, los alumnos organizaron referéndums, redactaron cartas, expusieron casos de discriminación y acoso. Denunciaron cómo mujeres musulmanas con hiyab eran agredidas en los pasillos, cómo se reinterpretaban símbolos culturales palestinos —como la sandía o el keffiyeh— como amenazas. Pidieron protección, exigieron transparencia, gritaron justicia.

Pero la respuesta, contrario a lo que esperaba de un espacio para la “universalidad de las ideas”, solo hubo represión. “Los arrestos comenzaron cuando los estudiantes se atrevieron a acampar. Vinieron con cargos criminales, suspensiones y medidas que no veíamos desde hace veinte años. Incluso fueron declarados personas no gratas en el campus”, recuerda Samantha.

El reclamo principal: que las universidades dejaran de respaldar la maquinaria de guerra contra la población de Gaza y Cisjordania. Para la investigadora, se trataba de algo ético esencial.

Dos discursos

En Cornell, una institución educativa con 160 años de historia, los estudiantes esperaban que la universidad fuera fiel a sus principios y defendiera la libertad de pensamiento y expresión en el campus. Pero, explica Samantha, esto no fue así, salvo solo con ciertos grupos.

El 2 de febrero de 2016, el alma mater publicó un comunicado titulado “Los fideicomisarios aprueban un nuevo estándar y proceso para la consideración de la desinversión”. Expresó lo siguiente: “La nueva norma establece que la junta considerará la desinversión de los activos de su fondo patrimonial de una empresa será únicamente cuando las acciones o inacciones de esta sean moralmente reprobables y constituyan apartheid, genocidio, trata de personas, esclavitud o crueldad sistémica contra la infancia, incluyendo la violación de las leyes sobre trabajo infantil”.

Pero las reglas únicamente se siguen cuando es conveniente, apunta la médica. The Progressive, una revista de Wisconsin, Estados Unidos, publicó el llamado de atención de un grupo estudiantil conocido con el nombre de Coalición para la Liberación Mutua (CML, en inglés) que exigió a Cornell que desinvierta su dotación de 10.000 millones de dólares de empresas cómplices de crímenes en Palestina, mismo llevaron a Israel ante la Corte Internacional de Justicia por los delitos de genocidio, el más grave en la jurisdicción de La Haya. El grupo reclamó, además, terminar con cualquier asociación con dichas empresas -muchas de estas israelíes y de otros países- y que se prohibiera la investigación sobre armas en el Instituto Jacobs Technion-Cornell, una compañía conjunta de la universidad con el Instituto Technion-Israel de Tecnología, cuyos trabajos aceitan la maquinaria de guerra sobre Gaza.

Cornell, con su lema de inclusión “Any person, any study” (“Cualquier persona, cualquier estudio”), se convirtió en escenario de una de las contradicciones más crudas. “La universidad invierte dinero en compañías que producen armas. Cuando los estudiantes lo denuncian, los suspenden, los arrestan, les cierran la puerta de su propia casa de estudios”, cuenta Samantha.

Para ella, cuya formación la lleva encontrar diagnósticos ante las dolencias de la gente, se pregunta si las instituciones también pueden “enfermarse”. Desde octubre, concluye que sí, en este caso, la enfermedad es la hipocresía. La del sistema educativo que promueve libertad de pensamiento, pero reprime la disidencia. La de las instituciones que ondean banderas de diversidad, pero invierten millones en industrias que financian guerras. La de un país que se dice defensor de los derechos humanos, pero que responde con represión cuando sus jóvenes piden coherencia.

Dentro del campus la decepción era doble, no solo por el castigo recibido por pensar distinto, sino también por el doble estándar aplicado.

En octubre de 2024, un estudiante sufrió un abuso sexual grave durante una fiesta de fraternidad por alrededor de tres personas. El escándalo conmocionó el campus, recuerda Samantha. Aunque se esperaban castigos ejemplares, los implicados fueron suspendidos sin cargos, sin arrestos, sin la etiqueta de “amenaza a la seguridad”. Volvieron después a sus clases. Tranquilos. Impunes.

“La diferencia es evidente”, sentencia Samantha. “Una cosa es alzar la voz por Palestina y otra cometer un crimen atroz. Y en este sistema, lo primero se castiga con más dureza”.

La era Trump

La llegada de Trump a la presidencia en enero de 2025 vino a endurecer aún más el panorama. Con la Orden Ejecutiva 14188, se institucionalizó una política que hace pasar toda crítica a Israel con antisemitismo. Se enviaron cartas desde la Oficina de Derechos Civiles de Estados Unidos a 60 universidades de las cuales se encontraban las de Brown, Cornell, Harvard, South Carolina y Yale.

El documento, con fecha del 10 de marzo de 2025, dictaminó lo siguiente: “La Oficina de Derechos Civiles (OCR) del Departamento de Educación de EE. UU. envió cartas a 60 instituciones de educación superior advirtiéndoles de posibles medidas coercitivas si no cumplen con sus obligaciones, según el Título VI de la Ley de Derechos Civiles, para proteger a los estudiantes judíos en el campus, incluyendo el acceso ininterrumpido a las instalaciones del campus y a las oportunidades educativas. Las cartas están dirigidas a todas las universidades estadounidenses que actualmente están siendo investigadas por violaciones del Título VI relacionadas con el acoso y la discriminación antisemitas”.

Pero las verdades, en estos casos, parecen contarse a medias. Lo cierto es que el Título VI de la Ley de Derechos Civiles sí se creó para proteger a estudiantes judíos, pero no solo a este grupo.

De acuerdo con un texto del Departamento de Justicia de Estados Unidos, el verdadero escrito dicta lo siguiente: “El Título VI de la Ley de Derechos Civiles de 1964 prohíbe la discriminación basada en la raza, el color y el origen nacional en programas y actividades que reciben asistencia financiera federal”.

Y la maquinaria comenzó a girar. En cuestión de meses, al menos 300 visas estudiantiles fueron revocadas. Algunos fueron deportados. Otros, como Momodou Taal, prefirieron irse antes de ser silenciados para siempre.

Momodou era parte del movimiento. Su visa fue revocada por participar en una demanda contra la administración Trump por sus acciones contra manifestantes estudiantiles propalestinos. Taal, ciudadano con doble nacionalidad del Reino Unido y Gambia, dijo en X que tomó la decisión de salir del país “libre y con la cabeza en alto”.

“Dado lo que hemos visto en Estados Unidos, he perdido la fe en que un fallo favorable de los tribunales garantizaría mi seguridad personal y la posibilidad de expresar mis creencias”, escribió en sus redes sociales. “He perdido la fe en poder caminar por las calles sin ser secuestrado. Tras sopesar estas opciones, tomé la decisión de irme en mis propios términos”, agregó.

Cornell, mientras tanto, sigue en su contradicción. En la primavera de 2025, los estudiantes lograron pasar un referéndum con dos tercios de apoyo para exigir el despojo de inversiones en empresas armamentistas. Pero la administración lo ignoró. Pidió unanimidad entre todas las asambleas universitarias. Una unanimidad imposible. Una excusa perfecta.

Y mientras eso ocurría, tenía lugar una feria de empleo como si nada ocurriera en el campus. Seguía abriendo sus puertas a las mismas compañías que los estudiantes rechazaban. Aquellas con las manos tachan de estar “manchadas de sangre”. Cuando las protestas interrumpieron el evento, la represión fue fulminante. La policía universitaria —un cuerpo aparte de las autoridades locales— cerró filas. Los estudiantes fueron acusados formalmente, tratados como criminales, expulsados del campus.

“Hay procesos que aún no se han resuelto”, explica Samantha. “Y las negociaciones que existen son humillantes. Para algunos estudiantes, solo se les permite el ingreso a la universidad para ir a clases o a la biblioteca. Eso es todo”.

La medidas draconianas incluso recaen sobre estudiantes judíos que son críticos de las políticas de Israel; llegando las fuerzas más extremas, que defienden la ideología sionista, de acusar a estos estudiantes judíos críticos de “odiar su identidad”, lamenta la estudiante panameña.

Hoy, Samantha camina con cuidado por el campus. Ya no confía en que sus palabras no serán usadas en su contra. Sabe que puede ser la próxima. Pero no se calla. Por mientras, ella, al igual que muchos estudiantes extranjeros, camina con su documentación lista, al día. Aquellos que no son estadounidenses se han visto obligados a recibir asistencia legal para estar preparados si en algún momento ICE -servicio migratorio de Estados Unidos- toca sus puertas o los detiene en las calles, como se ha evidenciados a través de las redes sociales.

“No se trata solo de Palestina. Se trata de nuestra humanidad. De lo que estamos dispuestos a defender cuando todo nos empuja a quedarnos callados. Se trata de alzar la voz a favor de la verdad más allá de que si nos afecta directamente o no”, asegura la estudiante.

Y mientras habla, se hace evidente que el crujido que se oye bajo los pies en Cornell no son solo hojas secas. Son los fragmentos de una conciencia que ha comenzado a romperse. Y que, en esa ruptura, quizá pueda volver a construirse algo más justo.

Crisis humanitaria en Gaza.
Samantha De León
Estudiante de la Universidad de Cornell
Los arrestos comenzaron cuando los estudiantes se atrevieron a acampar. Vinieron con cargos criminales, suspensiones y medidas que no veíamos desde hace veinte años”.
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