De la oscuridad, a la operación milagrosa

Actualizado
  • 25/04/2009 02:00
Creado
  • 25/04/2009 02:00
PANAMÁ. La madrugada del miércoles previo al Jueves Santo pasado, un grupo de por lo menos 30 ancianos junto a sus acompañantes estaba ...

PANAMÁ. La madrugada del miércoles previo al Jueves Santo pasado, un grupo de por lo menos 30 ancianos junto a sus acompañantes estaba a la entrada del antiguo Hospital Marcos Robles, en Aguadulce, cuando llegamos mi madre, mi hermana tan flaca como un esqueleto con su pequeña hija de dos años y medio en los brazos, y yo.

Desde la distancia fue fácil distinguir a una mujer vestida de blanco. —Ya están atendiendo—, nos dijimos.

A medida que nos acercamos, la quietud que sentimos de lejos  —al bajar del bus todavía a oscuras—, se convirtió en murmullos y poco a poco en voces que entonaban nombres para saber si estaban en la lista de operaciones de ese día. Los pajarillos empezaban a trinar y los gallos a cantar como si compitieran, de cerca y lejos.

Rodeada de aquellos madrugadores y madrugadoras canosos, la auxiliar con ojos grandes buscaba la poca luz de la breve escalinata tanto como las letras. Y a cada nombre y apellido una de las dos respuestas que después escucharía repetir varias veces.

¡Evelio Jaén!, dijo fuerte un anciano apenas llegó al lugar. Su espalda recta contrarriba su edad, 66 años. Al detener los pasos se paró firme y se quitó el sombrero montuno “a la pedrá” para decir los buenos días. Nadie lo acompañaba.

¿Usted qué cirugía es? —“Yo tengo pterigion”—, respondió de inmediato con fuerza, a la vez que avanzó dos o tres pasos más con suma seriedad en su rostro. Aquí está.. Otros nombres cortaron el coloquio. Una señora que usaba un jeans y blusa de flores volvía a insistir en porqué ella no estaba.

“Sólo los que están anotados, ya fueron evaluados y tienen expediente pueden ser operados. No puedo llevar a Santiago a nadie que no tenga expediente”, anunció la auxiliar ajustándose el abrigo de muñequitos materno infantil y esforzando la voz para que todos oyeran bien, por si acaso.. las edades. “Me dijeron que viniera hoy cuando me evaluaron la semana pasada”, replicó la doña.

¡Silvia González!, catarata.. se acercó entonces más mi hermana entre el grupo para verificar. Tras recorrer la vista en el papel un “sí, llévala al busito”. Miré hacia el Coaster que ya estaba casi lleno. Mi madre avanzó conmigo sin que la ayudara ni para subir al vehículo y tomó su asiento. Noté que adentro sólo habían pacientes. ¿Puede ir un acompañante?, “No, na' más los que van a operar”, me dijo un don. El conductor no estaba. “Los que acompañan tienen que irse aparte”, agregó.

“Dicen que si tenemos suerte hoy nos operan, si no, hasta el lunes”. No supe quién hizo el comentario, era la voz de otro doñito. “Dicen que como mañana es Jueves Santo no pueden dejar a nadie en el hospital”, remató una señora como si adivinara la preocupación en mi mente. Le dije a mi madre que no se preocupara, que yo iría con Choli, en un bus de ruta a Santiago, le pasé su pesada mochila y me despedí.

Mi hermana se acercó y dijo lo mismo. Desde la calle observábamos el Coaster esperando que saliera. Cuando partió, el cielo ya estaba claro y nosotros no veíamos pasar ningún bus hacia Veraguas..

LA ESPERA

Llegamos con más de una hora de retraso al Hospital Luis “Chicho” Fábrega de Santiago. Apresuramos el paso preguntando a la entrada dónde atendían los cubanos de la Operaciones Milagro. Era en la parte de atrás, pero no nos dejaron entrar al edificio principal. Pasamos frente a la solitaria morgue y seguimos sin ver señales de gente esperando. Habíamos escogido la vuelta más larga, sin saber ,debido a lo confuso de las direcciones que nos dieron hasta que por fin vimos gente aglomerada bajo una marquesina. Esta vez rodeaban a un funcionario trigueño, alto, que se comportaba como un doctor. Había también gente sentada a orillas de los pasillos, próximos al llano y los bordes de piedritas, y otros en un salón de unas 40 sillas con aire acondicionado.

Entre el grupo dorado que rodeaba al funcionario vimos la cabeza blanca de mi madre. Tan pronto la llamó el hombre la hicieron pasar al recinto con mi hermana y su bebé en los brazos, también tenía colgada al hombro la pesada mochila llena de cosas. No me dejaron entrar. Le di un beso a la vieja en la mejilla y luego me quedé mirando por la ventanilla hasta que una señora y el seguridad me apartaron para entrar. La señora guiaba a un anciano de camisa guayabera manga larga —blanca curtida—, pantalón de tela negro y zapatos un poco salpicados de lodo. Sus ojos parecían perdidos entre los párpados que a veces achurraba en un esfuerzo para ver algo, en vano.

Como no pude ver más a mi madre, sino gente enredada, preguntando por expedientes o dando explicaciones, decidí ir por un café despertador.

FIN DE UNA ODISEA

A Silvia González Prado la han estado operando de sus cataratas en la Caja de Seguro Social (CSS) desde el año 2004 en la capital. Desde entonces pasó por distintas policlínicas y médicos especialistas que cuando la atendían, volvían a darle cita para dos o tres meses.

Dos o tres veces estuvo lista para ser operada, pero algún insumo que faltaba o alguna máquina dañada bloqueaba la cirugía. A tanta madrugadera, pues es residente en Cerro Batea, en los confines del distrito de San Miguelito, se sumaba también que en ocasiones el médico no llegaba, había que volver a sacar la cita. Así, hasta se jubiló con su catarata.

Cuando el gobierno empezó a llevar pacientes para la Operación Milagro en Cuba, estuvo apunto de subir al avión, pero no pudo. Los nervios le subieron la presión.

Mi hermana Choli, quien desde hace años vive con su esposo en Natá, escuchó que los cubanos estaban operando en Santiago (desde septiembre de 2007 tras la inauguración de instalaciones especiales para Operación Milagro). De la capital viajaba a Natá para hospedarse donde mi hermana, y luego ir temprano hasta Aguadulce, en Coclé para las evaluaciones. Tras dos citas entre febrero y marzo estuvo de nuevo lista para cirugía.

Aquel miércoles de Semana Santa, cuando regresé del café tuve que agregarme a los que esperaban sentados en los alrededores a esperar. El sol me obligó a buscar sombra y a eso del mediodía volví a la entrada para mirar por la ventanilla otra vez. El enredo seguía.

El funcionario de seguridad, detrás de la puerta hacía entender que nadie sin autorización podía pasar. Más al fondo, sentado como un niño de escuela disciplinado, estaba el doñito de mirada perdida y zapatos salpicados de lodo. Sus manos juntas entre las piernas frotaban los dedos, ningún movimiento más.

Evelio Jaén, con su espalda recta, salió preocupado. Al rato entre los comentarios hizo chistes para expresar que no entendía porqué la auxiliar no había llevado su expediente. “Ella estaba ahí con nosotros y se quedó allá con los expedientes...”. Ya pasado el mediodía cuando llegó la auxiliar con los expedientes, incluido el de Evelio, salió mi hermana con la niña en brazos y la mochila pesada. “No la van a operar hoy, la están examinando.. dicen que el lunes.. Está del otro lado sentada y la puedes ver por el vidrio de la puerta”. Allá la vi, le habían echado un líquido que blanqueó la iris en su ojo izquierdo..

El lunes siguiente, hicimos el mismo recorrido desde las 3:00 a.m., esta vez pensé que no eramos los únicos, gente de distintas cabeceras estarían rumbo a Santiago. La espera fue más corta. “Espero que no me hurguen los ojos de nuevo”, dijo la doña cuando se la llevaron, minutos después vi entrar a Evelio. Sabía que no la volvería a ver el resto del lunes. Al día siguiente la llamé desde la capital por celular, le habían dado salida y estaba en la casa de mi hermana. “Estoy bien”.—Tiene que cuidarse—, le dije.

Tengo los lentes oscuros puestos y no me los puedo quitar, serán como tres meses, me dijo el doctor. La escuché feliz. Ayer, a casi quince días, en la llamada diaria me confesó: “ya puedo ver bien, gracias a Dios...”

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