El paraíso de las cuentas pendientes

Actualizado
  • 29/11/2012 01:00
Creado
  • 29/11/2012 01:00
Rica rdo Martinelli ya no tenía la sudadera de ‘los locos somos más’ ni las zapatillas converse. Era mayo de 2009, y aunque acababa de ...

Rica rdo Martinelli ya no tenía la sudadera de ‘los locos somos más’ ni las zapatillas converse. Era mayo de 2009, y aunque acababa de ganar las elecciones presidenciales prometía como en campaña: visitó Playa Leona, en La Chorrera, una comunidad que estaba de luto por el asesinato en alta mar de los hermanos Rigoberto y Dagoberto Pérez, jóvenes pescadores que murieron a manos de las fuerzas de seguridad panameñas, que los confundieron con narcos y les dispararon sin avisar.

El nuevo presidente no dudó: pagó el funeral y acompañó a los deudos entre la gente que lloraba. Algo más: prometió que habría justicia, que él llegaba para cambiar las cosas. Partió ese mismo día, y tras él, la esperanza de la comunidad.

Pero mayo es caprichoso. Un año después de la visita hubo revuelo en el pueblo a la hora de las noticias: indulto presidencial. Los policías acusados de asesinar y plantar pruebas (una AK-47) en el bote de los Pérez recibieron el perdón de Martinelli, quien también liberó de culpa a agentes investigados por acabar a tiros con una joven embarazada en Pedregal.

Todos estaban bajo investigación, y ninguno había sido condenado. La decisión fue criticada masivamente por la sociedad civil que la tachó de ilegal. El mensaje era claro: nadie investigaría a la fuerza pública. ‘El presidente le dejó saber a la Policía que hagan lo que tengan que hacer, que el gobierno resuelve’, explica Jaime Abad, exasesor de Cambio Democático.

Anibal Culiolis, uno de los vicepresidentes del Partido Popular, lo apoya y colige más profundo. ‘Al final el gobierno se estaba preparando para la impunidad y la represión... él avisó’, dice.

Esa fue la primera señal de lo que vendría. El paraíso de las cuentas pendientes.

Tres años después de los indultos, las cosas no podrían estar peor. Las decenas de acusaciones de corrupción solo logran elevar las voces en los telediarios pero no le mueven un pelo a los fiscales, que deliberadamente no actúan. Mientras, el Servicio Nacional de Fronteras (Senafront) reprime en las calles. Y lo peor, las muertes. El fracaso de nuestra democracia. El Estado, otra vez, asesino.

En esta serie ya se describió la espiral de corrupción e impunidad de la que participó toda la clase política y que con la llegada de Martinelli al poder inició su fase más dinámica. Se narró el proceso de militarización y la historia de las víctimas de la represión y el dolor de sus familiares. Ahora llega el momento de preguntar: ¿hasta dónde alcanzan las responsabilidades políticas de estos crímenes de lesa humanidad, que no preescriben? GAVETA

Los especialistas dicen que nunca habrá justicia mientras la Dirección de Responsabilidad Policial (DRP) y la Dirección de Investigación Judicial (DIJ) —antigua PTJ— estén adscriptas a la propia Fuerza. Nadie puede garantizar independencia. ‘A ellos les gusta decir que Policía investiga Policía. Yo diría que caimán no come caimán’, explica la impunidad estructural Miguel Antonio Bernal.

El Ministerio Público (MP) aún no ha podido encontrar ningún culpable por los siete asesinatos producidos en el marco de las violentas represiones a diversos reclamos sociales. Los casos se han enredado entre la jerga judicial, los recursos legales y la lentitud procesal que hace brillar al MP.

El polémico procurador Ayu Prado —que sueña con llegar a la Corte Suprema— ha tenido una gestión coherente: no ha resuelto ninguno de los expedientes que incomodan al gobierno. La parálisis no sólo tiene que ver con los expedientes por los excesos policiales. Las muertes por la bacteria KPC, la adjudicación del parque de Paitilla, Playa Hombrón, los sobrecostos del MOP, tráfico de personas de Migración, el tráfico de influencias en contrataciones públicas, las compras a Finmeccanica, la sustracción de información del expediente de David Murcia relativo a donaciones a CD, todo a ha sido engaveteado.

Sin embargo, se acercan horas complejas: las muertes de las que se acusa a la policía tienen una implicancia penal que afectaría esferas más altas que las policiales. La línea de culpabilidad incluiría tanto al agente como a quienes giraron la instrucción de cometer el acto, desde los jefes de la Policía, Gustavo Pérez y Julio Moltó, pasando por el ministro de Seguridad José Raúl Mulino y llegando hasta el Presidente.

El artículo 310 de la Constitución ubica al presidente como ‘el jefe de todos los servicios’ que componen la fuerza pública. Eso tiene eco en los artículos 7 y 12 de la Ley Orgánica de la Policía Nacional, que establece que la institución responderá al mandatario para, entre otras funciones, ‘mantener y restablecer el orden público’. Además ajustan la ‘actuación profesional’ de la fuerza pública a su principio de jerarquía y subordinación civil. Es decir: la investigación le cabe a todos los responsables en la cadena de toma decisiones.

Por lo pronto Mulino, Moltó y Pérez están siendo investigados por supuesto abuso de autoridad. En los estrados judiciales hay al menos tres denuncias contra ellos, interpuestas por el ciudadano Anel Girón, el PRD y grupos universitarios.

Mulino también está bajo investigación por violar la Constitución al dar la orden de cortar las telecomunicaciones en San Félix durante la represión. Sin embargo, no parece haber avances en ninguno de los casos.

‘Y no los habrá’, analiza Culiolis, quien proyecta que hasta después de 2014 (cuando termine el mandato constitucional de Martinelli) habrá oportunidad para que la justicia juzgue: ‘tienen que encubrir a los de abajo para proteger a los que están arriba’, denuncia.

Para la historiadora Ana Elena Porras, el triunfo de la impunidad terminaría hiriendo de muerte a la democracia. ‘La impunidad podría tener dos consecuencias: una provocación a la rebeldía e indignación de la población o la formalización de una dictadura’, advierte.

LOS CASOS

Hasta ahora el Ministerio Público no ha podido —o no ha querido— encontrar a los homicidas de Virgilio Castillo y Antonio Smith, las dos primeras víctimas de las represiones del ‘cambio’.

Ellos cayeron en Changuinola en julio de 2010. Protestaban contra la Ley 30, una moción que extinguía la sindicalización obligatoria, cercenaba el derecho a manifestarse y blindaba de impunidad a los agentes policiales.

El 27 y 31 de octubre del año pasado, los magistrados del Tribunal Superior de Bocas del Toro y Chiriquí Asunción Castillo y Carmen De Gracia apuntalaron la impunidad: ordenaron el cierre provisional de los expedientes por las ‘muertes violentas’ de Castillo y de Smith.

Los investigadores sostienen que tras 15 meses de pesquisas no se pudo certificar que hubo dolo en la actuación de los policías. En su vista, el fiscal del caso, Luis Martínez, apeló a que los agentes de la fuerza pública cumplían con su labor ‘legítima’ de mantener el orden público.

La contraparte discrepó y la Sala Segunda de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia tiene pendiente desde finales del año pasado resolver si dicta la reapertura o no.

‘A veces no es fácil detectar con qué disparo se asesinó a alguien en una manifestación, pero sí es fácil tener testimonios de testigos, acusados, de la Policía... ellos deben declarar, pero parece que el Ministerio Público es incapaz’, reclama Roberto Troncoso, un activista que integró la junta investigadora de las violaciones a los derechos humanos en las protestas en Changuinola.

Esa comisión logró determinar lo que la justicia no ha podido: que a uno de los asesinados se le disparó a diez metros de distancia con perdigones, y se sabe que en un bloque policial los únicos que disparan esos proyectiles son los ‘jefes de escuadra’ y no los escuderos (agentes antidisturbios) ni los lacrimógenos.

—Ya no sé si es incapacidad o intención de encubrir a la fuerza pública—, culmina.

Pero el 2010 fue apenas el inicio de la saga de sangre. Mulino había prometido que lo de Changuinola no volvería a pasar. Pero la Asamblea aprobó la reforma al Código Minero y los ngäbes bajaron de las montañas a la Panamericana pidiendo que no afectaran la comarca. ‘Bajo ninguna circunstancia vamos a caer en lo que quieren que caigamos, en una confrontación para buscar un muerto... la Policía no va a reprimir a nadie’, prometió Mulino el 2 de febrero.

Sin embargo, sus palabras se esfumaron en el viento: tres días después murió el joven indígena Jerónimo Rodríguez Tugrí, de una bala de escopeta en el tórax. Junto a la Policía Nacional reprimía el Senafront, cuyos hombres están entrenados para luchar contra ejércitos irregulares. Sólo que ahora enfrentaban a panameños desarmados. Ellos irrumpieron por la mañana en San Félix, lejos de los límites que el Decreto Ley 8 de 2008 les permite.

La mayoría de los indagados por la muerte de Jerónimo son indígenas que estaban en San Félix en la zona de protesta en el momento de los hechos. Ellos señalan a policías. Sobre ningún uniformado se han formulado cargos ni girado órdenes de indagatoria.

En la oficina judicial insisten en que como la mayoría de los uniformados estaban encapuchados —otra ilegalidad—, les es difícil determinar quiénes dispararon. ‘Es un caso duro’, reiteran.

Distinta es la situación procesal en relación al asesinato del menor de edad discapacitado Mauricio Méndez, en Las Lomas de David. Una bala le destrozó la mandíbula la madrugada del 7 de febrero. Méndez, relató uno de los testigos del homicidio, caminaba por una vereda rumbo a su casa, tras cureosear en las manifestaciones, cuando un grupo de policías lo interceptó y le disparó a quemarropa en la cara.

—Fue un policía con una escopeta—, aseguró un testigo, echando por tierra la versión oficial que los voceros de la fuerza salieron a repetir la mañana siguiente del crimen, en radio y television, asegurando que Méndez cargaba bombas caseras y la detonación de ellas le desfiguró la cara y lo mató. Incluso hicieron circular una foto con el rostro del cadaver del joven destrozado e intervenido con barras de metal. Un burdo y frustrado intento de encubrimiento.

Mulino también salió a negar enfáticamente que la policía hubiese utilizado armas regulares. Las fotos publicadas por La Estrella (ver recuadro ‘Sin consecuencias’) lo desmintieron.

Según dijeron fuentes judiciales en el expediente por esta muerte hay pruebas contra unidades policiales. Hay nombres, resultados de una revisión a la armería policial de Panamá y Chiriquí, ordenada en abril e informes sobre las órdenes giradas por la institución los días de represión. La fiscalía sabe desde mayo que son cuatro agentes los que cargaban ese tipo de armas en Las Lomas, el día en el que mataron a Méndez.

NUEVA OLA

Luego de San Felix estallaron las disputas internas entre Mulino y Pérez que culminaron con la salida de este último y el ascenso de Moltó.

Muchos aseguraban que era Pérez —ahora viceministro de Gobierno— quien le inculcaba los viejos vicios de las Fuerzas de Defensa a la policía de la democracia. Sin embargo, si alguien creyó que con su salida algo cambiaba, se equivocó. Siguió el mismo patrón represivo que, con el Senafront en la calle, habita la ilegalidad. ‘Ya no es a quién pongan como director de la Policía, es que no se están siguiendo los protocolos’, sostiene el civilista Aurelio Barría.

Y todavía fresca, la tragedia de Colón. Octubre negro. El menor de ocho años Josué Betancourt, Yara Navarro y Jim Dixon Andreve cayeron muertos en medio de la represión a la agitación social contra la aprobación a tambor batiente de la ley para vender las tierras de la Zona Libre.

La Personería Primera de Colón está aún en la etapa de recopilación de pruebas para pasar los expediente a una fiscalía superior en la capital. La causa deberá tener cuerpo en cuatro meses.

La gran duda es si se identificarán a los posibles responsables de los disparos. En el caso del pequeño Betancourt, asesinado en La Feria, los vecinos señalan al unísono a la Policía con un arma de grueso calibre. Sus testimonios están consignados en el expediente que está pendiente de una prueba prerimétrica para determinar qué bala asesinó al menor, qué trayectoria stiguió y confirmar a quién le pertenecía.

‘Es incómodo y molesto escuchar decir al alcalde de Colón, Dámaso García y al gobernador, Pedro Ríos, que fue asesinado por bandas... es algo irresponsable’, reclama el abogado del caso, Javier Dale. Retrata, al final, la política mezclada con la justicia.

‘El próximo presidente debe prometer que los culpables van a responder... como país no podemos darnos el lujo de que estas muertes queden impunes’, analiza Abad.

¿Podrá la justicia juzgar la represión? No se sabe. Sin embargo, hay algo de lo que nadie duda: acabar la impunidad policial y de todo tipo es la gran deuda de la democracia panameña. Su supervivencia, más temprano que tarde, dependerá de esta batalla.

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