Bandas y pandillas, un tema de moda en el país

Actualizado
  • 21/09/2014 02:00
Creado
  • 21/09/2014 02:00
 Un asunto de preocupación muy importante para los gobiernos y actores políticos influyentes

‘La doxa penal sólo evalúa culpables individuales y no trata de entender en profundidad cómo la estructura o sistema social explica la aparición de las bandas y pandillas’.

Hablar de bandas y pandillas es un tema de moda en la cotidianeidad de la ciudad de Panamá y en el resto de las provincias del país. Los medios de comunicación comercial dan una amplia difusión al fenómeno, especialmente cuando se trata de acontecimientos que guardan relación con las drogas y el delito. Un asunto de preocupación muy importante para los gobiernos y actores políticos influyentes.

En este artículo se considera que el tratamiento de estos fenómenos solamente desde una perspectiva judicial es sumamente limitado. Conviene emplear otro tipo de enfoques, como por ejemplo una perspectiva histórica y antropológica crítica, para así poder entender mejor la aparición, funcionamiento y consecuencias del fenómeno de las bandas y pandillas, especialmente cuando se quiere entender como fenómeno internacional que puede o no tener vínculos con Panamá.

DOXA PENAL Y CRIMINALIZACIÓN DE LA POBREZA

El sociólogo criminal David C. Brotherton, editor de Encyclopedia of Gangs, ya había planteado algo similar en cuanto a los enfoques para analizar las pandillas. Él consideró que desde Estados Unidos, especialmente desde Nueva York, se exportó al mundo la idea de justicia criminal desvinculada completamente de la justicia social.

Para él las culturas juveniles, las pandillas y las bandas son mucho más que la idea judicial de quererlas sólo asociar con drogas, violencia y patologías, pues éstas presentan una extraordinaria variabilidad y resultan actores sociales complejos, que reservan un espacio y tiempo histórico en su conformación y funcionamiento. Por ello, D. C. Brotherton se ha interesado en estudiar la relación entre exclusión social, control y resistencia.

La crítica sobre el análisis del fenómeno de las bandas y pandillas —que son fenómenos sociales y culturales— desde exclusivamente una visión judicial o desde la doxa penal es que éstas sólo evalúan culpables individuales y no tratan de entender en profundidad cómo la estructura o sistema social explica la aparición de las bandas y pandillas como fenómeno colectivo y relacional.

Desde el punto de vista de Loïc Wacquant —un prolífico sociólogo francés— dicho paradigma de la doxa penal para actuar frente al fenómeno de la violencia mediante el control y el castigo nace en Estados Unidos y se extiende al resto del mundo; coincidiendo en este punto con el mismo D. C. Brotherton.

Para L. Wacquant (2009, 2012) la concepción de la penalidad y el crimen se encuentra vinculada al ascenso del neoliberalismo como proyecto ideológico y práctica gubernamental a favor de la sumisión del libre mercado, celebrando en todos los ámbitos sociales la responsabilidad individual, y por tanto, adoptando políticas punitivas que buscan mantener el control del orden, pero contra la delincuencia callejera y aquellos sujetos sociales que se encuentran fuera del margen del nuevo orden económico, caracterizado por el capital financiero y la flexibilización laboral .

Aunque definitivamente se refiere a países hegemónicos, no podemos pasar por alto que el proyecto neoliberal es una receta que se ha querido extender al resto del mundo y cuyas prescripciones han sido aplicadas en nuestro país desde la última década del siglo XX.

POLÍTICAS PUNITIVAS EN LA ERA NEOLIBERAL

Por consiguiente, es pertinente reconocer las seis características comunes de las políticas punitivas dentro del contexto económico actual, y que L. Wacquant (2009) señala con claridad:

—Se decide enfrentar el crimen, disturbios urbanos y desmanes públicos, sin acudir a las causas que los generan. Basándose en una capacidad renovada del Estado de someter a las poblaciones y territorialidades supuestamente problemáticas al imperio de la norma común.

— Como resultado de lo anterior, las leyes han proliferado y no ha habido forma de saciar las innovaciones burocráticas y dispositivos tecnológicos para tales fines (grupos de vigilancia, procesos judiciales acelerados, disminución de garantías para libertad condicional y medidas cautelares, cámaras de vigilancia y mapas digitalizados del delito, pruebas antinarcóticos obligatorias, armas no letales o armas de mayor potencia, perfil de delincuentes, uso de GPS , generalización de la toma de huellas digitales, ampliación de centros penitenciarios, multiplicación de centros de detención especializados [inmigrantes, menores infractores, mujeres y enfermos, etc.).

— Se busca lograr la aceptación de las políticas punitivas mediante un discurso alarmista repetitivo sobre la (in)seguridad, difundido por los medios de comunicación comercial, los partidos políticos y profesionales de mantenimiento del orden, rivalizando entre ellos para ‘proponer soluciones tan drásticas como simplistas’. Al tiempo que dichas propuestas son ampliadas o legitimadas por cierto sector académico reconfortado por las exigencias del nuevo sentido común político.

—Entre la proclama de ‘guerra contra el crimen’, como una acción importante en favor de una nueva figura cívica que es el ciudadano víctima del crimen que merece protección, se encuentra una revalorización de la represión y estigmatización de jóvenes de barrios de zonas periféricas declinantes de clase obrera, del desempleado, del sin techo, el orate, el drogodependiente, las trabajadoras del sexo y el inmigrante sin papeles, todos ellos designados como —vectores naturales de una pandemia de delitos menores que envenenan la vida cotidiana y son los progenitores de la ‘violencia urbana’, que raya en el caos colectivo—.

— En el plano carcelario, la filosofía terapéutica de la ‘rehabilitación’ ha sido más o menos suplantada por un enfoque de gestión basado en regulación y externalización de ciertos servicios que dan paso a la privatización de las cárceles.

—Finalmente, lo anterior se ve traducido en una ampliación del poder policial, así como un endurecimiento y aceleramiento de procesos judiciales, que definitivamente conducen a un aumento de la población carcelaria, sin que por ello se tenga evidencia clara de su efecto en la disminución de los delitos, ni se discuta con seriedad las consecuencias en la carga financiera de las cuentas nacionales de los Estados, el costo social y cívico que implican estas medidas.

La asociación entre crimen, pobreza e inmigración va ganando terreno en los medios de comunicación (especialmente aquellos metidos en el negocio de generar ‘pánico moral’, diría Javier Auyero), al mismo tiempo que lo hace la sensación de inseguridad.

Para L. Wacquant (2009) —estas medidas son objeto de un consenso político sin precedentes y gozan de un amplio apoyo de la opinión pública y de todas las clases—. Es por ello que la severidad penal se presenta como una sana necesidad, un resultado natural de defensa propia de la sociedad amenazada por la podredumbre de la criminalidad, por más insignificante que ésta sea.

Tales paradigmas son tan fuertes, tan naturalizados y legitimados, que quien los ponga en cuestión o en discusión crítica puede ser incluso tachado de soñador ingenuo o ideólogo culpable de desconocer la dura realidad de la vida urbana.

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