El voto en un bananal

Actualizado
  • 27/02/2019 01:00
Creado
  • 27/02/2019 01:00
¿Qué elige un jornalero envenenado?

En Changuinola, uno de los bananales históricos del istmo, le apuestan al béisbol. Cuando le visitas te recibe un estadio para cinco mil personas pintado con los colores de la fruta, donde podría jugar cualquier estrella de este deporte del mundo sin quejarse. La grama, las butacas, la cerca del fielder , todo está en perfecto estado, porque todo es nuevo. En la última década construyeron este coliseo de casi diez millones de dólares, ganaron el campeonato nacional, disputaron la corona en varias oportunidades, uno de sus diputados preside la Federación de Béisbol del país, y los jóvenes bocatoreños, cuando visitan Chiriquí o Coclé, u otra provincia, visten la camiseta de su equipo con orgullo como nunca antes. Saber golpear con un bate una pelota de tela —en nuestro imaginario— nos igualaría socialmente. Thomas Bernhard, escritor magnífico que odiaba el deporte, escribe en El Origen lo que su abuelo decía al respecto: ‘quien está a favor del deporte, tiene a las masas de su lado, quien está a favor de la cultura, las tiene en contra'.

Una vez pasas el estadio, te encuentras en el tráfico con una réplica tétrica de la cabeza de Omar Torrijos, el dictador que organizó una coalición centroamericana para poder cobrarle impuestos a los propietarios de los guineos y mejorar el ambiente laboral de una industria —caracterizada por envenenar a sus empleados— que opera en Panamá desde hace 138 años. Las empresas más poderosas, que son las de siempre, están a la vista permanentemente, entre camiones, puertos, montacargas, o en barcos. Los llamados ‘bananeros independientes', los Ochy, los Flórez, los Segovia, antiguos trabajadores que adquirieron plantaciones a mediados del siglo pasado, están más presentes en los medios de comunicación porque participan de la élite política. Algunos siguen en el negocio del banano y participan en otros negocios como la construcción o la extracción de piedras del río Changuinola. El resto son pequeños productores y los jornaleros indígenas ngäbe, que cobran salarios que no sacan de la pobreza, y que han estado desde el primer día —y mucho antes— que se pensó en el guineo como una fuente de ingreso en este territorio.

Esta plantación de banano se está renovando. En la Avenida Central, donde antes estaba el tradicional restaurante Chiquita Banana, ahora existe un McDonald's. Los comercios reemplazan sus locales calurosos y pequeños por almacenes con acondicionador de aire y ventanales para exhibir su mercancía. El centro de la ciudad está poblado de bancos, hoteles y hay muchas carreteras reparándose. También están las casas de madera, y las que les construyó el gobierno, que albergan la miseria, los bares que solo visitan indígenas ngäbe, los chinos, los árabes, los indostanes, que son parte de esta comunidad. Una mañana me reuní en un restaurante, que también es una cantina, con un bocatoreño que considera que el futuro de su ciudad es provechoso. Changuinola, dijo aquel día, superó un terremoto —y otras catástrofes—, pero no puede superar el trago en exceso entre sus habitantes.

En las últimas cinco elecciones presidenciales en esta provincia, el Partido Revolucionario Democrático (PRD) ha ganado tres de ellas. Perdieron con Mireya Moscoso, la viuda de Arnulfo Arias, admirador del ‘Führer', y con Ricardo Martinelli, autoproclamado loco, seguidor de Silvio Berlusconi. Desde la transición a la democracia la Chiriquí Land Company, hija de la United Fruit Company, se marchó. Una cooperativa de trabajadores asumió el control del negocio y quebró. El Estado intervino para salvarlos y no lo logró y nuevamente el guineo pasó a manos de una trasnacional. Panamá pasó de exportar más de 40 millones de cajas de bananos al año a un poco más de 15 millones por año. Durante este mismo periodo, los productores vecinos aumentaron su producción y lideraron las ventas mundiales, como es el caso de Ecuador, con pequeños y medianos productores locales. Aunque siempre paguemos por el guineo, más del 80% de los amantes en el mundo de este antídoto contra la presión baja, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO), se lo come gratis porque lo tendría a disponibilidad detrás de la casa colgando de una planta.

‘En el hotel le comenté a una de las trabajadoras que investigaba a su diputado Benicio Robinson y se molestó conmigo. No tienen bibliotecas al día de hoy y la escuela de bellas artes es otra decoración de la plantación'.

Cuando era permitido encarcelar pájaros, tuve un vecino que metía sus manos en las jaulas de los emplumados prisioneros, sacaba los restos del guineo que habían picoteado las aves —y chupado las moscas— y se los tragaba sin mayor remordimiento. La fruta, para mi amigo, era irresistible hasta en descomposición. Uno podría pensar que con tales clientes, como mi vecino, adictos al azúcar, sería imposible caer en desgracia si se vive de la venta de guineos, si se es propietario de uno de los campeones planetarios en la categoría ‘manjar de bajo costo'. La realidad, sin embargo, es otra. El oro verde no cambió muchas cosas en esta región del país. Bocas del Toro sería una de las zonas con más carencias al día de hoy, después de las comarcas. A cerca de la mitad de su población —son un poco más de 170 mil habitantes— no le alcanza para comprar la canasta básica de alimentos. Sus jóvenes serían de los más pobres y abandonados de todos los panameños, según los indicadores que proporciona el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) y organismos internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Por ello, en política sus prioridades son diametralmente opuestas a los reclamos que leemos en redes sociales de mayor transparencia, educación de calidad y más trabajo. En los últimos años se han promovido leyes que reducen la participación de las mujeres embarazadas en las fincas bananeras, porque sus hijos podrían nacer con tumores cerebrales, ciegos y, en el peor de los casos, muertos. También se han discutido proyectos de ley que reducen la edad de jubilación porque los jornaleros están envenenados por los fertilizantes. En 2015 se aprobó la Ley 28, que otorga un subsidio de 200 dólares mensuales a cientos de personas, la mayoría indígenas, que fueron reprimidos por el gobierno de Ricardo Martinelli porque se oponían a sus deseos de destruir sus bosques. La conocida ‘masacre de Changuinola' dejó muertos, lisiados y cientos de heridos entre mujeres y niños.

Un día visité la isla Colón, la capital de la provincia, para conocer su otra fuente de ingreso, y el comportamiento del otro poder detrás del voto en Bocas del Toro: el turismo. ‘(Isla) Colón es como el Arca de Noé, llena de reliquias de una época pasada', escribe Amílcar Briceño en el libro Historia y Sociedad de Bocas del Toro y de la Comarca Ngäbe – Buglé. Según el autor, esta isla es de interés para la ciencia mundial porque conserva especies sepultadas que ya no existen. Bocas del Toro estuvo bajo el agua hace millones de años. No obstante, esta ciudad se ha convertido en el destino de jóvenes empresarios especuladores de habitaciones de dormir con vista al mar, como de turistas que ignoran la pobreza, sin interés en la ciencia, que promueven el turismo devastador. Un territorio lúdico, donde hace poco un joven americano, conocido como ‘el loco Bill', mataba a sus vecinos para apropiarse de sus tierras. Ese día conversé con varias personas, entre ellas un policía. Le consulté si este lugar tenía propietario político y dijo que ‘no se puede decir que son CD, ni panameñistas, ni PRD. Yo no sé qué son'. Al volver, un barco sacaba del puerto de Almirante varios contenedores de banana, y en pleno mar, lejos de los hoteles de lujo y la pobreza extrema, unos jóvenes blancos bailaban y tomaban en un bar flotante.

El futuro sería similar. Conversé con productores, con trabajadores, con desempleados, y todos coincidían en que su porvenir es el guineo. Ser otro pareciera ser imposible. En el hotel le comenté a una de las trabajadoras que investigaba a su diputado Benicio Robinson y se molestó conmigo. No tienen bibliotecas al día de hoy y la escuela de bellas artes es otra decoración de la plantación. La noche antes de abandonar Changuinola, visité ‘La Prende Rancho', un bar que lleva el nombre de una canción que les fascina a los ngäbes, del tipiquero Lesly Santamaría, que dice que su mujer ‘me prende el rancho por la mínima cosa', y que cantan cuando están borrachos. Luego decidí comer en un restaurante que está a pocos metros de la barra del bar. Mientras pagaba la comida, se me acercó una bocatoreña, mezcla de los dos mundos que sobreviven aquí —indígenas y negros—, en estado de ebriedad. Tomaba la cerveza espumosa en esos envases que se utilizan para cargar agua en el gimnasio o en la oficina y tenía, además del equilibrio muy perdido, el rostro que tienen sus vecinos cuando no duermen en días. Acto seguido, preguntó si quería pagar por ella.

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