Los condenados de la tierra

Actualizado
  • 15/01/2012 01:00
Creado
  • 15/01/2012 01:00
Hace cincuenta años, luego de viajar a Moscú y a Washington para intentar nuevas curas para la grave enfermedad que lo aquejaba, un 6 de...

Hace cincuenta años, luego de viajar a Moscú y a Washington para intentar nuevas curas para la grave enfermedad que lo aquejaba, un 6 de diciembre de 1961, moría de leucemia en un hospital estadounidense el revolucionario, médico psiquiatra y escritor Frantz Fanon, hombre relevante de su tiempo y referencia obligada de los movimientos de liberación de África y Asia. Su breve existencia —había nacido en 1925— se alarga aun hoy a través de la fructífera vida intelectual que lo caracterizó y que fue parte sustancial de su praxis liberadora.

De ahí que el objetivo de estas notas sea menos recordar su muerte como celebrar en apretada síntesis la novedosa vigencia de su pensamiento que cristaliza en otro cincuentenario, el de Los condenados de la tierra, el libro tal vez más célebre de Fanon, texto sin duda emblemático del siglo XX, que fuera publicado en Francia, en 1961, pocos días antes de fallecer, y, además, en 2012, el sesenta cumpleaños de la publicación de su primer libro, Piel negra, máscaras blancas, una contribución fundamental al debate decolonizador no sólo sobre el imaginario racista moderno-colonial sino también de las ciencias sociales en general.

La originalidad y vehemencia de las tesis escritas en un lenguaje contundente y polémico hacen de ambos textos un sendero pedregoso y a la vez fascinante para entender el mundo actual, el neocolonialismo, el racismo, la desigualdad y su impacto colectivo e individual. Ya advertía en 1952: ‘yo soy negro y toneladas de cadenas, tormentas de golpes, ríos de escupitajos fluyen sobre mis hombros. Pero no tengo derecho a dejarme anclar… No soy esclavo de la esclavitud que deshumanizó a mis padres… El negro no es. No más que el blanco.’

LA FUERZA DE LAS COSAS

Fanon nació en Fort-de-France, Martinica. Su obra lleva el sello de su origen afrocaribeño, dato que confirma el ensayo de 1952: ‘siendo yo de origen antillano, mis observaciones y conclusiones sólo son válidas para las Antillas, al menos en lo que concierne al negro en su tierra. Se tendría que dedicar un estudio a la explicación de las divergencias que existen entre los antillanos y los africanos…’.

Fanon reconocía que en 1939 ningún antillano se declaraba negro ni se proclamaba negro; que cuando lo hacía era siempre en sus relaciones con el blanco. Lo que marcó su historia personal fue ‘la llegada de [Aimé] Césaire’, su regreso a Martinica en 1939, portavoz del ya potente ideario de la Negritud que le permitía declarar sin tapujos ‘soy de la raza de los que son oprimidos’. Según Fanon, ‘…Césaire estaba allí, y con él se entonaba este canto odioso en otros tiempos: ‘que hermoso y bueno es ser negro’.

Corrían tiempos de crisis y de urgencias en Occidente. Todavía muy joven, la vida de Fanon se desliza abrumadoramente rápido: participación en la guerra antifascista en Alemania, luego del triunfo regresa a Martinica por un breve tiempo durante el cual apoya la candidatura de Césaire a la Asamblea de la Cuarta República Francesa, culmina su bachillerato, regresa a Francia e inicia sus estudios de medicina y psiquiatría en Lyon, graduándose en 1951. Nunca más regresa a Martinica, pero la experiencia colonial antillana lo acompañará para siempre, tanto en Francia como luego en África. Quizá a estas circunstancias se refiere cuando señala: ‘Toda experiencia, sobre todo si se revela infecunda, debe entrar en la composición de lo real y, por ahí, ocupar un lugar en la reestructuración de esa realidad.’

HAMBRE DE HUMANIDAD

Hasta el final de su vida, Fanon fue un hombre situado en la zona del no-ser de los condenados de la tierra, es decir, de aquellos sujetos inferiorizados espiritual, sexual, epistémica, económica y racialmente por el sistema-mundo vigente. La nuda vida como conceptúa un filósofo reciente.

Ya psiquiatra y todavía en Francia, empieza a darse cuenta, a partir de su experiencia médica diaria, de la situación del colonizado árabe. En 1952 publicó un artículo desgarrador aunque bellamente escrito, ‘El síndrome norafricano’, en el que sostiene: ‘Quiero mostrar en estas líneas que, en el caso particular del norafricano emigrado a Francia, puede encontrar sus leyes y sus corolarios una teoría de la inhumanidad. Todos esos hombres que tienen hambre, todos esos hombres que tienen frío, todos esos hombres que tienen miedo… Todos esos hombres que nos causan miedo, que destruyen la celosa esmeralda de nuestros sueños, que borran la frágil curva de nuestras sonrisas, todos esos hombres frente a nosotros, que no nos hacen preguntas, pero a quienes nosotros sentimos extraños. ¿Quiénes son ellos? Os lo pregunto. ¿Quiénes son estas criaturas con hambre de humanidad que se arquean en las fronteras impalpables (sé por experiencia que son terriblemente reales) del reconocimiento integral?....’.

Al releer a Fanon, me golpean la memoria aquellas tercas e implacables imágenes de la cotidianidad marginal de nuestra Ciudad, asediada por la inseguridad, el temor y la desconfianza, donde ciertos rasgos corporales descubren sospechas; donde los cuerpos traficados de niñas y mujeres habitan la contrageografía urbana sin que jamás se hable de cómo llegaron hasta ahí; de adolescentes quemados en celdas que incendian quienes deben proteger la vida ciudadana; cifras que ya no importan referidas a innumerables cuerpos jóvenes horadados en una guerra que no cesa porque la política de seguridad imperante estima que se trata de un autoexterminio del Mal, en medio del llanto y la queja de familiares a quienes ya no creemos.

Nuestra sociedad grita su hambre de humanidad justo cuando se dice dueña de un crecimiento económico galopante y sostenido y muestra una ‘epidermización’ de la pobreza y la exclusión. Para una persona, señala Fanon, ‘que vive sin encarnar los valores, sin insertarse en el desarrollo de un mundo coherente y productivo, vivir es simplemente no morir, es mantener la vida’.

Fanon cierra uno de sus textos diciendo ‘¡Oh, cuerpo mío, haz siempre de mí un hombre que interroga!’. Acercarnos con ese espíritu de interrogación a su pensamiento podría permitir detectar riesgos actuales y signos para construir una mejor sociedad.

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