Gobernar en tiempos de crisis

Actualizado
  • 03/03/2021 00:00
Creado
  • 03/03/2021 00:00
Después de 16 años de gobierno militar, la economía panameña estaba en ruinas. El presidente Nicolás Ardito Barletta, especialista en finanzas públicas, ofrecía soluciones. ¿Podría implementarlas?
Gobernar en tiempos de crisis

El 11 de octubre de 1984, tras unas controvertidas elecciones, tomaba posesión como presidente de la República de Panamá el doctor Nicolás Ardito Barletta, en una austera ceremonia realizada en el centro de convenciones Atlapa.

Terminadas las galas en la Asamblea, el recién inaugurado gobernante se dirigió al Palacio de las Garzas, donde lo esperaban los comandantes de las Fuerzas de Defensa (FFDD) Manuel Noriega, Roberto Díaz Herrera y Marcos Justines, para saludarlo en un acto simbólico que pretendía reconocer su autoridad y retiro a los cuarteles (Huellas, Nicolás Ardito Barletta, 2016).

El economista de 46 años, con un doctorado en la Universidad de Chicago, había renunciado a su prestigioso puesto como vicepresidente del Banco Mundial para América Latina y el Caribe, en Washington (1978-1984), para tomar el timón de un país que parecía hundirse en un mar de problemas. Así lo reconocería él mismo en su discurso inaugural: “Estamos en crisis”, dijo, ante varios presidentes de América Latina, el secretario de Estado estadounidense George Shultz, el expresidente Jimmy Carter y el expresidente del Gobierno español Adolfo Suárez, entre otros invitados nacionales e internacionales.

Pocas veces la palabra “crisis” había sido más adecuada. Ardito Barletta asumía el mando del Ejecutivo en medio de acusaciones de fraude, el salvamento de voto del presidente del Tribunal Electoral, César Quintero –quien no obstante, firmó las credenciales y se las entregó personalmente–, manifestaciones callejeras en su contra y una economía en ruinas.

Muchos pronosticaban que no tendría oportunidad de terminar su periodo constitucional de gobierno de cinco años, y que sería obligado a renunciar igual que sus antecesores, los expresidentes Aristides Royo y Ricardo de La Espriella.

Aciertos del régimen militar

Sin duda, el llamado “proceso revolucionario” (1968-1984) había tenido sus aciertos: los tratados Torrijos-Carter, la creación del Centro Bancario, proyectos como Bladex, Vacamonte, las hidroeléctricas; políticas de educación y salud en favor de las clases olvidadas del país. Gran parte de estos logros habían tomado el curso trazado por la Estrategia de Desarrollo Nacional preparada bajo la dirección del doctor Ardito Barletta (Ministerio de Planificación, 1973-1978).

En general, los 16 años de régimen militar habían dado paso a una sociedad más compleja y variada, con organizaciones gremiales más fuertes y un pueblo más consciente de sus derechos, señaló el mismo Ardito Barletta en una entrevista realizada por la periodista Migdalia Fuentes.

Pero... a partir de la promesa del general Torrijos de ”democratizar” el país a cambio de la aprobación de los tratados del Canal en el Senado estadounidense, “el veranillo democrático” permitió ver con claridad la situación del país.

Una crisis multidimensional

Durante la década de 1960 la economía había crecido a un ritmo superior al de los países latinoamericanos, con un 8% de promedio anual. Tras el golpe militar de 1968, ese crecimiento fue fluctuando, afectado en gran parte por la crisis internacional de la OPEP, la incertidumbre sobre los tratados y un código de trabajo tal vez demasiado inclinado a favor de los trabajadores.

En medio de la crisis de la “década perdida” para América Latina, el gobierno tomaba el lugar de la empresa privada como motor de la economía, adquiriendo para ello préstamos a organismos internacionales de crédito.

En 1984, Panamá tenía la deuda pública más alta del mundo en términos per cápita ($3,9 mil millones, según la Contraloría de la República), alcanzando el 85% del PIB y con un déficit fiscal del 7%. Si bien el endeudamiento no era único a Panamá, la deuda panameña era 3,6 veces mayor en promedio que los demás países de la región.

Para sufragar los costos de la deuda, el país debía reservar el 43% del presupuesto del Estado, una cifra 2,5 veces mayor que el gasto en educación y 6,4 veces más que el de salud pública.

Lo triste era que, de acuerdo con analistas serios, al menos la cuarta parte de ese dinero se había desperdiciado en actos de corrupción, negligencia o ineptitud. Y de ello se culpaba a la mancuerna PRD - FFDD.

Durante la campaña política para las elecciones de mayo de 1984, los trapos sucios del “proceso revolucionario” salieron a relucir: millones de dólares del erario público gastados en la construcción de un puente “fantasma” (Van Damm); millones perdidos en proyectos fallidos como Codemin, la cementera Bayano, la azucarera La Victoria, empresas públicas mal planificadas o construidas por capricho.

Todavía estaba fresco en la memoria el desfalco de la Caja de Seguro Social, un escándalo que saltó a la opinión pública en 1982, con la denuncia de un entramado político-económico-militar-judicial en perjuicio del pueblo panameño.

En julio de 1983, un informe del actuario del Banco Mundial Peter Thuller señalaba que a raíz de ese desfalco y los malos manejos, la CSS tenía un déficit actuarial (al 15 de diciembre de 1983) de $300 millones en las pólizas de invalidez, vejez y muerte, con tendencia a empeorar. El informe Thuller alegaba que el sistema de contabilidad de la CSS carecía de controles básicos y “era manipulado con el fin de mostrar los resultados deseados”. El personal de la CSS carecía o parecía carecer de conocimientos de “matemáticas y de ciencia actuarial”.

En 1982, tras la quiebra de la Corporación Financiera Nacional, una empresa estatal que otorgaba préstamos blandos a la industria, el turismo y el comercio, el equipo de interventores encontró un verdadero caos. De una cartera de $104 millones, se habían perdido $40 millones en préstamos (a amigos y parientes del régimen) sin garantías, sin contratos en regla, sin el debido seguimiento básico. Gran parte de las pérdidas correspondían al hotel Marriot, catalogado como “un proyecto escandaloso”, pero el 93,8% de los préstamos tenía morosidad y el 69% era improductivo (informe del 31 de julio de 1982).

El Banco Nacional y otros problemas

El Banco Nacional tampoco escapaba de los manejos desordenados e irresponsables. Según el estado de situación al 30 de junio de 1983, más del 64% de la cartera crediticia –el 72% de los activos– consistía en préstamos al sector gubernamental. El gobierno debía $564,6 millones al 30 de junio de 1983 –que no podía pagar–. La cifra mostraba un aumento extraordinario de préstamos al Estado desde 1980 cuando eran solo de $200 millones y más aún con respecto a 1970, cuando no superaban los $8 millones.

En 1983, la inversión del país se había contraído en 25%, con un decrecimiento del 5% de las exportaciones, una inflación del 3%, una mejora con respecto a 1982, cuando había sido del 6,1%. En 1984, el 25% de las familias panameñas vivía en extrema pobreza (Conafa). El desempleo llegaba a 11% según el gobierno, pero en las zonas metropolitanas se estimaba que alcanzaba el 35%. El 65% de los desempleados era de jóvenes menores de 15 años, lo que incentivaba la vagancia, la criminalidad, la depresión y el vicio.

Causas de la crisis

¿Cómo había llegado Panamá a tal situación?

Sin duda el país era víctima de pobreza y corrupción endémicas, pero el caos y malos manejos acumulados a la fecha alcanzaban cotas nunca antes vistas en la historia del país. El estilo de gobierno implementado tras el golpe de Estado de 1968 no había ayudado. No se podía administrar adecuadamente un país, castigando a los que emitían críticas o rechazaban el golpe de Estado con la cárcel, el exilio o la muerte (en cientos de casos); silenciando a los medios de comunicación independientes y cambiando “el mercado libre de información” por propaganda de su propio conglomerado de medios (ERSA); con el culto a la personalidad de un líder convertido en el árbitro del país, tribunales de justicia politizados, y oscuridad en torno a las finanzas públicas.

Programa de Ardito Barletta

Nicolás Ardito Barletta tenía un programa económico dirigido a solventar la crisis fiscal, recuperar el crecimiento, mejorar la eficiencia de la administración pública, combatir la corrupción y disminuir la influencia de los militares (Huellas).

En menos de dos meses redujo el presupuesto estatal, despidiendo a 2 mil funcionarios y reduciendo el presupuesto de las FFDD en $5 millones. Consiguió la aprobación de una reforma tributaria (Ley 46 del 15 de noviembre de 1984) para aumentar los ingresos fiscales y corregir el déficit de 7% del presupuesto.

Pero pronto el pueblo golpeado salió a las calles a protestar. Una manifestación organizada por los partidos de oposición puso en la calle a 80 mil personas que exigían la anulación de la ley. El presidente aceptó hacerlo para concentrarse en una reforma menos ambiciosa.

Mientras tanto, la oposición reclamaba el retiro inmediato de los militares y las bases del PRD exigían “espacio político”. Desde la Asamblea, la mayoría de su propia coalición de partidos exigía concesiones (quid pro quo) a cambio de la aprobación de las leyes que el país requería para salir del atolladero.

Su ministro de Relaciones Exteriores, el doctor Fernando Cardoze, un abogado que no necesitaba de ese tipo de experiencias, se retiró porque “no le gustaba la presión clientelista”.

Si en un principio, Ardito Barletta pareció tener el apoyo de las Fuerzas de Defensa, pronto se percató de que estas pretendían “cogobernar”. En mayo de 1985 le exigieron cambios en el gabinete, a lo que el presidente accedió en parte. Noriega y Díaz Herrera no entendían la necesidad de “cambios estructurales” ni “de sacrificio compartido”. Querían que el presidente negociara nuevos préstamos. “Su horizonte era estrecho y de ambición de poder”, señaló el presidente en su libro Huellas.

En el mismo libro revela que el coronel Díaz Herrera saboteaba sus esfuerzos por negociar con los trabajadores un nuevo código laboral más favorable a la inversión y, en privado, lo acusaba de ser “demasiado honesto”. El general Noriega parecía más cooperador, pero hacía política criticando públicamente al “gobierno civil”.

Al final del primer año de su mandato, en medio de críticas, acusaciones y apodos como “Fraudito” o “El Endeudador”, el déficit fiscal se había reducido al 3% y la economía crecía al 5%. Pero quienes pronosticaban que el doctor Ardito Barletta no terminaría su periodo, tenían razón.

En septiembre de 1985, el país quedó horrorizado ante el cruel asesinato del médico Hugo Spadafora y todo apuntaba al general Manuel Antonio Noriega. El presidente nombró a una comisión independiente formada por los doctores Jorge Fábrega, Roberto Alemán y López Guevara para que investigara el crimen.

A Noriega no les gustó. Lo hizo llamar a la Comandancia, donde él y el coronel Díaz Herrera lo retuvieron durante más de 14 horas hasta forzarlo a dimitir. Él optó por firmar una nota para “separarse de la Presidencia”, una opción constitucional (Huellas).

Empezaba la última y más caótica fase del “proceso revolucionario”.

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