• 13/03/2019 01:00

‘El respeto al derecho ajeno...'

Sin mucho esfuerzo cualquiera encuentra méritos y justificación en estos dos eventos de naturaleza contradictoria

En nuestro país es tradición celebrar los carnavales con desenfreno, o por lo menos, con un comportamiento de los ciudadanos diferente al resto del año. No obstante, en la última década ha ido creciendo la costumbre de realizar campamentos religiosos en diferentes puntos del país de manera concurrente con las fiestas del rey Momo, para que frente a las tentaciones y las flaquezas de la carne durante el carnaval, los ciudadanos tengan una opción de practicar la templanza mediante el retiro y la oración, en preparación para la Cuaresma y en anticipo al tiempo de Pascua.

Sin mucho esfuerzo cualquiera encuentra méritos y justificación en estos dos eventos de naturaleza contradictoria. Por un lado, los ciudadanos del país tenemos derecho a la diversión y por ello, aunque sea por corto tiempo, es entendible que algunos aprovechen los carnavales para dar rienda suelta a sus deseos y bajar los niveles de tensión, frustración y preocupación en sus vidas. Por otro lado, nadie puede debatir los beneficios de las actividades espirituales para el individuo y la sociedad, más aún aquellas que promueven la paz, la tranquilidad y el sosiego, sin importar la denominación religiosa o el método que se utilice.

Sin embargo, cuando coinciden y se mezclan en un mismo lugar las fiestas de carnaval y los campamentos espirituales, pecan las dos de no ejercer la más elemental consideración hacia quienes por decisión propia no participan del jolgorio o la expiación, y castigan a quienes prefieren descansar y disfrutar la naturaleza, con familia y amigos, dedicados a la lectura, la buena música y la sana tertulia.

El Valle de Antón es un buen ejemplo, una comunidad placentera y serena donde paso mi tiempo de ocio. El ruido exagerado de los sitios de diversión y que copian los carnavales de Azuero con mojadera, cierres de vías, comparsas, reinas y bailes hasta las cuatro de la mañana, es igual al que se escucha dos horas después, a las seis de la mañana, con dianas, himnos y alabanzas al Señor, tal vez aplicando aquello de que ‘ojo por ojo, diente por diente'.

No sé si ambas actividades tratan de aumentar la asistencia y la rentabilidad de sus eventos irradiando decibeles más allá de la capacidad humana de aguantarlos, o si buscan, al buen imaginario del pintor Goya, que ‘la letra con sangre entre', aunque en estos casos en vez de ‘letra' se trate del ‘espíritu', de carnaval o de Dios, y en vez de ‘sangre' se trate de ‘ruido'.

En el sitio que nos ocupa, el ruido inaguantable de las cantinas y los jardines a varios kilómetros a la redonda, uno incluso se llama ‘La Paz', cada vez que se celebra un santo patrono o cualquier otra actividad no tan santa, sucede con la autorización de las autoridades y con el silencio y la sagrada paciencia de la comunidad que tiene que aguantarse el imperio y el abuso del alcohol, el irrespeto físico y verbal hacia las mujeres que transitan por las calles, la participación cada vez más creciente de menores en estas y otras actividades delincuenciales, y en resumen, el deterioro de la calidad de vida y la sana convivencia de un sitio como El Valle.

Es lamentable, y también imperdonable, que en actividades específicas en cualquier parte de nuestra geografía, sean de fiesta o de oración, sus promotores no respeten la tranquilidad de terceros y olviden que ‘el respeto al derecho ajeno es la paz'.

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