• 16/02/2023 00:00

Espiral de cada cinco años, cáncer que carcome los esquemas de seguridad

“[...] para lograr disminuir la inseguridad [...], primero debemos controlar el ciclo delictivo con la promoción de valores y virtudes humanas, cuya responsabilidad recae en los movimientos sociales, iglesias y Gobiernos locales; el pie de fuerza de la policía, [...]”

La inseguridad que se observa en los primeros 50 días del año 2023 y que pareciera ir en incremento, principalmente en lugares donde no se generaban focos de violencia, es el resultado de políticas públicas mal gestionadas, que al final dejan una percepción negativa sobre la buena labor de los estamentos de seguridad. Como lo hemos manifestado en anteriores escritos, la seguridad es cosa de todos, no solo de aquellos que integran la policía. Son los aportes de cada persona, agrupación o movimiento social los aliados que deben fortalecer una efectiva seguridad ciudadana.

Cada cinco años, con la llegada de la contienda electoral, observamos un sinnúmero de propuestas políticas que hablan de un “plan de acción para acabar con la inseguridad”, no es de asombrar que el tema resalte entre tantas palabras bonitas, pues el mismo se mantiene ante la opinión pública como una gran necesidad que amerita atención. En este sentido, es importante identificar el núcleo del incremento delictivo en las calles, el cual pudiera estar mal identificado por parte de nuestras autoridades, trayendo como resultado que se intensifiquen acciones superficiales y no directamente a la raíz.

Las cárceles se han convertido en el epicentro de todo lo que sucede fuera de ellas, desde aquí gestiona el crimen organizado cada una de sus estrategias para mantener el control, lo que se traduce en todo tipo de violencias, desde asesinatos, secuestros y extorsiones. Con el pasar del tiempo y a falta de políticas sostenibles, los penales han quedado a merced de un sistema fallido y bajo el control de cabecillas de bandas delincuenciales, tal y como lo ha planteado anteriormente el especialista penitenciario, comisionado retirado, David Ramos Villa, y es que en todo lugar donde hay funcionarios la semilla de la corrupción puede germinar y más donde la responsabilidad es compartida, producto de que no exista una institución monolítica que pueda ejercer sus funciones sin la necesidad de que otra institución le colabore y que tenga que destinar parte de sus recursos, que son limitados también, como los de la Policía Nacional, convirtiéndose en una melcocha de situaciones que vulneren la propia estabilidad institucional. Los tentáculos de la corrupción toman fuerza cuando los centros penales son sobrepasados en su capacidad y la cantidad de custodios es tan pequeña que los mismos tengan que coordinar con los cabecillas de las galerías para poder realizar un recuento de la población o para tranquilizar una situación de rebeldía, lo cual deja en evidencia la gravedad en la que nos encontramos.

El modelo de Bukele resulta cada vez más atractivo en la región, que lleva décadas batallando para implementar una respuesta adecuada al crimen organizado, más aún con el anuncio del final de la era delincuencial gestionada por las maras, poniendo a más de 60 000 personas tras las rejas o la del BOPE, que logró combatir las favelas en Río de Janeiro en Brasil, a punta de palo, plomo y violaciones a los Derechos Humanos. En cualquiera de estos escenarios, la solución se torna insostenible, acarreando problemas mucho más complejos, a falta de políticas públicas alejadas de intereses populistas que carcomen los esquemas de seguridad.

Esto ya ha comenzado a suceder. La presidenta de Honduras, Xiomara Castro, también decretó el pasado mes de diciembre el estado de excepción para facilitar la lucha contra las bandas delincuenciales; Jamaica hizo lo mismo, con el objetivo de combatir un repunte de violencia a manos de las organizaciones criminales; Ecuador declaró cuatro regímenes de excepción durante 2022, militarizando centros penitenciarios y zonas con alta tasas de homicidios.

Panamá por su parte, pareciera tener más cerca una solución, donde ya incluso hemos visto casos de éxito basados en esquemas de seguridad ciudadana; lamentablemente, con la llegada de cada nuevo Gobierno se cambian las estrategias y se desmantelan programas efectivos por el solo hecho de ser ideas partidistas y no de Estado, este fue el caso de la red interinstitucional, cuyo financiamiento era gestionado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y que desde la Oficina de Seguridad Integral (Osegi), logró que Curundú pasara de ser una zona altamente conflictiva y marginal a un lugar con mayores oportunidades y bajo la cobertura de las principales necesidades básicas con la primera renovación estructural y de desarrollo integral del país. Hoy día, se encuentra una vez más inmerso en el delito, la droga y la falta de atención, es el caso repetitivo que vemos en todos los lugares donde se gestionó una intervención integral desde el 2010 y que en 2019 repentinamente se dejó de hacer.

En contexto: para lograr disminuir la inseguridad en el país, primero debemos controlar el ciclo delictivo con la promoción de valores y virtudes humanas, cuya responsabilidad recae en los movimientos sociales, iglesias y Gobiernos locales; el pie de fuerza de la policía, brindando una cobertura efectiva y de reacción inmediata, y el fortalecimiento de la carrera penitenciaria, cuyo plan inmediato debe ser la inversión en capacitación, mejoramiento salarial y una estabilidad administrativa. Panamá es un país chico y los privados de libertad provienen del mismo lugar que salen sus custodios y policías, esto debe dar una idea de qué tan bueno debe ser el sistema para ser efectivo. Nuestra fórmula debe ser especial, que atienda la situación de manera profunda y específica, no debe ser política, cuyo efecto solo ha generado que en tan solo cuatro años se hayan cambiado siete directores generales del Sistema Nacional Penitenciario y dos ministros de Estado.

Especialista en seguridad y defensa nacional.
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