El genio de un pueblo, como el panameño, va más allá de su intelecto y emociones colectivas, porque su genialidad es variable y cambiante, sin quitarle por eso su carácter propio, o sea, su visión particular del mundo.

Esa visión amplia e inherente se basa en las afinidades que nos unen y las antipatías que nos separan como panameños, en cualquier momento preciso de nuestra historia, haciéndola así única sin contradecir su variedad y complejidad, por constituir con ella formalmente la unidad de nuestro sistema social. Visión y sistema que conforman nuestro núcleo psíquico como sociedad, cuyos cambios y apariencia son más profundos y duraderos que esas afinidades y antipatías históricas temporales, antes mencionadas.

Pero la relación entre intelecto y emociones, tanto personal como colectiva, es de tal modo continúa, compleja y diversa que fácilmente se ajusta y a la vez moldea no solo nuestro carácter individual como panameños, sino también el sentimiento colectivo y social de todo nuestro territorio istmeño.

Por eso su carácter más relevante es precisamente la pluralidad de las muchas emociones que alimentan esos sentimientos sociales, junto con nuestra capacidad intelectual para reconocer valores éticos y además para crear una conciencia moral guiada por nuestro intelecto individual y colectivo.

De esa encarnación de sentimientos sociales surge un apetito emocional que hace de nuestras emociones una gran mamadera o pecho opulento lactante para saciar el hambre de nuestra inteligencia emocional, lo que hace posible educarla mejor, algo denominado por expertos como nuestra “alfabetización emocional” (ver “Inteligencia sentiente” de Xavier Zubiri; “Emotional intelligence: Why it can matter more than I.Q.” de Daniel Goleman y en especial los escritos de John Mayer y Peter Salovey).

Nuestra vida comunitaria y ética nace de emociones profundas porque podemos usar nuestras emociones para resolver problemas y para pensar más creativamente, como se comprobó recientemente durante la crisis minera que aglutinó a todo Panamá en un solo sentimiento patriótico.

Por ende, nuestro modo de razonar, con sus limitaciones naturales, forma parte de las ciencias cognitivas y de la neurología de nuestro cerebro, siendo el neocórtex, o sea el cerebro pensante, su sección más evolucionada y las dos amígdalas de nuestro sistema límbico la que controla nuestras emociones, lo que conjuntamente nos ayuda a formar nuestro núcleo psíquico panameño y a construir nuestro propio sistema social.

De allí el peligro de que solo usemos nuestras emociones para determinar cómo actuar frente al mundo y con los demás, sin un proceso racional que relacione nuestra inteligencia con nuestros sentimientos, tan importante, por ejemplo, al elegir nuestros líderes políticos. Lo cierto es que la enajenación de nuestras emociones, al divorciarse de nuestra mente e intelecto, las convierten en una cáscara vacía, quitándole ese poder de decidir correctamente qué acciones tomar en dadas circunstancias.

Es más, nuestro intelecto es propio y personal, no de otros ni de la colectividad social panameña; tampoco es cierto que ser intelectual signifique ser inteligente, aunque suelen coincidir.

Consecuentemente, los neuropsicólogos consideran que existen dos tipos de inteligencia: la racional y la emocional, ambas dándonos la capacidad para conocer, controlar y ordenar nuestras emociones creando así nuestra automotivación y esa empatía para manejar mejor nuestras relaciones interpersonales.

Por eso es imposible e inútil tratar de definir cuál de estas dos ramas del ser humano, su intelecto o sus emociones, es la que más influye en nuestra alma, espíritu y cuerpo, dado que las dos son realidades en perpetua mudanza. Más vale pensar que estas manifestaciones son voces lejanas y evanescentes de nuestro genio colectivo con su paradójica resistencia al paso del tiempo.

El autor es articulista y exfuncionario diplomático
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