• 04/12/2016 01:00

Un libro cautivante

A los mamíferos que aún se observan en la Ciudad de Panamá, está dedicada la tercera sección

Hace añales que le escribí para quejarme de los talingos, ese pajarraco negro que se tomó las plazas de las ciudades, que canta feo, come en los basurales y asesina impunemente a las aves más pequeñas. Al punto me respondió sobre las naturales travesuras del Quiscalus mexicanus. No supe más de él hasta un mediodía de diciembre que llegó a mi casa en Penonomé. Venía, entre otras cosas, a obsequiarme su último libro: Animales y plantas de la ciudad de Panamá. Una guía para 80 especies. Conociéndolo personalmente, confirmé lo que siempre había creído: este hombre es un sacerdote de los bosques, un brujo, un chamán reencarnado que aprendió a conversar con los árboles, con las aves, con las hormigas y se hizo de por vida amigo de los ñeques y mapaches. Es un sabio que de seguro ya estaba por estos rumbos, caminando entre las brumas de los montes seculares, cuando fue tomando forma el mundo. Científico riguroso, observador vivaz, contempla e investiga y, al contorno de una fogata siempre humeante, a orillas del río milenario y bajo la luna de enero, escucha, analiza y comunica. Aquel mediodía recordé a Neruda, que cuando niño dice, vivía con las arañas, lo conocían las abejas tricolores y dormía con las perdices. Descubrí, entonces, que estaba frente a un poeta de la Madre Tierra, de la Nana Ologuadule, del fértil suelo que vio nacer a Ologwagdi, artista cuyas manos geniales les dan vida a los colibríes, a las ardillas y a los mangos que vuelan, saltan y cuelgan en las páginas de este libro cautivante. Descubrí en diciembre que Jorge Ventocilla es un cantor de la naturaleza.

Las primeras páginas están dedicadas a los invertebrados. En palabras sencillas, propias del viejo maestro que educa, describe y nos descubre los secretos más ocultos de estos monstruos diminutos, de los caminantes de cien pies, de las trabajadoras hormigas y silenciosos comejenes, de los necios zagaños y elocuentes totorrones. ¡Cuántos recuerdos de infancia cuando leí sobre los ingeniosos ‘toritos', que cavan cráteres para vivir y comer! Feroces gladiadores que luchando a muerte nos consumían las tardes de la niñez inocente. Razón tienen en llamarlos hormigas león o Myrmeleon.

Cuando el majestuoso Zaratí aún no lo habían contaminado, cuando sus prístinas aguas recordaban un pasado de gloria, abundaban los chogorros y sardinas entre sus piedras arcaicas. Con pepitas de naranja, manjar atractivo para estos peces, mordían los pequeños anzuelos que invadían las sombras de los charcos serenos. A estos y otros anfibios y reptiles, está dedicada la segunda sección de la obra.

Seguidamente, el autor se refiere a las aves. En lo particular, me gustaron sus cavilaciones sobre el bin-bin, ese bello saltarín que animaba mi juventud desde las ramas de un antiguo calabazo. Ahora viene en las tardes al guásimo del patio y su fino canto se pierde con el viento norte que baja implacable por las faldas desoladas de la Cordillera Central. Me abriga gran nostalgia oírlo, verlo en su máxima hermosura, y siento cuando se aleja que entre sus alas se lleva parte de mi vida. ¡Bendito sea por siempre el tierno canto del bin-bin que me abate y embelesa hasta el llanto de mi alma y de mis penas!

A los mamíferos que aún se observan en la Ciudad de Panamá, está dedicada la tercera sección. Se interesa por los monos que habitan el Cerro Ancón y el Parque Natural Metropolitano, por las ballenas que de cuando en vez se divisan en la Bahía de Panamá, el murciélago frutero, por las ardillas —las ardillas, pienso, se alimentan de la energía del sol, tiemblan nerviosas, eléctricas—, los mapaches de la Calzada de Amador, por los ñeques y venados que viven cerca e indiferentes de los enredos citadinos, y los ratones de casa, tan prudentes y sigilosos como abundantes y traviesos.

Sin dudas, lo que más me atrajo de la última sección del libro dedicada a las plantas y frutos, fue la referencia al Cuipo del kilómetro 67. Desde niño lo admiré imponente y soberano, como un rey mudo que no requiere palabra, a orillas de la vía Interamericana (desde que era solo de dos carriles), cerca de Sajalices. Alguien dijo que se trataba de un árbol Panamá y le creí, sin saber lo que siempre supo el científico. Las pocas veces que viajo a la Capital, busco su presencia, admiro sus anillos circulares, su ‘copa pequeña y concentrada'. Su tronco guarda mil historias, mil leyendas sin contar se esconden en esa corteza empapada de lluvias y de soles.

Con más de diez libros publicados y un número indeterminado de artículos, la apasionada obra de Jorge nos reitera la importancia de esa toma de conciencia dirigida a proteger la biodiversidad circundante, a convivir y conservar nuestro medio. Es una obligada lectura para todo ciudadano que se preocupa por la vida y su entorno, en especial para los que viven en la Capital, donde cada día esa convivencia se hace más hostil.

Cae la tarde en mi pueblo. Llegó el bin-bin al guásimo y pienso en Jorge Ventocilla niño, inquieto y curioso, con los bolsillos llenos de hormigas y grillos y de luciérnagas que brillan con luz propia, como el paso de su productiva vida por los senderos de la frágil y húmeda selva istmeña. Ojalá pronto, un día cualquiera, vuelva a mi casa a sorprenderme con otra estupenda obra, llena, como la comentada, de trinos y colores, de furtivas miradas y colectivas memorias.

ABOGADO

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