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- 03/01/2024 22:29

Algunas madrugadas la mamá salía a rezar el rosario detrás de la casa y pedía que nadie la interrumpiera. Bendita mujer, pensaban todos, sacrificando su sueño pidiendo protección para el lugar. Pero nadie notaba sus ojos desencajados al regresar dentro de su casa, nadie se percataba de sus cabellos desordenados, y nadie se daba cuenta de los pequeños bultos sangrientos que ocultaba entre su vestido.
Y tampoco nadie veía a Emarosa, la dulce y amable niña, devorando con ansias los corazones de las víctimas y mirando a su madre con ferocidad, exigiendo cada día más.
Los animales eran muertos por una criatura tan sigilosa que nunca oyeron, y tan esquiva que nunca vieron. Y de nuevo, otra tragedia peor: el recién nacido que amaneció sin corazón, al lado del catre de sus padres.
Esa mañana de sábado retornaron algunos hombres del trabajo, entre ellos el padre de Emarosa quien, después de escuchar todos los acontecimientos, con su dulce hija sentada a su lado, tomó su cuchillo y en un movimiento tan repentino que nadie pudo predecir, lo enterró en el corazón de ella, ante la mirada estupefacta de todos los presentes. Su vida no duró una hora más: lo ataron de manos mientras encendían la hoguera, en la cual murió, sin decir una palabra ni proferir un solo grito.
El cuerpo de Emarosa fue llevado a su casa para el velatorio. El ebanista le fabricó un cajón digno de una princesa y entre las mujeres recogieron decenas de flores que enmarcan el rostro angelical de la niña. Mismo rostro que se fue transformando de a poco en uno muy diferente al de Emarosa. En cuestión de minutos, y ante los ojos atónitos de todos, la piel de la niña se fue tornando gris, casi negra. Sus labios semiabiertos asomaron entre sí filosos y verdes dientes. Sus pequeñas manos fueron tomando forma de garras, y entonces todos empezaron a gritar y huir. Los más valientes rociaron querosene en el cajón, mientras le encendían fuego. La madre seguía en la esquina, siendo testigo muda de todo, junto a sus dos pequeñas. En medio de la oscuridad que ya iba cayendo, algunos notaron las garritas que se asomaban bajo las mantas de las niñas, en el lugar donde habían estado sus manos.
Todos salieron, mientras la madera crujía devorada por las llamas que se extendieron a toda la casa. La madre les lanzó una última mirada de tristeza, mientras ella y sus dos criaturas eran consumidas vivas por el fuego.
