La Orquesta de Cámara del Istmo, integrada por jóvenes músicos formados localmente, ha demostrado que es posible cultivar un proyecto musical con ambición,...
- 28/11/2010 01:00
n el escenario unas mesas y apenas un puñado de sillas de madera cruda, unas botellas de vino con unos cuantos vasos y tres focos. En la oscuridad el sonido de percusión sobre una caja. Nada más que eso y un talento enorme, asombroso. Un talento que con esos elementos y la maestría de su voz logra arrastrarte a una historia que no es la tuya, pero que sientes tuya mientras ríes o lloras con la dignidad, el arte y la locura de Miguel Pantalón, el genio, el ídolo, el ‘encanto’ que no lo era. Una historia que nos cuenta Rafael Álvarez ‘El Brujo’, un testigo, que en su magistral actuación, nos relató una historia de flamenco, de cante y de arte.
La luz levanta poco a poco y surge en el es cenario una marea de voz, movimiento y duende que durante hora y media, poco más o menos, tuvo al público al borde de la butaca, riendo hasta el llanto, llorando con una sonrisa en los labios, aplaudiendo con las manos trémulas en ráfagas impulsivas, un público que aplaudía porque se sentía impotente para hacer cualquier otra cosa, que instaba al actor a continuar, a contar más, a decir más. Un público que entendía por ósmosis los giros dialectales del acento gaditano, de la jerga flamenca, un público que comprendía al actor en cada uno de los gestos, de las intenciones y, sobre todo, de los silencios. En la única representación de la obra ‘El Testigo’, la semana pasada, Rafael Álvarez, ‘El Brujo’, logró lo que muy pocas veces se logra ver en un teatro, que todos y cada uno de los presentes se entregaran a él sin condiciones, sin restricciones. Y sin mirar el reloj.
¿QUIÉN ES EL BRUJO?
Andaluz de nacimiento, Rafael Álvarez es un cómico de la lengua, de registro inusual e inimitable que compagina su actividad teatral con el cine y con la televisión. Ha llevado sus espectáculos por los festivales de teatro más prestigiosos del mundo. Y ha recibido los más importantes galardones que se conceden al arte teatral, incluyendo, en diciembre de 2002, la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, máximo galardón que concede el Ministerio de Cultura de España.
En palabras de Francisco Ortuño, Director del Centro Andaluz de Teatro, ‘Con El Brujo(…) la escena toma aire, se regala a ella misma la palabra no escrita, la de las tablas, aquella que al decirse se encarna y entonces, bajo la luz del teatro, el flamenco se humaniza en cada chorreón de voz que busca oídos por donde pasar, corazones en los que hablar, paladares de lo exquisito y lo popular en un mismo instante, aroma de una razón poética y escénica’.
Frases memorables quedaron flotando en el espacio entre el actor y el público, girando como pavesas que arden de genialidad: ‘El cante es un bulto grande de muchos colores, yo lo veo, pero no puedo cantarlo’ nos dice Miguel Pantalón en la voz desgarrada de su testigo, tratando de expresar con palabras la inconformidad de los genios, la imposibilidad de abarcar la perfección. Pero esa noche, escuchando al Brujo, todos los que estábamos en el teatro lo vimos, vimos el arte, estaba en el foro, llenaba el Ateneo de la Ciudad del Saber. Rafael Álvarez, esa noche, no sólo lo vio, sino que lo cantó y nos lo contó. Fue el perfecto testigo de todos los grandes maestros del flamenco, de los que ya no están, de los que incluso cuando cantaban mal cantaban bien, él encarnó en su monólogo a todos los que se fueron, a muchas personas en una sola voz perfectamente conjugadas en sus historias, en sus fiestas, en sus quejidos, en sus miserias y su dignidad, y sobre todo en el absoluto respeto al arte y al saber hacer.
UN HOMENAJE AL FLAMENCO
Este monólogo, adaptado por Rafael Álvarez del texto homólogo de Fernando Quiñones, se presentó en Panamá coincidiendo en el tiempo con la declaratoria por la UNESCO del flamenco como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, ‘que siempre lo fue pero ahora le dieron los papeles’, como dijo Álvarez. Este espectáculo fue un homenaje sincero y sentido, al flamenco y a los flamencos, que son ‘ángeles con las alas rotas que se quejan’.
Para los que aman el flamenco ver ‘El Testigo’ fue un homenaje a los antiguos, a los grandes, un placer y un privilegio; para los que no lo sienten de la misma manera, fue un recorrido por una ciudad que ya no existe, por un modo de vida que ya no es, por un sentido del arte que se fue para no volver, empujado, (como dijo el Testigo), por el dinero, ‘porque el arte es pobre y cuanto más arte más pobre’. Nos mostraba, en el embrujo de sus palabras, el valor y la dignidad de un artista que, aún muriéndose de hambre no canta por dinero. Las palabras del Brujo, como un encantamiento flamenco, nos hicieron oír, sin escucharlas, la soleá, la seguirilla y la saeta. Nos hicieron respetar la dignidad del ídolo que era insoportable, pero que tenía ‘aquello’, y cuando ‘aquello’ se le brincaba y le brillaban los ojos, la gente se estremecía, como se estremeció el teatro con la ovación final a Rafael Álvarez, El Brujo. Pocas veces en Panamá tenemos la oportunidad de deleitarnos escuchando a uno de los grandes mientras llena el escenario con su sola presencia. ¡Gracias, maestro!