Un buen estudiante, tranquilo y algo introvertido, que fue monaguillo y empleado en un supermercado antes de alcanzar la fama. Esos son algunos retazos...
- 22/04/2012 02:00
H ace días que quiero comentar el tema de los colegios que prohíben a las niñas y adolescentes afrodescendientes asistir a clase peinadas con trencitas y moñitos.
Confieso, sin ánimo de ofender, que cuando leí el reportaje donde se denunciaba el caso (Su hija no puede venir a la escuela con ese peinado, en La Prensa del 2 de abril), lo primero que pensé fue en lo evidentemente irónico del asunto: un acto de discriminación que ocurre justo cuando la cabeza del Ministerio de Educación es una mujer afrodescendiente. Me quedé ‘deunapieza’, como diría el camarada Cortazar.
Obviamente la ministra no tiene la culpa, pero yo esperaría que al menos tome cartas en el asunto, por empatía y solidaridad con el grupo étnico al que pertenece. Y así fuese china, el absurdo total que revela la norma anti moñitos, que más que racistas es claramente antinatural, invita a que tome una postura en este caso.
El Ministerio de Educación no puede permitir que cada colegio haga lo que considere en materia de disciplina, más si se está usando como excusa para obligar a las niñas a alisarse el pelo. Tampoco nosotros, todos los panameños debemos intervenir y velar por la calidad de la enseñanza, para que la educación no se convierta en una herramienta castradora de la identidad. Que ya lo es, lastimosamente.
Y es ahí donde quisiera enfocar la discusión: al poco respeto que existe en Panamá por el derecho a la identidad. Porque no creo que sea solo un tema de discriminación racial contra los negros. Estoy seguro que si un niño ngäbe quisiera ir a clases con un accesorio de su vestuario tradicional, tampoco lo permitirían, aunque en sí mismo no tenga nada de malo.
Lo mismo que si un chico citadino que es skater, por poner un ejemplo, quiere pintarse el pelo de verde con el consentimiento de sus padres, sus profesores jamás lo dejarían entrar a clases. Y para mi es igualmente discriminatorio. No podemos seguir viendo la identidad y la cultura solo bajo el prisma del origen o la etnia, sino como un ente vivo en el que intervienen muchos aspectos. Uno de ellos es la apariencia. Y sí, por radical que parezca, la gente tiene derecho a lucir como les plazca y a recibir educación más allá de cómo luzcan. Sobre todo cuando son niños y adolescentes, etapa donde se desarrolla la personalidad.
Los colegios no son academias militares, son centros de formación humanística. Sin embargo, en Panamá se cree que educar es convertir a los niños en autómatas que luzcan iguales (eso sí, bien bonitos), no cuestionen las normas y repitan la lección como papagayos, sin analizar lo que están diciendo. Y así salen a la calle, graduados con honores, disciplinadísimos y bien peinados, pero sin haber reparado nunca en la pregunta más básica de todas: ¿quién soy?
Por no pensar y discutir la importancia de defender la identidad, es que el 99% de las mujeres negras panameñas no conocen su pelo afro en estado natural, lo que a mí francamente me desconcierta (tanto como la obsesión generalizada de las panameñas por el blower, pero eso da para otra columna).
Lo mismo que los códigos de vestimenta que se imponen en oficinas públicas, universidades y hasta hospitales ¿O es que se olvidan del caso del señor al que se negaron a atender en una policlínica porque fue en cutarras? Ya ni en el Registro Civil te permiten salir en la foto de la cédula como uno quiera, ¡y es el documento de identidad personal! Y eso es grave, porque el estado, desde diferentes instituciones, está atentando contra el derecho a definirnos como queramos. Y tristemente inicia en el aula de clases.
PERIODISTA