La década intoxicada

C uando llegué a Europa a finales de los años ochenta, dejé un país prácticamente en ruinas que se debatía entre la dictadura militar, l...

C uando llegué a Europa a finales de los años ochenta, dejé un país prácticamente en ruinas que se debatía entre la dictadura militar, la crisis económica y las aspiraciones – legítimas – de democracia. Panamá tenía su versión de esa década perdida latinoamericana que no terminaba de salir de la Guerra Fría, donde el narcotráfico había entrado en la escena para complicar las cosas. Y al llegar a Europa, a Francia, sentí un gran alivio porque tuve la impresión de que finalmente había salido de un país que no ofrecía ningún tipo de futuro, de un continente que, además, estaba intoxicado de ideología, porque si no eras de derecha eras de izquierda. Si no eras revolucionario eras reaccionario. García Márquez o Vargas Llosa.

La década del ochenta no solo fue una década perdida, sino una verdadera década de intoxicamiento ideológico, de miopía y de egoísmo hacia las nuevas generaciones de latinoamericanos que vivían en un continente lleno de trincheras, guerras y guerritas, no solo en las montañas y en las ciudades sino también en los salones literarios. Al llegar a Berlín, antes de que cayera el muro, no me pasó desapercibido de que, para muchos jóvenes europeos, ser latinoamericano era sinónimo de ser revolucionario: Guevara, Debray, el Sandinismo, el Salvador. Por todas partes había comités de solidaridad. Y si eras panameño como yo ya te convertía en sospechoso inmediato de estar bajo la influencia gringa, cosa que, por otra parte, nunca he negado si se trata del pragmatismo americano y de su gran tradición liberal.

Así de simple era el mundo antes de que cayera el muro de Berlín, un orbe que estaba bloqueado por la Guerra Fría, tanto en Europa como en América Latina, un mundo donde los grandes profetas latinoamericanos nos presentaban la revolución o la democracia como el paliativo de la humanidad sin darse cuenta de que pertenecían a la misma categoría de intoxicados que eran más amigos de sus ideologías respectivas que de la gente que aparentemente querían redimir de todos sus males y problemas. Al llegar a Europa, en fin, América Latina era sinónimo de revoluciones, dictaduras militares, golpes de estado, populismos y guerrillas. Y la democracia, en boca de sus beligerantes defensores, era otra cruzada más con la espada en la mano. A aquel continente yo no quería pertenecer, a ese intoxicamiento que todavía no ha terminado de ahogar a sus profetas.

COLUMNISTA

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