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- 31/07/2011 02:00
V iajar es comparar. Jamás he escuchado de ningún viajero que, enfrentado con las glorias o miserias que se encuentran fuera de casa, no sucumba a la tentación de suspirar con envidia u orgullo pensando en su país. Sentado cómodamente en un café en la estación central de trenes de Rabat —frapuccino en mano y conectado a Internet— tampoco pude evitar la odiosa comparación: ¿como puede ser que Marruecos, un país 10 veces más grande tanto en población (33 millones) como en área (711,000 km2) que Panamá, cuyo ingreso per cápita anual es 2.5 veces menor que el nuestro ($11,788 vs $4,604), tener un sistema de trenes relativamente bueno y casi 1,500 kilómetros de autopistas, mientras que en Panamá tenemos un par de pseudo-autopistas y un sistema ferroviario fantasma?
Con infraestructura o sin ella, pronto recordé donde estaba. Al arribar el tren se perdió cualquier ilusión de civilización, de frapuccinos o wifi, y lo que siguió fue una estampida hacia las puertas de los vagones. Por estas latitudes, el concepto de dejar salir para luego entrar no está muy bien asimilado. Los de adentro intentan salir antes de que sea imposible y los de afuera intentan entrar antes de que les roben los asientos, todo en medio de un calor sofocante. Si mis odiosas comparaciones me habían llevado a otro lugar, acababa de aterrizar.
Naturalmente, me quedé sin asiento, y asumí con entereza y dignidad la posibilidad de pasarme las tres horas de viaje hasta Fez en el ruidoso y movedizo espacio entre los vagones. En todo caso, la puerta del vagón permaneció semiabierta, dejando entrar una brisa agradable. Además, un muchacho mauritano corrió la misma suerte que yo y nuestra conversación en una lengua anglo-francesa bastante macarrónica me entretuvo por un buen rato. Inesperadamente, luego de pasar la estación de Kenitra—media hora después de salir—el tren se vació bastante, y tras despedirme de mi amigo pude disfrutar del resto del viaje cómodamente sentado.
BIENVENIDA A FEZ
La estación de Fez es bonita y está bastante bien cuidada. Al salir de ella, sin embargo, te das cuenta de que ya no estás en el Marruecos urbano y cosmopolita de Rabat. A primera vista, Fez da la impresión de estar medio en ruinas. Hay grúas y obras por toda la ciudad. Los autobuses son cuadrados, inmensos y viejísimos, tan viejos que parecen pedir piedad, que los dejen descansar de una vez por todas. La ciudad tiene un predominante tinte crema-chocolatoso. Es el color de la tierra, que levanta un polvo que lo mancha todo. Incluso la ropa de la gente parece oscilar entre el crema y el gris, una monotonía sólo rota por las coloridas túnicas y velos de algunas mujeres.
Un rato después nos encontramos con Foad, un chico que contactamos a través de CouchSurfing (un servicio online para conseguir alojamiento gratis). Foad, un muchacho flaco, de tez morena y dientes saltones, es guía turístico, y conduce un van —un taxi ‘de lujo’ en términos marroquíes— que pertenece a la empresa para la que trabaja.
Por los próximos tres días, sin embargo, nosotros seríamos sus invitados, dormiríamos en su casa y compartiríamos mesa y mantel con su familia. Los miles de turistas que vienen a Fez cada día lo hacen normalmente para ver su monstruosa medina, pero nosotros vinimos a probar la vida común. Tan común que poco tardamos en descubrir que ‘pobre’ es una palabra que se queda corta para describir el inglés de nuestro anfritrión. Básicamente, Foad manejaba un puñado de frases (‘How are you?’, ‘Take your time’, ‘I miss you’, Welcome in the Fez’) y alguna que otra palabra (‘good’, ‘nice’, etc.) que, dependiendo de la situación, pronunciaba con diferentes tonos y gestos para darle significados más complejos. Las próximas 72 horas se empezaron a perfilar como una película muda en el corazón de Fez. Era el momento de afilar los demás sentidos...
ENCUENTRO DE DOS MUNDOS
Foad vive en las entrañas de la ciudad. El viaje desde la estación nos tomó unos 20 minutos, una ruta imposible de memorizar. Además, el tránsito en Marruecos no es como en cualquier otro lugar. En un país sin democracia, las calles son lo más democrático que hay. Automóviles, motos, caballos, burros, gatos, perros, bicicletas y peatones circulan como si estuvieran por su casa. Casi ninguna calle tiene carriles marcados, y mucho menos señales, por lo que dependiendo del momento una misma calle puede tener 2, 3 o 4 carriles y la circulación puede ser en un sentido u otro. En todo caso, al llegar al barrio de Foad —un barrio bastante ‘difícil’, por decirlo así— no pude evitar encomendarme a los dioses. Cuando viajas es inevitable tomar riesgos, y a veces somos extremadamente inconscientes de los mismos. La oportunidad de compartir unos días con una familia local es única, y debe ser aprovechada, pero adentrarse en una ciudad marroquí con un desconocido no es un riesgo menor.
La casa de Foad tenía la forma de un cuadrado estrecho y alargado hacia arriba, con cuatro pisos. Las paredes estaban adornadas con bonitos y coloridos mosaicos, y en las paredes colgaban fotos de La Meca y cuadros con versos del Corán. Curiosamente, la foto del rey Mohamed VI —prácticamente omnipresente en este país— no era parte del decorado. Aquí vivía casi toda la familia de Foad, sus dos padres, unos cinco hermanos y varios sobrinos. Nadie hablaba inglés y sólo una hermana hablaba francés, por lo que la comunicación se desarrollaba a base de gestos y sonrisas. La madre de Foad, una señora bonachona y siempre sonriente, intentaba darnos la bienvenida de la manera más cálida posible. Sus pequeños sobrinos y sobrinas nos miraban con mezcla de miedo y asombro, y luego salían corriendo.
Por la televisión entraban imágenes de películas y series de Hollywood y videos musicales de MTV. ¿Cómo será —pensé— crecer en un lugar donde los medios y el mercadeo transmiten imágenes que contradicen las normas y tabúes más fuertemente enraizados en la sociedad? Al ver a los sobrinos de Foad, y a las decenas de niños que correteaban por las calles de su barrio, sentí el deseo de que alguien me asegurara que iban a estar bien. Que iban a crecer en un país próspero y seguro, y que las contradicciones de una sociedad islámica dentro de un mundo globalizado no los iban a llevar a odiar todo lo que es distinto.
Después de dejar nuestras mochilas y cenar, volvimos a salir en el taxi a tomar algo con Foad y su hermano. El camino me dejó sensaciones contradictorias. Por un lado, allí estábamos, un grupo de personas de países diametralmente opuestos, que no compartían ni lengua ni cultura ni religión, fraternizando y pasándola bien. Por otro, no podía olvidar que estábamos en un taxi, y las miradas que nos dirigía la gente al salir del barrio de Foad —alguno hasta gritó ‘Fuck you!’— nos recordaba quién era quién: nosotros los turistas, educados, bilingües y venidos de fuera con dinero y aparatos electrónicos caros, y él el lugareño, haciéndole de chofer a extranjeros desconocidos. Preocupaciones aparte, pasamos el resto de la noche fumando shisha, riendo e intentando conversar.
TAN IGUALES, TAN DISTINTOS
Esa noche, mientras escuchaba la música atronadora que entraba por la ventana de la habitación, Foad y su hermano —acostados en el piso igual que yo— conversaban animadamente en árabe. Recordé cuántas noches había pasado yo mismo conversando con mi hermano en la oscuridad, y pensé en lo similares que somos los seres humanos, y lo distintos que nos empeñamos en parecer.
Una vez mi cuerpo se acostumbró a la superficie del suelo, logré conciliar el sueño. Tres horas después, a las 4:30 a.m., la voz del muecín entró tan violenta y repentinamente por la ventana que por un momento pensé que había venido a gritarme en el oído. Mientras los musulmanes hacían la primera oración del día me volví a dormir, y allí, sobre el piso de aquella casa en las entrañas de Fez, pasé una de las noches más plácidas de este viaje. Al día siguiente me esperaba mi primera comida con las manos —con la mano, mejor dicho, pues sólo se usa la derecha— y el primero de muchos encuentros con un retrete turco, un inodoro en el que se ‘trabaja’ en cuclillas, dos episodios que me harían comprender que, al menos en ese sentido —la manera como metemos y sacamos la comida de nuestro cuerpo—, sí que somos bastante distintos.