Mabel

  • 02/02/2019 01:00
Desde su límite, la verja negra y rudimentaria, observa el tiempo pasar y estira una mano por entre los pequeños barrotes cuando algún caminante se acerca lo suficiente a este costado.

La sangre se empieza a filtrar por los retablos verticales de madera.

Las tardes en la casa de los Martínez pasan sin ninguna novedad aparente. El cielo se serpentea como si de un celofán se tratara, estirado sobre pilares invisibles que lo ayudan a tenderse como un terraplén en colores rosas, azules, lilas. Del otro lado de la verja, sonríen los pequeños que van en sus bicicletas apurando el paso de la niñez y del verano que no tendrá más remedio que acabar. De este lado, mira Oliver con sus dos ojos pardos cómo ponen vasos de plástico en el rin de la rueda trasera imitando el sonido del motor de las grandes motos. Oliver no tiene bicicleta ni patines. Apenas ha aprendido a amarrar las trenzas de sus zapatos.

‘Así funcionaban: los Martínez no están más tiempo del necesario en la casa. Ambos atareados entre demandas, citaciones, entes gubernamentales, estrados y también bares, cantinas, clubes. La modernidad, familias a destiempo.

Desde su límite, la verja negra y rudimentaria, observa el tiempo pasar y estira una mano por entre los pequeños barrotes cuando algún caminante se acerca lo suficiente a este costado. La búsqueda insondable de una aproximación. El sonido de las bicis, los gritos infantiles, las hojas de los árboles, el cascabel de la gata de color gris que camina sobre sus cuatro patas, impávida. Mabel postrada en el porche de la casa en el tercer peldaño de la escalera que une el piso de terracota con la cerámica de granito blanco. Blanco como todos los suelos de esta casona antigua, donde los Martínez dicen vivir y ser felices. Oliver mira a la felina. Con la punta de su lengua humedece sus pequeños labios pálidos y Mabel lo mira con sus ojos heterocromáticos, combativa.

Oliver, es hora de la cena, dice una nana cansada de arrastrar por los balcones y las aceras y las calles sus eternos años y su agotado cuerpo. Oliver, entra ya. Y Oliver sentado frente al plato de hoy sopa, mañana puré y plátanos, el día después emparedado de atún. Ensimismado frente a la cena de la cual nunca prueba más de dos bocados. Estoy lleno, nana, solía decir limpiándose los labios secos. Mientras Mabel, postrada en un rincón, observa desde su mundo de siete vidas cómo la mirada del único hijo de la familia la ronda como una amenaza.

La mañana del sábado se estacionan los padres de Oliver en el patio. Miso, miso. Aturdida del viaje, la Sra. Martínez llama a Mabel que sale corriendo cuando escucha su voz y pasa su alargada cola por las pantorrillas enfundadas en medias panty. El Sr. Martínez se encamina a la habitación matrimonial, no sin antes saludar con desdén a su hijo aún entredormido, que mira desde su cama la cara desconocida de su padre. Mabel recibe mimos, arrumacos y demás sinónimos de esas manos que huelen a nicotina y que hace tanto no se posan sobre ningún otro cuerpo humano.

Oliver, es hora de almorzar, repite aquella nana tuerta, intentando que el niño coma, y el niño sólo ver a Mabel y oír cómo el vibrar del dije en su collar queda hipnotizado. Estoy lleno, nana, no tengo hambre. Una y otra vez, la misma voz, el mismo tono y la misma lengua llena de pelos. Adiós cariño, le dice desabrida su madre al salir de la casa apenas pasado mediodía. Así funcionaban: los Martínez no están más tiempo del necesario en la casa. Ambos atareados entre demandas, citaciones, entes gubernamentales, estrados y también bares, cantinas, clubes. La modernidad, familias a destiempo. Adiós, Alba, dice Oliver cuando ya el eco de las pisadas del par de tacones tipo bobina no se puede escuchar desde el interior.

El resplandor blanquecino de la luna cae por los vértices de la casa. Oliver escucha las llantas del auto que se estaciona y baja en tropel por la escalera que conecta su habitación con el comedor. Los pasos embriagados de los Martínez llegan hasta el zaguán, la nana abre la puerta con su crujir característico (el de la puerta y el de ella). Miso, miso. Llama ella con su voz avinagrada a una Mabel que no responde. El niño no ha querido comer nada, señora, nada de nada. Miso, miso. Insiste sin siquiera prestar atención al comentario. El plato de comida yace antártico en la mesa y Oliver con los hombros pegados a la pared mira a su padre que lo saluda cual autómata quitándose el jersey. Oliver con los ojos vibrantes en sus órbitas ve a su madre desesperada en la búsqueda de la felina. ¡Oliver!, grita Alba despavorida al recorrer la pared con la mirada. La sangre se empieza a filtrar por los retablos verticales de madera. Oliver con la boca manchada y roja la mira con complacencia.

AUTOR

EDUARDO BELLO

@eduardo__bello

Los Teques, 1992. Lector miope. Profesor de idiomas egresado del Instituto Pedagógico de Caracas.

En 2014 publica la plaquette de cuentos Miopía Caraqueña , bajo la editorial El pez soluble.

Sus cuentos y poemas han sido publicados en la revista ‘Panorama de las Américas' (Copa Airlines), ‘Maga' (#78), De un tiempo a esta parte: Asamblea de nuevos cuentistas en Panamá (Foro/Taller Sagitario Ediciones, 2016) y en medios digitales.

Enseña español en la Escuela Internacional.

Lo Nuevo