La interconexión eléctrica entre Panamá y Colombia es una prioridad bilateral, y la oposición de las autoridades comarcales no frenará el proyecto.
- 24/02/2013 01:00
PALABRA. C uando a las 7 de la mañana retumban los primeros platillos, bombos y trompetas, las calles de Oruro se vuelven tierra de nadie. Es ahí –en ese preciso momento– donde Dios y el diablo, desde hace 2000 años, estrechan sus manos. Es un pacto de cuatro días. Sólo cuatro: lo que dura el carnaval.
El diablo se encuentra en lo profundo, debajo de la iglesia donde se escondía la entrada a la mina, hoy hecha museo. Allí donde reina el Tío de la Mina o Supay, el ‘Diablo bueno’ de la mitología andina: una figura de barro que luce fuego en el torso de su vestido y botellas vacías a sus pies, decorados con hojas de coca y cigarros.
Dios está representado por la Candelaria o Virgen del Socavón, que no es otra que ‘la Mamita’, como la llaman los fieles con devoción. Aquella que en la mina del cerro Pie de Gallo protegió el cuerpo de un ladrón herido en una de sus fechorías del viernes por la noche y lo guió hasta su escondite. A la mañana, los mineros no sólo encontraron al muerto, sino también a la virgencita a su lado. Desde ese día la llamaron Virgen del Socavón y su aniversario es festejado los sábados de carnaval.
Durante la tregua entre cielo e enfierno la convivencia se materializa en música y danzas. Para celebrar esos cuatro días, miles de bolivianos de todas partes del país trabajan durante todo el año. Ahorran en billetes y en monedas para comprar las telas para los trajes. Bordan cada figura, cosen a dedal las lentejuelas, buscan plumas en la montaña y quirquinchos en los pozos.
—Toda mi familia juntó dinero para hacer este traje. Hubo que ahorrar 500 dólares, y por ellos estoy acá, para cumplirle mi promesa a ‘la Mamita’.
Dice Bartolina, de la Fraternidad Cullaguada Oruro, que se mueve haciendo una coreografía que lleva nueve meses ensayando.
Su sonrisa de par en par deja al descubierto sus dientes de oro que hacen juego con los bordados de una pollera ceñida que completa a todo lujo con finos guantes blancos a la altura de los codos, botas altas de cuero y un sombrero bombín.
La Fraternidad es lo que en Brasil sería un scola do samba, en Argentina una murga y Panamá una comparsa. La Cullaguada Oruro lleva 44 años ininterrumpidos saliendo en el Carnaval boliviano, que fue declarado Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad por la Unesco.
La danza de la cullaguada representa el vínculo entre lo económico y lo social. Cullawa se les decía a los hiladores y tejedores, que durante el reinado de los kollas se constituyeron en progresistas industriales por ser los transformadores de la materia prima: la lana de llama.
Sus trajes van acompañados de una orfebrería lujosa y al danzar representan el amor aymara en un baile que se encuentra reservado sólo a jóvenes solteros. La tradición dice: ‘No vayas a la cullaguada con tu querencia, porque en la cullaguada la dejarás’.
La Cullaguda Oruro es sólo una de las 48 fraternidades que en total suman más de 30 mil bailarines y 10 mil músicos que recorren casi cinco kilómetros bailando y tocando sus instrumentos por la ciudad hasta llegar al templo de la Virgen del Socavón esa ‘Mamita’ que tiene mucho de la Pachamama, de la Madre Tierra.
DIABLADAS Y CAPORALES
Los honores del público son para la Diablada. Todos esperan con sus cámaras y celulares a punto de foto que pasen danzando esos diablos de capa y caretas con cuernos para tendeles las manos. Es la devoción por las tinieblas. Es la lucha del bien contra el mal, de los siete pecados capitales. El Arcángel San Miguel y la Virgen de la Candelaria contra los Diablos y Satanases.
También es una sátira contra el conquistador porque la Diablada implica una rebeldía del mitayo minero que, disfrazado de diablo contra sus opresores, utiliza la danza religiosa para expresar sus ansias de libertad y su lucha para lograrla. El carnaval era la única vez en el año en que el mitayo tenía permiso para salir de la mina y festejar, de ahí la desinhibición y la reivindicación de esa dignidad perdida.
Los negros traídos como esclavos desde África también ocupan su espacio en el carnaval con las morenadas. En la colonia, los esclavos fueron a parar a las minas pero el frio acabó con ellos.
En sus bailes se los ve sufriendo por el látigo de los caporales: el mulato convertido en capataz, verdugo de los de su raza.
En son de paz aparecen los tobas, emplumados en su cabeza y con el rostro pintado, que representan a aquellos pueblos vencidos por los incas; y la llamerada: los esquiladores de llama que bailan de un modo ágil y contagioso. Sin duda, la ternura de la fiesta está en los osos, hombres y mujeres metidos en unos trajes de peluche que se abren paso entre los diablos y los músicos para ganarse a los niños.
Todos en Oruro, desde los danzarines hasta la señora que con una manguera, le va dando de beber a los que llevan los atuendos más calurosos, cumplen una labor importante en esta muestra de tradición andina. Sin premios en dinero ni ganadores simbólicos, este es el carnaval de la devoción y de la fe.
Es a 3.706 metros sobre el nivel del mar donde se vive la fiesta más colorida del altiplano, aquella que al principio era marginal, de los pobres mineros y hoy es visitada por viajeros de todo el mundo que se llevan en su memoria esa música sin fin de bombos, platillos y trompetas. Esa alegría de un pueblo que todavía reclama una salida al mar y que festeja a pesar de que ese mar le fue arrebatado en una noche de carnaval.