El pecado de Esther

Actualizado
  • 01/02/2020 06:00
Creado
  • 01/02/2020 06:00
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El pecado de Esther

Trató de recordar todo lo que Misha, su amiga, le había recomendado. Que bañara aquella cosa con alcohol. Como el ghetto tenía tantas carencias solo pudo encontrar una botella de vino avinagrado para usarla en su ceremonia. La lavó, la descorchó, para proceder a calentar un poco el líquido, y al reducirse en la vasija, una agradable fragancia llenó aquel cuartucho donde todo era muy pobre, por no decir paupérrimo.

El aroma le recordó aquellos tiempos en que la guerra no había comenzado aún, cuando en su casa siempre se cenaba vino y su padre, en la cabecera de la mesa, descorchaba las botellas y escanciaba lentamente, en las finas y transparentes copas de cristal, el rojo líquido. En la de los niños también vertía un chorrito y acariciaba sus cabezas ¡Qué bueno era su padre!

Fueron grandes momentos para todos. Hubo prosperidad y paz, y aunque las cosas fueron cambiando y se pudieron notar algunas señales de lo que posteriormente harían los nazis, su padre se negó abandonar Europa creyendo que lo que se contaba solo le pasaría a otros, nunca a su familia.

Se asomó a la ventana, regresó y volvió a sentarse, dudó un poco. El espejo en la pared la recriminaba, mostrándoles la desnudez de su belleza pero también reflejaba la tristeza de su alma.

Cuando los judíos fueron trasladados al ghetto se dio cuenta de que eso era como una sentencia de muerte. Todos formaron interminables filas luciendo en sus ropas la ignominia amarilla, una espantosa figura que en nada se le asemejaba a la reluciente estrella de David, símbolo de su pueblo. Dejaron atrás bienes y fortunas, así como todas sus historias pasadas.

Entraron y se apretujaron en los edificios que se asomaban a las estrechas calles de la parte más vieja de la ciudad. Ya ella había leído sobre los barrios judíos en la edad media y sobre los más recientes pogromos rusos. Su raza había sido atacada desde hacía ya 2000 años, por cualquier sospecha y por los más banales motivos. Pero habían sobrevivido refugiándose alrededor de su religión y de los lazos familiares.

Tuvo que hacerlo por el bien de su pueblo y de sus vecinos. Los favores sexuales con los que atrajo a aquel mayor de las SS ayudaron a sacar a muchos niños del ghetto, aunque fue muy tarde para librar a sus padres. Si se hubiera atrevido antes quizás los habría salvado de la selección que los llevó a viajar en esos vagones del ferrocarril.

El oficial de las SS se paseaba por la estación de tren que pasaba directamente por el ghetto. La idea había sido brillante, embarcar a los judíos directamente desde allí. Fue más fácil, no había que llevarlos en camiones, los sacaban de sus casas, y los hacían caminar por las calles con sus escuálidas maletas, para luego apretujarlos en los vagones. Antes de partir, los obligaban a dejar todo el equipaje en el que muchos ocultaban los restos de su fortuna.

Había sido idea suya, a su superior le gustó mucho. Eso le valió el ascenso a Sturmbannfuher. Como líder de la unidad de asalto estaba a cargo de la selección y el traslado de los judíos que irían a los campos de la “solución final”. Pero el alemán dentro de aquel gallardo uniforme verde gris, y adornado con esas elaboradas insignias, entre las que sobresalían dos calaveras, comenzaba a dudar sobre el futuro del Reich de los mil años y de toda la palabrería que había oído salir de la boca del Fuhrer desde sus días de las juventudes hitlerianas. Las noticias del frente ruso eran cada vez peores. Las derrotas en las batallas por el control de esa estratégica ciudad, que llevaba el nombre de su líder, podrían ser el principio del final en el que pagarían a ciento por uno todos sus crímenes.

La cantidad de uniformes alemanes ensangrentados que llegaban desde allá aumentaba con los días. Se le había encomendado a los judíos lavarlos y remendar los orificios que dejaban las balas. Lo hacían eficientemente en los talleres dentro del ghetto. Se aferraban al trabajo a favor del ejército opresor como a una tabla de salvación, los buenos trabajadores no viajaban en el tren sin regreso.

Sobre los judíos, había aprendido a odiarlos. Por avaros, diabólicos, sectarios, vagos, amantes del dinero y promiscuos. Usureros que chupaban las riquezas de Alemania y manchaban la pureza de la raza aria. Pero también había notado esos terribles momentos en que los judíos eran admirables. Los que salvaban la selección eran gente especial. Médicos, arquitectos, ingenieros o músicos virtuosos como no había visto otros. Recordaba aquel chico de diecisiete años que tocaba el violín como un ángel y al que puso a tocar a dúo con una bella joven, un poco mayor, que pulsaba el violonchelo.

El verla ejecutar ese instrumento, que colocaba entre sus piernas, era maravilloso. Recordaba cómo su negro y largo cabello se movía al compás de las piezas musicales de Wagner.

Ella decía que refería a otros autores y entonces al ver iluminar su rostro y notar la sensualidad de su cuerpo al interpretarlos, la había dejado incluirlos en el repertorio de la velada con la que agasajaron a los altos mandos alemanes aquel día que inspeccionaron el ghetto.

Desde entonces enloqueció por ella y aunque hubiera podido tomarla a la fuerza, no lo quiso así y habló con las autoridades judías del ghetto para que arreglaran una cita. Claro está que tuvo que hacer concesiones.

Lo pasado en el tercer encuentro fue espectacular. La combinación de sus cuerpos, casi perfectos, había generado una intensa pasión como nunca había vivido. Desde ese día Esther era su obsesión. A pesar de sus múltiples atenciones nunca logró que se mudara del ghetto ni borrar de su rostro esa triste sonrisa. Pero sí sentía su inmenso deseo de sobrevivir al holocausto.

Esther no se perdonaba haber disfrutado de las sensaciones desde aquella tercera noche que se acostó con el oficial alemán. En ocasiones anteriores había luchado y su mente había abandonado su cuerpo. Pero esa vez no. No se explicaba cómo había pasado eso, si él era un ángel exterminador, peor que el que había diezmado a los primogénitos egipcios. Él era enemigo de su pueblo, el ejecutor de todas las atrocidades cometidas en el ghetto. Ella lo había visto en las golpizas, fusilamientos, ahorcamientos y lo relacionaba con las terribles historias que giraban sobre lejanos campos de exterminio. Sabía que si seguía viva era solo por la lujuria despertada en esos periódicos encuentros. Pero ahora sentía su semilla vibrar en su vientre. Eso la hizo decidirse. Volvió a calentar la delgada varilla de metal en la hornilla y trató de desinfectarla con el alcohol. Verificó que la punta estuviera ligeramente curvada como le dijo Misha y entonces sí, con un movimiento envolvente la introdujo en su vagina para aniquilar el fruto del pecado.

El dolor no le impidió reconocer el retumbar de las botas militares en los desvencijados escalones que llegaban hasta lo alto de su puerta. Al mismo tiempo, en lontananza, resonaron los cañones de la batalla, señal de que el ejército rojo se acercaba a la ciudad.

Autor
Andrés Villa

Relacionista público del sector turístico económico y deportivo. Se esmera en recoger la historia, las vivencias y las tradiciones de la ciudad y del país en sus ficciones literarias.

Escribe novelas como La Nueve, una denuncia contra la violencia social y otras históricas como Correoso: Arrabal Ardiente, Runnels: el Verdugo de Panamá, 9 de Enero. La Novela y Crónica de los 100 años del Canal de Panamá, que de forma sarcástica celebra la fecha.

Su libro Leyendas, cuentos y tradiciones: 500 años de la Ciudad de Panamá fue de los más vendidos en la pasada Feria del Libro.

El cuento El pecado de Esther, forma parte del libro Perdedores.

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