Bab Al Azizia: leña del árbol caído

Actualizado
  • 02/10/2011 02:00
Creado
  • 02/10/2011 02:00
El tanque estaba allí, abandonado a un lado de la calle. Era un tanque soviético. Concretamente un T-72, quizá el tanque más ‘exitoso’ d...

El tanque estaba allí, abandonado a un lado de la calle. Era un tanque soviético. Concretamente un T-72, quizá el tanque más ‘exitoso’ de las últimas cuatro décadas, usado en más de 40 países del mundo —Cuba y Venezuela en Latinoamérica— y en más de 22 guerras y conflictos alrededor del planeta. El ejército libio, según los últimos registros, poseía unos 150.

El aparato —diseñado para intimidar, aplastar, matar, derrumbar... destruir, en definitiva— seguramente vivió mejores días. En algún momento fue el objeto de una reunión de alto nivel, de un apretón de manos entre Gadafi y un líder soviético y de una millonaria transferencia de petrodólares de Trípoli a Moscú. En algún momento fue el orgullo de un ejército, de un general o de un tirano. En algún momento su avance demoledor y su imponente cañón aterrorizaron los corazones de muchos enemigos, civiles o militares. Quizá incluso tuvo el placer de disparar una de esas gigantescas balas y destruir algo. Una casa, un edificio o, quién sabe, otro tanque. Pero todo eso ya pasó. Tirado allí, a un costado de una calle llena de escombros, el pobre tanque lucía grafitis y pintadas en su otrora orgullosa e impenetrable coraza.

Y lo peor, lo más humillante de todo eran los niños que jugaban dentro y fuera de él. Unos se colgaban del cañón, otros exploraban el interior y otros simplemente saltaban a su alrededor. Una de las armas más devastadoras jamás inventadas de repente se había convertido en un juguete. El tanque, quizá consciente, tenía un aire de solemnidad, de estoica aceptación, como si todo tanque supiera que éste momento podía llegar.

Yo, al ver a estos niños, recordé mi propia niñez. En el parque Omar, solíamos jugar toda clase de juegos en los esqueletos oxidados de un tren y una avioneta. La verdad es que nunca pregunté de dónde habían salido aquellos armatostes oxidados, y jamás pensé que vendrían a mi mente en Libia. Pero al menos eran armatostes civiles. ¿Qué efecto tendrá sobre estos niños el jugar en un tanque de guerra?

Pero no son sólo los niños. Libia, hoy en día, es un museo activo de armamento. Desde las ‘inocentes’ Kalashnikovs que porta cualquier hijo de vecino hasta éstos tanques, o los aviones caza y helicópteros Apache de la OTAN que sobrevuelan el país cada dos por tres. Los libios se han convertido en expertos en armas, y saben distinguir los distintos calibres con sólo oír los disparos, o saber con qué arma se destruyó una casa con un simple vistazo a las ruinas.

LA CIUDAD DENTRO DE LA CIUDAD

Estábamos en un área especial de Trípoli. Por décadas, el complejo de Bab Al Azizia fue el cuartel general del régimen de Gaddafi. Una ciudad dentro de una ciudad (seis kilómetros cuadrados, casi el doble que el Central Park de Nueva York), increíblemente armada y fortificada. Y diseñada para no caer jamás. Pocos libios habían entrado aquí, y los que lo habían hecho no querían ni volver ni hablar de ello. Por más que la extravagancia de Gaddafi le hiciera dormir en una tienda beduina en un lugar distinto cada día, era en este mastodóntico complejo donde se cimentaba su régimen. Controlar Bab Al Azizia, todos sabían, era controlar Trípoli. Y controlar Trípoli, naturalmente, era controlar Libia.

Curiosamente, la caída de Trípoli—y de Bab Al Azizia—fue relativamente silenciosa. La capital vivió una rebelión interna que se coordinó magistralmente con el avance de los rebeldes desde las montañas del oeste. A éste ataque se le llamó ‘Operación Sirena del Amanecer’. En cuestión de 72 horas, Bab Al Azizia —y casi todo Trípoli— estaba en manos de los rebeldes. Desde entonces, el denostado complejo se ha convertido en una extraña mezcla entre atracción turística y sitio de celebraciones.

Los niños jugando en el tanque fueron sólo la introducción. El lugar está profanado, completamente saqueado y en ruinas. Hay escombros por todos lados. Escombros de guerra, que lo dejan todo inservible e irreconocible. Pero aún así, se pueden reconocer cosas. Cada paso entre los escombros y el polvo revela un nuevo detalle, algo insospechado, que le da un giro más a la tuerca de la complejidad. Bab Al Azizia no era sólo un cuartel militar, un lugar donde sólo hablaban las armas y los juegos de poder. Hay bibliotecas enteras y cocinas. Salas de juegos y salas de estar. Despensas y depósitos de toda clase. En algunos edificios hay documentos, muchos, muchísimos, y de toda clase. Desde libros de aritmética hasta recortes de revistas en francés, pasando por cajas de DVDs. También hay marcas de balas, y una en particular que prueba que el vidrio anti-balas no es un fraude.

LOS TÚNELES

Y además, hay túneles. Túneles que conectan todos y cada uno de los edificios entre sí, y que llegan hasta el aeropuerto (y hay quien dice que hasta el Mediterráneo, a cuatro kilómetros de allí). Una red tan compleja y extensiva que aún no se ha descubierto toda. Al bajar y verla, te das cuenta que Bab Al Azizia no era una, sino dos mini-ciudades: debajo de la tierra hay exactamente todas las cosas que hay arriba, desde las salas amobladas hasta las cocinas totalmente equipadas. La impresión que causa una estructura así es fuerte, y en ese momento recuerdo a todos los libios que me han dicho, ofuscados por la ira, que Gaddafi era un estúpido. No, un estúpido no construye ésto. Al contrario, seguramente fueron éstos túneles por los que escapó cuando tuvo que hacerlo.

Intento buscar algo, un souvenir, pero nada vale la pena. Todo ha sido saqueado de manera oficial o extraoficial, por los rebeldes o cualquiera de las miles de personas que vienen aquí a diario. Los libios inspeccionan cada edificio, cada piedra, cada calle, cada muro, como si los 42 años del régimen de Gaddafi estuviera ahí, atrapados en el tiempo, y pudieran ser recuperados de alguna manera. Hay hombres, mujeres y niños. Hay quien hace turismo interno, visitando Bab Al Azizia como quien le echa un vistazo al nuevo centro comercial de la ciudad, y hay quien va a ver qué consigue entre las toneladas de escombros. En sus rostros se ven emociones complejas. Se ve la felicidad y la satisfacción de ver destruido lo que hace sólo semanas eran los muros que sostenían una dictadura. Se ve esa curiosidad avergonzada del que descubre los detalles de su propia opresión. Se ve incredulidad, al ver las inmensas proporciones del lugar y su compleja infraestructura.

ENTRE EL RESPETO Y EL DESPRECIO

Y se ve, también, un morbo un poco retorcido y casi imperceptible, un sentimiento a medio camino entre el respeto y el desprecio. Por un lado, cada libio —qué diablos, cada persona— que entra en Bab Al Azizia piensa, aunque sea por una milésima d e segundo, cómo habría sido estar en los zapatos de Gaddafi: haberse apoderado de todo un país a los 27 años, y luego ser el amo y señor del mismo por las próximas cuatro décadas; haber patrocinado el terrorismo internacional, desde Irlanda del Norte hasta Colombia, y decenas de brutales guerras en África, afectando la vida de millones de personas; haber sido uno de los demonios del mundo occidental y luego uno de sus grandes amigos; haber sido, para bien o para mal, una de las figuras clave del mundo durante la Guerra Fría y uno de los últimos productos de esa época en desaparecer. Aunque nos cueste aceptarlo, existe algo acerca del poder, y de las personas que tienen cantidades exageradas de él, que nos toca una fibra íntima, algo que no sabemos controlar. Sea el Papa, Noriega o Kim Jong Il, la mecánica es la misma. Mientras haya poder, nuestras consideraciones morales pasan a un segundo plano.

Por otro lado, es cuando se pierde el poder que las consideraciones morales hacen la diferencia. Por ende, los dictadores derrocados, de Hitler a Gadafi, son presa fácil, y provocan ese instinto cruel de hacer leña del árbol caído, de entrar en una orgía de difamación, ridiculización y caricaturización, como si hubiera que recuperar el tiempo perdido. Hoy, en Libia, un proceso similar ocurre con Gadafi. Por momentos, da la impresión de que el verdadero objetivo de la revolución no fue mejorar la vida del pueblo libio sino exclusivamente la virulenta humillación del tirano caído.

Y a pesar de todo, al examinar Bab Al Azizia con un mínimo de objetividad, uno sólo puede preguntarse cómo pudo una persona, un sólo ser humano, acumular tanto poder. Esa pregunta sea quizá la más importante de cara al futuro de Libia. Y sin embargo, nadie parece darse cuenta que la respuesta no está entre los escombros, ni aparecerá mientras los libios sigan vilificando y mofándose del hombre que los gobernó por más de cuatro décadas. Como escribió alguna vez Sun Tzu, si no conoces ni al enemigo ni a ti mismo, sucumbirás en todas las batallas.

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