Resistencia

Actualizado
  • 28/07/2018 02:00
Creado
  • 28/07/2018 02:00
El cuerpo de Iguasanike estaba tirado junto a otros, con los ojos muy abiertos miraba hacia el cielo. No estaba muerto, pero lo deseaba.

El cuerpo de Iguasanike estaba tirado junto a otros, con los ojos muy abiertos miraba hacia el cielo. No estaba muerto, pero lo deseaba. El cansancio, la herida en su cuerpo, la frustración de ver a su pueblo tomado por sorpresa y cayendo uno a uno, la impotencia de no poder salvarlos a pesar de tanto coraje, a pesar de tanta pelea.

Solo se escuchaba el estruendo de relámpagos seguidos por un humo azulado que ahogaba al respirarlo. Las paredes de caña quedaban perforadas por la tormenta de plomo, estaño y clavos. Una ráfaga de fragmentos parecidos a colmillos de serpientes de metal rasgaba la piel, devoraban las entrañas y llenaban de alaridos la paz de cada rincón de la villa. El que podía corría hacia la arboleda que se abría como las alas de un ave que espera a sus polluelos. Ninguno miró hacia atrás, nadie se asomó a los bohíos, todos estaban sordos a los gemidos, no escucharon a los que se apagaban; atrás quedaban las hogueras sobre los techos de pencas, las columnas de angustia, las explosiones y el revoltijo de masas. El fresco verdor se fue tornando rojo mientras una capa de cenizas lo iba cubriendo todo. La lluvia llegaba con su murmullo lleno de luto. Riachuelos de fluidos cálidos se regaban por el suelo como las raíces de un árbol. La noche lenta y fría amenazaba con tragarse la infamia; sin embargo, la llama en los ojos de Iguasanike, que miraba el paso aletargado de las nubes, no se extinguía.

JULIO ARMANDO ARIS BATISTA

Físico y autor

Panamá, 1960. Licenciado en Física. Estudió la Licenciatura, el Profesorado en Física y el Postgrado en Docencia Superior en la Universidad de Panamá. Realizó estudios de Maestría en Física en el Recinto Universitario de Mayagüez, Puerto Rico.

Ha participado en el Programa de Formación de Escritores (Profe) del INAC y en Talleres de cuento avanzado con el escritor Enrique Jaramillo Levi.

Actualmente es profesor de Física en secundaria y en la Universidad de Panamá. Coautor de ‘Material de Estudio para estudiantes de Primer Ingreso de la Universidad de Panamá. Módulos de Física' (2007); y coautor del colectivo ‘Esto, aquello, lo otro y lo de más allá' (2018), cuentos de cuatro nuevos autores.

Tiene el nombre de un antepasado; el de aquel cacique imponente y orgulloso, el de surcos profundos sobre la piel por donde corrían leyendas e historias de luchas; el padre justo, el incansable guerrero. El que fue custodio celoso de los cantos de los abuelos, de la memoria de aquellas épocas remotas donde los hombres y los animales hablaban una misma lengua y vivían en una perfecta armonía.

Vio el humo, que aún flotaba sobre las chozas, agitarse y tomar la forma de un jaguar que le mostraba sus colmillos; luego el felino se transfiguró en águila que le abrió su pico filoso, finalmente, su abuelo se irguió desde el ave y se abrió paso. El rumor de la brisa aumentaba y escuchó que le hablaban en la lengua de los antepasados. No entendía esas palabras ancestrales, pero los gestos de autoridad de su abuelo, su enérgica expresión, la mirada desafiante y su voz que retumbaba entre los árboles le exigían no dejarse vencer.

—Hijo —le habló su abuelo como cuando era niño— recuerda que las plantas y la tierra guardan celosas la vida de sus hijos y que las aguas y el cielo bendicen cada recodo de esta selva que es tuya y de tu gente.

Cerró los ojos. Sintió sus heridas mezclarse con el sudor y las lágrimas de sus hermanos; la sangre y la rabia lo clavaron a la tierra, los espíritus ya no lo llevarían a las tierras de los ancianos donde fluían las estrellas desde los valles sagrados. La noche había llegado como la madre que cubre con su velo a sus hijos desprotegidos. En la oscuridad escuchó una voz primero y después muchas otras que lo llamaban entre la penumbra, tantas como las que pueden esconderse entre las pavesas y luciérnagas, entre los troncos de los árboles perennes o entre las hojas que cargaban las hormigas. Lo levantaron entre varios que dejaron sus pisadas sobre las cenizas. Ningún cuerpo quedó a merced del olvido y de los depredadores porque cada caído era parte del todo.

Muchas lunas Iguasanike contó antes de regresar a los escombros del pueblo. Lloviznaba. Un pastizal filoso había crecido en cada rincón. Arrancó unas hojitas de albahaca y se inclinó para tomar del suelo barró rojizo. Hizo una mezcla con ambos y se pintó el rostro; aquel dulce olor de la amalgama le trajo el recuerdo de tardes lejanas a la entrada de su hogar. Los demás hombres que lo acompañaban repitieron la ceremonia y continuaron su viaje confundiéndose con la montaña, mimetizados con las ramas tupidas de los árboles, recostados en las pendientes profundas, imitando los cantos de las aves, ocultos en el susurro del viento y entre el fino brillo de la cristalinidad de la telaraña.

Divisaron al grupo de demonios aproximarse, extranjeros pálidos y barbudos que trataban de abrirse camino, pero la selva se les hacía más tupida a cada paso; cada hoja se agitaba lenta y les clavaba finas espinas, cada rama se inclinaba para rasgarles con puyas la piel irritada. Era la señal, el tiempo estaba prolongándose hasta casi detenerse.

Iguasanike templó el arco. Buscaba los ojos claros del ‘hombre con pelos en la cara'. El mismo que iba a caballo, al frente de los invasores, cuando dirigió el asalto al pueblo. Su pesado arcabuz escupió ponzoñas sobre mujeres y niños, sus blancos favoritos y sobre los que volcó su enferma saña. Disfrutó rematarlos con su espada, la misma que utilizó cuando persiguió moros y judíos. Cruzó el río cercano teñido sangre. Dejó detrás la lluvia, la tierra y el aire impregnados de alaridos y de carne calcinada. Celebró el éxito de aquel ataque con un trago de vino. No hubo resistencia.

Los bárbaros llevaban semanas arrasando lo que encontraban a su paso; en cada saqueo conseguían unas cuantas piedras preciosas y una que otra pieza de oro e iban dejando una estela de despojos y muertos. El apetito por las riquezas no se satisfacía, querían más. Pero las cosas estaban cambiando, cada vez que llegaban a una nueva población encontraban chozas quemadas y cosechas destruidas. Los pobladores habían iniciado la lucha. Cuando el hambre comenzó a hacer estragos, sus propios sabuesos, aquellos entrenados para cazar salvajes y que cuidaba más que a sus propios hombres fueron la mejor alternativa de alimentos. Aprendieron que, además de agua, relámpagos y mosquitos, del cielo también caían piedras, mazos y lanzas; y que en las puntas de las saetas y dardos viajaban espinas de tiburones, huesos y dientes de animales impregnados con la piel de ranas venenosas.

Iguasanike templó aún más la cuerda del arco.

—Recuerda que las plantas y la tierra guardan celosas la vida de sus hijos y que las aguas y el cielo bendicen cada recodo de esta selva que es tuya y de tu gente.

Soltó la flecha que iba cortando la espesa humedad de la selva. Los ojos claros del hombre atravesaron la punta de una flecha certera que cortaba la densa humedad de su afán.

ESTUDIANTE DEL TALLER DE CUENTO AVANZADO, FÍSICO

‘Vio el humo, que aún flotaba sobre las chozas, agitarse y tomar la forma de un jaguar que le mostraba sus colmillos; luego el felino se transfiguró en águila que le abrió su pico filoso.

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