Cuando el apetito se debate entre la razón y las emociones

Actualizado
  • 28/04/2020 00:00
Creado
  • 28/04/2020 00:00
Si bien existe toda una estructura fisiológica que genera los impulsos naturales cuando nuestro cuerpo requiere energía, y combustible en forma de alimento, el factor emocional es un actor clave. En ocasiones, sin que haya trastornos del comportamiento alimentario, una mala regulación de las emociones puede inducir a variaciones

¿Ansiedad o apetito real? Responder de manera acertada a esta interrogante es la clave para la gestión del 'hambre emocional'. Cuando con el alimento se busca encubrir otras necesidades y obtener satisfacción, nos enfrentamos a este mecanismo común que debe ser identificado para aprovecharlo estratégicamente.

El hambre emocional está asociada a la necesidad de canalizar estrés y ansiedad.

Distinguir entre el hambre fisiológica, es decir, aquella que corresponde a unas reservas de energía bajas cuando el cuerpo envía señales al cerebro de que necesita más combustible, y el hambre emocional, es también un primer paso para evitar el sobrepeso u obesidad.

Jan Chozen Bays, profesora de meditación y autora del libro Comer atentos, asegura en su obra que “la mayoría de las relaciones desequilibradas con los alimentos vienen causadas por el hecho de no ser conscientes del hambre del corazón. Para colmarla debemos aprender cómo alimentar nuestros corazones”.

Para la escritora y pediatra estadounidense, algunos individuos son conscientes de que intentan llenar un agujero, no en el estómago, sino emocional y “comemos cuando nos sentimos solos, cuando acaba una relación, cuando alguien muere y llevamos comida a casa de quienes están de luto”.

“Son maneras de intentar cuidar de nosotros mismos y de los demás, pero debemos comprender que la comida que metemos en el estómago nunca llenará ese vacío ni calmará ese dolor en el corazón”, apunta.

En su libro, además, establece una categorización particular con siete tipos de hambre: visual (se satisface con la belleza), olfativa (se satisface con las fragancias), bucal (se satisface con las sensaciones), estomacal (se satisface con la cantidad adecuada y diferentes tipos de alimentos), celular (se satisface con agua, sal proteína, grasas, hidratos de carbono, minerales, vitaminas), mental (solo queda satisfecha cuando se calma la mente) y de corazón (se satisface con la intimidad).

Mauricio Arango, médico investigador, indica a La Estrella de Panamá que “el hambre emocional está asociada a situaciones y condiciones del sujeto que la experimenta, pero que nada tiene que ver con la necesidad real de alimentarse. Por ejemplo, la capacidad de seguir comiendo pasado el punto de saciedad, cuando los alimentos están en frente. Todos, en algún momento, nos hemos visto poniendo más comida en el plato, en el bufé de una boda, incluso a pesar de sentirnos físicamente llenos, por el simple hecho de querer saborear alguna de las delicias ofrecidas”.

Mientras tanto, lo opuesto al apetito emocional, según remarca, es el hambre somática, que se caracteriza por una sensación física que señaliza que ha pasado mucho tiempo en ausencia de alimento y las hormonas contrarreguladoras comienzan a trabajar, ocasionando disconformidad estomacal, movimientos, ruidos y otros.

Arango enfatiza que también existe un tipo de hambre caracterizado por la presencia en el cerebro de un deseo de probar un alimento específico y “esta es la sensación que nos lleva a comer productos ultraprocesados, bebidas azucaradas, helados, galletas y panadería, por la simple gratificación instantánea que nos provee saborearlos; es común que esta sensación se presente en situaciones de estrés, desasosiego, incertidumbre o ansiedad, ya que es mediante estos alimentos que el individuo ve la posibilidad de distraerse de la situación incómoda en la que se encuentra”, un escenario que puede llevar a la hiperfagia o alimentación desenfrenada.

“El hambre que se presente en momentos inconvenientes como situaciones de estrés, incertidumbre, aburrimiento, enojo o cansancio, en horas del día específicas, a pesar de haber comido recientemente, y que se dispare con olores o recuerdos de haber comido ese producto en el pasado, con una posterior satisfacción al paladar, generalmente será emocional”. Otra manera de identificarla, agrega, es si se genera una tendencia de compulsividad a comer, con un deseo imposible de contener por un sabor o textura específico y que puede impulsar a hacer cualquier cosa que esté a nuestro alcance para conseguirlo.

¿Qué hacer?

Paula Rincón, microbióloga, añade que es necesario comer solo en circunstancias de plena calma y tranquilidad, “esto permite al individuo conectarse con sus señales de saciedad provenientes del sistema nervioso central a medida que el sistema digestivo registra la ingesta de nutrientes”.

La especialista puntualiza a este medio que “todos somos capaces de practicar 'conciencia alimentaria' para evitar el hábito desenfrenado de comer que nos lleve al sobreconsumo de alimentos altamente palatables o que suplan deseos circunstanciales. En individuos incapaces de sensibilizarse o de registrar la información real que les producen ciertos alimentos para discernir el momento indicado de comer, comenzar por ingerir solo alimentos altamente nutritivos (no densamente energéticos 'calóricos') y empezar con la ingesta de únicamente tres comidas al día y comer a saciedad, es la clave”.

“Animamos a nuestros asesorados a comenzar con solo tres comidas al día, y que en las tres la base sea proteína y grasa animal. Los snacks como las barras, las malteadas y batidos, las ensaladas de frutas, las sopas de almidones y verduras y, por supuesto, los postres están por fuera, ya que tenderán a inhibir la capacidad de irse reconectando con la verdadera sensación de saciedad”, dijo Rincón.

Según estudiosos de la materia, cuando existe hambre emocional, la producción de cortisol se disparara mientras que los niveles de serotonina bajan; un cóctel tras el cual se dan los ataques desesperados al refrigerador. Al comer aquello que se antoja, se libera dopamina, un neurotransmisor que aporta una dosis de energía y bienestar con lo cual se desencadena una sensación placentera; se trata de reacciones bioquímicas que se convierten en un alivio momentáneo.

El cortisol se activa como respuesta ante el peligro o estrés y también es la hormona que se encarga de regular el metabolismo de carbohidratos, proteínas y grasas, por ende, cuando existen unos grandes niveles de cortisol el cuerpo demanda pecados poco saludables como azúcar, grasa y alimentos salados.

Un artículo publicado por la Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal en 2015, sustenta que “los comedores emocionales incrementan el consumo de los alimentos en respuesta a emociones desagradables; en cambio, los comedores no emocionales no modifican sus niveles de consumo o incluso lo restringen”.

“Si bien, la conducta alimentaria obedece a la satisfacción de una necesidad fisiológica, también se basa en pautas socioculturales que determinan las preferencias y el patrón de consumo de los alimentos, superponiéndose a las reacciones fisiológicas relacionadas con el ciclo hambre-saciedad. En otras palabras, la conducta alimentaria es un constructo multifactorial y la elección de los alimentos obedece no solo a la satisfacción momentánea de una necesidad fisiológica; ni a la búsqueda intencional del valor nutricional que aportan los alimentos”, reza la publicación.

Por otra parte, Edward Leigh Gibson, investigador y miembro asociado de la Sociedad Británica de Psicología, explica en su libro Physiology & Behavior, que ingerir ciertos alimentos altera el “estado de ánimo y la predisposición emocional, por lo general, reduce la excitación y la irritabilidad, y aumenta la calma y el afecto positivo, sin embargo, esto depende de que el tamaño de la comida y la composición estén cerca del hábito, las expectativas y las necesidades del consumidor”.

Además, asegura que en los humanos algunas características psicológicas predicen la tendencia a elegir ciertos alimentos –como los dulces– cuando están estresados, como la alimentación restringida o emocional, el neuroticismo, la depresión y la disforia premenstrual, todo lo cual podría indicar sensibilidad neurofisiológica a los efectos de refuerzo de dichos alimentos.

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