La noche que conocí a Julio Zachrisson

Actualizado
  • 20/12/2021 00:00
Creado
  • 20/12/2021 00:00
En homenaje al maestro fallecido este sábado, en España, reproducimos de manera íntegra este texto publicado en el libro de crónicas 'Lo que no habían contado', octubre 2018, del autor Jorge Iván Mora
Su obra forma parte de importantes colecciones como las de la Biblioteca Nacional de España, el Museo de Arte Contemporáneo, en Madrid; el Museo de Arte Contemporáneo de América Latina, Washington, D.C.; Museum of Modern Art y Metropolitan Museum of Art, ambos en Nueva York; Museo de Posnam, Polonia, Cincinatti Art Museum, Cincinatti, Ohio, Museo del Grabado, Fuendetodos, Zaragoza, España, Instituto de Artes Gráficas, Oaxaca, México..

Los visitantes llegaron a la cita como si los hubieran convocado a testimoniar un misterio.

Revoloteaban buscando saludar al artista y cuando lo alcanzaban, le iban entregando el gesto estremecedor de admiración, la gratitud coetánea.

Había que caminar de lado para abrirse paso entre la multitud revuelta de personajes anodinos y glamorosos, artistas del panteón mediático y no visibles, empresarios, políticos de ambos sexos, señoras elegantes y desaliñadas, ricos ignorantes y cultos, poetas y sacrílegos, viejos contradictores y nuevos amigos, enamorados del arte y curiosos. Fotógrafos. Periodistas.

Tal vez, en la desconocida historia del arte panameño, en esta ocasión los saludos fueron absolutamente sinceros, visiblemente honestos.

El maestro falleció en la madrugada de este 18 de diciembre, en España.

El maestro estaba ubicado en un rincón tumultuoso engastado en una chaqueta de verano beige. Breve como es, cálido, dispuesto al humor puntilloso, y con sus ojos como son, móviles, despiertos, vivos, protegidos por la señal de unas cejas abundantes, y apuntando a cada rostro que a su lugar se asomaba.

A su lado, un escolta voluntario, el pintor Brooke Alfaro, y a distancia corta y prudente, siempre lista, su inseparable compañera, Maria José, (Marisé) Torrente Malvido.

Fantasías de inmigrantes

En el otoño del año 2009, en Nueva York, un grupo de soñadores contempló la idea de reunir a grandes valores de la cultura panameña en la capital insomne del mundo, un evento en Manhattan que fuera memorable, y socializar así la panameñidad en el ámbito Hispano de los Estados Unidos.

A lo largo de su carrera recibió significativos reconocimientos.

La idea surgió en Brooklyn, y cuando el periodista colombiano, Mauricio Hernández, ex editor de la sección de política latinoamericana del ABC de Madrid, quien había llegado de la capital española a vivir a Queens, conoció la idea espetó con inmediata seguridad: “Soy amigo de un gran pintor panameño, Julio Zachrisson. Vive hace muchos años en Madrid”.

De vuelta a Brooklyn, lo traje a mención, y por esas extrañas razones de amor patrio nostálgico, el maestro Zachrisson resultó oriundo de Colón.

En la imaginación, Julio Zachrisson era negro, atlético, de voz bronca, risa fuerte, y adornado de gestos musicales.

Varias veces conversé con Mauricio acerca de la idea del homenaje colectivo a Panamá y también varias veces su referente era el maestro, a tal punto, que me contaba retazos de sus vivencias con él en las noches largas madrileñas, o en tardes de sesudas tertulias. Y me hice el propósito de conocerlo algún día.

En Panamá, fue Rubén Murgas Torrazza, quien olfateó la presencia de Zachrisson aquí y comunicó la buena nueva incluyendo el teléfono a dónde ubicarlo. Queríamos esa oportunidad. Lo llamé y convinimos encontrarnos en la inauguración de su muestra.

Fue solo hasta esa noche de la exposición cuando supe que el Julio Zachrisson inventado en Nueva York no existía. No solamente no es afrodescendiente, sino que sus vínculos sanguíneos tienen más de hielo que de sol, y su anatomía está lejos de competir en alguna jornada atlética.

Veinte días antes de la exhibición, Zachrisson llegó a Panamá junto a su esposa española, procedente de Madrid, donde han vivido durante los últimos 40 años. Su retorno sirvió además para celebrar 85 años de existencia.

La aventura de la vida

El maestro nació en el corazón del Casco Viejo de la ciudad, en Calle 3ª junto a la Plaza de Bolívar. Estudió en el Instituto Nacional y sus coqueteos con la pintura empezaron a reflejarse cuando como estudiante ilustraba las historias que los profesores contaban. Era un método de enseñanza-aprendizaje que se usaba y en ese ejercicio asomaron sus facilidades con el dibujo.

Terminó la secundaria y se tiró a la vida canalla, como afirma con gracia de curtido aventurero. Su vecindad con pescadores de vela lo hizo a muchos contactos y cuando frisaba los 19 años entonces empezó a preguntarse cómo sería que debía dejar constancia de sus viajes de mar cercanos y esas hazañas desafiantes de la pequeña bohemia presente en los entornos del histórico sector de Santana.

Con sus compañeros afines indagaban y buscaban encuentros con pintores que venían de estudiar en Argentina como Alfredo Sinclair y José Zabala. Y estando en esas peripecias asistió a un taller con Juan Manuel Cedeño que lo abrió al conocimiento de la pintura.

No fue indiferente a la trashumancia casi marcada que determinó buena parte de la formación de los pintores en ciernes de aquella época, quienes terminaban estudiando en México, atraídos por el síndrome del muralismo mexicano.

Su compañero inseparable fue Gilberto Maldonado Thibault, para emprender la diáspora. Zachrisson estaba seguro de la hazaña por venir y convenció a Maldonado de llegar al país azteca, pero merodeando Centroamérica.

Llegaron a El Salvador, lograron exponer y vender lo necesario para pasar luego a Guatemala, donde permanecieron un par de meses. Igual, el mundo del arte no fue esquivo con ellos y eran tiempos presididos por el general Jacobo Árbenz a nombre de la llamada “Primavera Democrática”, que les favoreció en su estancia.

Disfrutaron Guatemala, pero no olvidaron que su interés era “aprender otras cosas”. Inventaron una muestra en un instituto oficial, vendieron tres obras y arrancaron en tren para México. Ingresaron por la población fronteriza de Pachula y fueron a la capital a inscribirse en el Instituto de Bellas Artes, escuela fundada por Diego Rivera.

Los demás alumnos panameños generalmente llegaban a presentar sus exámenes de admisión a la Escuela de Arte de San Carlos. Cuando Zachrisson y Maldonado Thibault llegaron, estaba en plena escena el debate de las dos escuelas entre muralistas ortodoxos y artistas rebeldes que consideraban el muralismo como asfixiante, pues a su parecer estaba obnubilando las nuevas tendencias. Entre los proponentes de este discurso plástico estaban José Luis Cuervas y Francisco Corzas.

Zachrisson encontró bondades y aportes en los principios del muralismo, pero consideró válido el reclamo de quienes lo adversaban. Es en México donde se apasiona con el grabado, y entiende que como técnica es adecuada para difundir materiales, ideas, política, un medio ideal a la propaganda, porque propaga, gracias a la reproducción. Y Julio Zachrisson se aplicó a su descubrimiento bajo la guía pedagógica del maestro mexicano Isidoro Ocampo.

Compartió con otros panameños, y no faltaron disputas, celos y contradicciones que hoy en buena parte son anécdota, aunque no falte la ironía sazonada en el comentario.

De México había pintores que se iban a Europa, seducidos por la sed de beber en la Historia del arte y regresaban a contar sus experiencias. Esos relatos tentaron al joven pintor.

Recogió toda la obra, viajó a Panamá por primera vez en los ocho años de feliz exilio y aprendizaje en México y lo hizo para organizar una muestra de su obra, recoger fondos, conseguir una beca y embarcarse para Italia. Se fue en un viejo barco emparchado por las faenas de la guerra y llegó al puerto de Génova después de 20 días de travesía.

Se matriculó en la Academia de arte Academia de Arte Pietro Vannucci (Perugia, Italia), por considerarla bastante abierta de pensamiento y fue admitido como ´alumno libre´. Su ambición estaba inclinada a recorrer los grandes museos italianos y todos los que pudiera de Europa. Permaneció en esa deliciosa forma de vida por el año que duró la beca y sólo le faltaba el Museo del Prado para completar el periplo que se había impuesto con rigor de caballero andante.

Por una vez Madrid y para siempre

De aquel periplo se sentía un tanto perplejo y a la vez satisfecho, pero moralmente agobiado.

Se dirigió a Madrid y encontró una apertura sorprendente. Se matriculó en la famosa Academia San Fernando y retomó los talleres de grabado. Es ahí donde empieza a trabajar la obra de grabador que le permite exponer con claridad los rasgos esenciales de su identidad artística. Y se abre al encuentro social de la capital española y del país. Se fue arraigando, sin que por un instante los rasgos fundamentales de su cultura panameña fueran permeados por el aliento absorbente de España.

“Nunca había conocido un bailarín con tanto swing y coqueteo como el maestro Zachrisson”, me dijo el periodista y amigo Mauricio Hernández.

Cuando lo conoció hace seis años, en diciembre de 2005, en el centro de Madrid, al frente al Palacio de Congresos, donde el Grupo GCL media, editora de la revista Lazo Latino celebraba la fiesta de Navidad, le dijo mientras bailaba: “Oye, y cuando va a ser la próxima fiesta”. Esa tarde noche -recuerda Hernández-, había bailado con todas las mujeres que asistieron a la celebración.

En cambio, Rubén Murgas lo trae a memoria por otro hecho no menos diciente de su autenticidad panameña. Allá, en Madrid, se presentaron formalmente en un evento quizás oficial, en los años ochenta, y sin mucho protocolo lo invitó a su casa, frente a la Plaza de Las Ventas, y le preparó un bistec picado sazonado al mejor estilo istmeño. A Murgas le supo mejor que en el mejor restaurante criollo de Panamá.

Exposiciones ha tenido muchísimas a nivel internacional, premios numerosos pero para mencionar solo unos pocos: Primer Premio de Dibujo, Salón de Arte Hispanoamericano, Instituto de Cultura Hispánica (Madrid, 1962); Segundo Premio de Grabado, Arte Actual de América y España, Instituto de Cultura Hispánica (Madrid, 1963); Primer Premio de Dibujo, Concursos Nacionales (Madrid, 1969); Primer Premio de Pintura, Concurso Soberanía, Instituto Nacional de Cultura (Panamá, 1975); la condecoración Belisario Porras, que se otorga a intelectuales y artistas panameños, Premio Concurso Nacional de Grabado, Academia de BB. AA. de San Fernando, Madrid; Premio “Aragón Goya” (España, 1996) y Medalla “Vasco Núñez de Balboa”, Gobierno de Panamá, 2006.

Distinciones en Nueva York, Italia, Polonia, Alemania, Holanda, Francia.

A su aventura de la vida se sumó el amor de una mujer singular, Marisé Torrente, culta y consagrada traductora reconocida con especialidad en lenguas románicas, hija del escritor Gonzalo Torrente Ballester, Premio Cervantes de Literatura, que vino a complementar su curiosidad por el mundo. La hermana de Marisé, casada con un pintor amigo de Zachrisson, fue el puente natural a través del cual los guiños de la química humana hicieron efecto imperecedero.

En tan confiable compañía, el estudio del maestro se convirtió en un espacioso taller que dispuso a su gusto para perfeccionar su lenguaje.

El testimonio de Mauricio Hernández, es el retrato vivo de su intimidad pasada y reciente: “Su taller está lleno de grandes y pequeñas obras, de esculturas, pinturas, pinceles y líquidos diluyentes para el óleo; allí se encierra a crear, mientras su esposa española se encuentra leyendo, extasiada e inmersa en la literatura, traduciendo obras del francés al español en una sala llena de libros en estanterías, en el suelo, en las mesas, a veces formando hasta elevadas columnas. Nunca había visto en mi vida tanto libro, que pareciera sin clasificar, algo que no le hace falta pues en su también cabeza lúcida están perfectamente ordenados”.

Y luego concluye: “Cada uno en su espacio, han compartido decenas de años. Ella lo mira a veces como se mira a ese hijo inquieto y picarín, pero poco le cuesta, pues sabe que Zachrisson es por naturaleza coqueto y bailarín”. Agrega que “su pintura colorida, pasional, llena de intensos amarillos, azules, rojos, naranjas que pintaba en su amada Panamá contrasta con sus recientes obras, donde priman los grises, negros y sangre tierras”. Lo sublime es que no se detiene, sencillamente porque es su forma de vivir y sentir ese trasiego humano que llamamos vida. Y si pintar es una aventura entonces su pintura ha sido una de las grandes aventuras del arte panameño.

El regreso y la obra

El maestro Julio tardó doce años para regresar a Panamá desde la primera vez que pisó la madre patria, porque España se había convertido en su epicentro.

En el año 2006 Mirie de La Guardia organizó una gran exposición individual en Panamá, que fue la consagración de su reverencia por la obra de Zachrisson. Cosas del destino: Mirie era una niña de apenas seis años y cuando llegaba a la casa de los Eissenman Aguilera, sentía que unas figuras colgadas en las paredes la miraban, y está segura que la invitaron a seguirlas viendo: “un anciano envuelto en un manto, con una sonrisa entre misteriosa y burlona; la imagen de una vieja decrépita, aferrada a una juventud marchita... Años más tarde, llegaría la serie del toro, el circo y tantas más…”.

Ella va más hondo en la confesión de su afinamiento con la vida y obra pictórica del maestro: “volveríamos a encontrarnos cuando, bajo la tutela de Ángela de Picardi, tomara su obra como tema para mi trabajo de graduación de Historia de Arte en el bachillerato”. Y finiquita: “No podría haber comenzado este nuevo giro de Allegro Galería con otro que no fuera Zachrisson”.

Pero su encuentro real, en persona, ese que parece la cita a ciegas, ocurrió en su estudio en Madrid y allí él le muestra las obras y ella se declara devota.

Un día Mauricio Hernández le preguntó: -Maestro, qué pasó con los colores del Caribe panameño?- Y respondió: "Con los años el invierno influye y los colores van perdiendo su intensidad". Para el periodista amigo su obra es dramática, sexual y cada vez más gris.

Una de las más contundentes reacciones del público en la noche de su exposición de este 2012 la debió suscitar un espacio único, donde se exhibía el grabado en Aguafuerte-Aguatinta, Panamá 20 de diciembre, 1989. La silueta del istmo convertida en fosa común bajo las sombras siniestras de la noche. El horizonte no es sol ni mucho menos y en la superficie yace una familia esquelética.

En otra pared, la serigrafía a tres colores, Pirómano, rompe con la observación serial con la que el espectador se guía. Es la pureza geométrica del trazo y las líneas, un hombre de espaldas que parece extasiarse con el fondo salmón del fuego. Y como narración visual muy especial se yergue Ariadna, aguafuerte de mediano tamaño fundida en papel Arche y que acude al mito de la diosa enamorada en los relatos griegos pero que en la transgresión zachriassiana, privilegia lo fálico en medio de armónicas distorsiones concebidas en la plenitud del dibujo.

La intención consagrada del artista por su lenguaje es evidente con observar otras obras: El beso, Mal sentada, Bacanal Salvaje, Jinete, obras sexuales, dramáticas y grises, como diría Mauricio Hernández.

La noche que conocí al verdadero Julio Zachrisson, pude apreciar mejor su constitución intelectual y artística.

Lo sanguíneo, la genética, hacen parte de la lectura de este rincón pluricultural del universo. Es posible que el bisabuelo escandinavo que vino a Panamá haya traído en sus genes ese hálito de aventura, esa decisión existencial por el viaje desconocido a mar abierto, y también, a la vez, ese modo de reflexión nórdico, el humor fino y la tristeza, el tono gris que la historia de las guerras marcó en largos inviernos. Como también es seguro que, al abrir sus ojos por primera vez, Zachrisson se alegrara con el sol y empezara a amar la humedad de este trópico de ocurrencias mágicas, de luz y colores, de paisajes de clorofila y amarillos y rojos encendidos al final de una curva en los lomos de los mares.

Ese Julio Zachrisson que una vez partió con Maldonado Thibault a las cercanías del continente centroamericano en busca de aventura, casi medio siglo después ha vuelto intacto y curtido en las batallas que el arte libra para arrancarle emociones a la vida.

Su llegada al istmo se convirtió en fuerte rumor. Y los rumores se parecen al uso del adjetivo en el idioma: O matan o enriquecen.

En cualquier circunstancia su presencia ha sido más bien un complot afortunado para el destino artístico nacional. De pronto la exposición vino a verificar en carne y hueso que el maestro es acaso el pintor vivo panameño más importante en la actualidad, amén del respeto inmenso y obligado por todos los que son, y exponente insigne de una generación posiblemente irrepetible de nuestra cultura.

Y hay algo que nadie osaría discutir: es el grabador más completo de la historia del arte panameño, por lo menos en el último medio siglo.

Publicado en el libro de crónicas Lo que no habían contado, octubre 2018.

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