Bien supremo

Actualizado
  • 05/04/2020 00:00
Creado
  • 05/04/2020 00:00
No voy a debatir ahora si este encierro total es o no lo que debemos hacer, hay una ley, se cumple y sanseacabó, eso no tiene discusión

Yo, como Sócrates, soy respetuosa de las leyes, y las cumplo, aunque sean injustas. O aunque el objetivo de las mismas me parezca espurio. Así que, si la ley es confinarse, me confino. Y exijo que los demás acaten y cumplan. Y aquí estamos, todos en nuestras casas. A puerta cerrada, y parafraseando a Sartre, muchos andan descubriendo que el infierno no son los otros, somos nosotros mismos.

No voy a debatir ahora si este encierro total es o no lo que debemos hacer, hay una ley, se cumple y sanseacabó, eso no tiene discusión. Ahora bien, lo que deberíamos hacer todos es reflexionar. Reflexionar mucho sobre nuestra sociedad y sobre lo que nos ha empujado a esta situación. Y sobre nosotros y nuestros miedos.

Vivimos en una cultura con un gigantesco elefante blanco en medio de nuestra sociedad. Un tabú enorme, que está sentado a nuestro lado en el sofá y del que queremos hacer como que no nos damos cuenta: la muerte.

La muerte, hoy en día, suele estar muy lejos de la gran mayoría de nuestros conciudadanos. Muchas, muchísimas personas no han tenido la oportunidad de ver morir a alguien, a una persona o a un animal.

Cuando se les murió la mascotita, los papás, en lugar de enfrentarlos con la realidad, se la maquillaron, ‘se escapó’, ‘se lo llevamos a la tía del campo’, ‘la abuelita voló al cielo’. Ni siquiera se les deja claro a los niños de hoy en día que lo que se comen ha tenido que morir para que ellos se lo puedan llevar a la boca. Y sí, las plantas también son seres vivos, por tanto, mueren y sin duda, sufren en el proceso. Educamos a los niños como si fueran inmortales, y nosotros nos creemos que lo son porque los introducimos en una burbuja de ilusión y falsas fantasías.

En nuestra cultura existe esta horrenda exaltación vital, este ansia por mantener la vida alejada de la muerte. Apilamos a los moribundos en los hospitales, a los muertos en las funerarias, y no queremos siquiera ir a recogerlos. Exigimos a los científicos que nos eviten la degradación, a los estilistas que nos eliminen los signos del paso del tiempo. Se debe hacer ver que los años no pasan, que la Parca está lejos, que Átropos no tiene preparadas sus tijeras.

A mediados de marzo, el filósofo Giorgio Agamben se preguntaba: “¿qué es una sociedad que no tiene otro valor que el de la sobrevivencia?”.

Nos encontramos en una sociedad que desea preservar la vida a cualquier precio. A. Cualquier. Precio. La vida es lo más. La vida es lo mejor. La vida es invaluable. No puedes pensar en morir.

La muerte de un ser querido también es impensable, porque el simple pensamiento provoca una angustia de tal calibre que el sujeto no es capaz de manejar el sufrimiento.

Creemos en la vida. En la vida como bien absoluto y supremo. ‘Nada importa tanto como estar vivos’. El bienestar no importa, lo único que debemos preservar es la vida. Y como si de un intercambio de rehenes se tratase, estamos dispuestos a canjear por la vida, el vivir, el amor, la amistad, los afectos. Pero, sobre todo, la libertad.

Hace tiempo comenté precisamente esto en esta columna, en aquel entonces estábamos asediados por el terrorismo, pero, aunque el escenario cambia, la mecánica es la misma, el miedo a la muerte nos hace cederles a los gobiernos la batuta de nuestra vida y cambiamos la libertad por una falsa seguridad porque, ¿saben?, lo único seguro que todos tenemos es la muerte.

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