De El Chorrillo a la conquista del mundo

Actualizado
  • 30/11/2010 01:00
Creado
  • 30/11/2010 01:00
Nadie lo duda: Roberto Durán ha sido el boxeador más grande que dio Latinoamérica. Fue campeón cinco veces en cuatro categorías, se le a...

Nadie lo duda: Roberto Durán ha sido el boxeador más grande que dio Latinoamérica. Fue campeón cinco veces en cuatro categorías, se le animó a los mejores de su tiempo en duelos legendarios. Además era simpático y muy guapo. Pero sobre todo fue su estilo de pelea, electrizante y callejero, el que lo volvió un mito. Porque ver a Durán sobre el ring es darse una vuelta por el lado salvaje.

Es convertirse también uno en un ser gloriosamente primitivo. Pasan los años y las nuevas generaciones siguen venerándolo. Desde Mike Tyson hasta el inglés Ricky Hatton lo tomaron como modelo.Lo cierto es que luego de un exitoso comienzo en Panamá —Durán se hizo profesional a los 16 años— y a pesar de su fama de joven noqueador, Roberto Durán tuvo que esperar a cumplir 21 años para tener una oportunidad por el título mundial de los livianos.

Fue en junio del 1972, en el Madison Square Garden, contra el irlandés Ken Buchanan. Para esa pelea, Carlos Eleta, apoderado de Durán, decidió contratar a un nuevo entrenador para complementar el trabajo de Plomo y eligió a Ray Arcel, un viejo lobo del boxeo norteamericano. Había tenido su primer campeón mundial en los años 30 y desde entonces había trabajado con más de 20 monarcas.

Aceptó entrenar a Durán por una sola razón: la mafia de Estados Unidos, que dominaba el deporte, lo había crucificado porque se negaba a arreglar los combates. Una vez casi lo matan en un callejón. En la aventura, lo acompañó Freddy Brown, ex entrenador de Rocky Marciano. La primera vez que viajaron a Panamá, bajaron del avión con bidones de agua. Habían escuchado sobre los trabajadores que construyeron el Canal a principio de siglo y las enfermedades terribles que se contagiaban. Le temían a la selva.Lo cierto es que en su primera oportunidad titular, contra todos los pronósticos, Durán ganó por KO en el round trece. El match crecía en tensión y Mano de Piedra atacó a la zona baja de Buchanan que se desplomó. Desde la lona, el irlandés acusaba un golpe bajo y no parecía dispuesto a ponerse de pie. El juez miró a los dos rincones.

En el de Durán encontró una cara conocida, la del norteamericano Ray Arcel, que tiempo atrás había sido su entrenador. Arcel gritó:- Cuidado con lo que haces. Fue un golpe válido. En medio de la confusión, Durán alzó los brazos y el juez le reconoció la victoria. ‘Este cinturón le pertenece a Panamá. Vengué a Laguna’, exclamó Mano de Piedra, feliz como nunca.Esa noche comenzó un reinado de ocho años en los que Mano de Piedra barrió con todo: hizo once defensas consecutivas en la categoría liviano, con diez KO.

Hacia 1978, luego del explosivo nocout sobre Esteban de Jesús y, sin rivales a la vista, Durán y su gente decidieron subir de categoría. Renunciaron al título liviano y subieron a wélter junior. Durán respondió bien al cambio. Aunque ahora tenía en el cuadrilátero a rivales más fuertes y peligrosos, tampoco ellos podían soportar esa vocación feroz de buscar el intercambio de golpes en todo momento. Su pegada siguió manteniendo la fiereza de siempre. En cuanto a sus condiciones, nadie dudaba: en los livianos, Durán había sido invencible.

Ganó las tres peleas que realizó en el nuevo peso, dos de ellas por KO. En 1979, decidieron subir un poquito más, a la categoría wélter, donde había peleadores de mayor cartel. Los campeones del momento eran los temibles Pipino Cuevas por la AMB y el golden boy, Sugar Ray Leonard, por el Consejo.

Durán de inmediato venció a Juan Palomino y a Ceferino González. Ya era hora de pelear por el título. Los rumores no tardaron en llegar. La noticia recorrió el mundo y en Panamá estalló con virulencia, agitando todos los corazones: Durán enfrentaría por el título wélter del Consejo a Sugar Ray Leonard, la superestrella norteamericana que había barrido a rusos y cubanos en los Juegos Olímpicos del 76 para convertirse en héroe nacional y, más tarde, en un campeón indiscutido, luego de noquear en el último asalto al genial Wilfredo Benítez en noviembre del 79.

Leonard estaba invicto en 27 peleas y defendía su título por segunda vez. Durán llevaba 71 peleas ganadas, una derrota y 55 KO’s.En Panamá, sus peleas paralizaban al país y cada victoria alimentaba el orgullo nacional, que en aquellos días no podía estar más fuerte. El General Omar Torrijos estaba surfeando la cresta de su ola, luego de firmar en 1977 los tratados que le devolvían a Panamá la soberanía sobre el Canal en el año 2000. El boxeo era una cuestión de Estado. Existía un cargo público, el alto comisionado de Boxeo —ocupado por un militar— que se encargaba de promover la disciplina. Los deportistas, antes de las peleas, se entrenaban en los cuarteles.

Desde la llegada de Torrijos al poder, en 1968, Panamá había tenido 12 campeones mundiales, cuando apenas había dos asociaciones. De todos ellos, Roberto Durán era el más popular.Cuando Torrijos se enteró de la pelea puso a sus hombres a gestionar dos cosas: que el Consejo Mundial de Boxeo designara jueces de países neutrales y que el combate no se realizara en Estados Unidos. Para Torrijos, una victoria de Durán no sólo sería una hazaña deportiva, sino también un logro político. ‘Torrijos supo ver como nadie la conmoción que provocaba Durán en la gente.

Y le pareció un buen vehículo para revalorizar la identidad nacional’, analiza Pituka Heilbron, una cineasta que estudió la relación simbiótica que existe entre Durán y su país y dirigió el aplaudido documental ‘Los puños de una nación’. ‘Durán nos mostró a los panameños que se podía, que los estadounidenses no eran superiores —dice Pituka—.

Por eso creo que cautiva tanto verlo adentro del ring, porque peleaba con el corazón, como si intuyera la trascendencia de su lucha. Las parábolas de la vida de Durán están soldadas a la historia reciente de Panamá’.Pocas veces el deporte se convertiría en una representación tan clara de la guerra como la noche del 20 de junio de 1980, cuando el estadio Olímpico de Montreal le ofreció al mundo Durán-Leonard.

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