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- 27/07/2013 02:00
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Si los marcianos descendieran sobre la Tierra y se dieran una vuelta por los abigarrados malls de Estados Unidos, si transitaran por sus congestionadas carreteras y probaran sus aparatos tecnológicos —desde los numerosos canales de cable hasta los omnipresentes teléfonos inteligentes— estos visitantes se verían en apuros para describir los Estados Unidos como un país pobre o con una economía fallida. La verdad es que, incluso en su actual condición insatisfactoria, Estados Unidos es una sociedad inmensamente rica. Produce 16 billones de dólares anuales en productos y servicios, proporciona 136 millones de puestos de trabajo y mantiene un ingreso familiar promedio de 50,000 dólares.
No cito estos hechos para excusar nuestras fallas económicas. Pero es importante mantener la perspectiva: Para la mayoría de los norteamericanos, la economía está desem peñándose adecuadamente, aunque obviamente no en forma espectacular. A pesar de la lamentable tasa de desempleo de un 7.6%, sigue siendo cierto que el 92.4% de los trabajadores tienen un puesto de trabajo (si se cuentan los trabajadores desanimados, que han abandonado la fuerza laboral, esa cifra se reduce aproximadamente a un 90%). Tenemos dos economías definidas: una que inflige un agudo dolor sobre una minoría de norteamericanos, pero que inspira críticas políticas y mediáticas masivas; y la otra que crea una enorme riqueza para la mayoría, pero que es prácticamente ignorada. Aunque las penurias están concentradas, el descontento es generalizado.
La explicación acostumbrada de este fenómeno es conocida. Esperábamos cosas mejores. La recesión fue (después de todo) la peor crisis desde la Gran Depresión de los años 30. Millones de norteamericanos perdieron sus hogares. El desempleo a largo plazo de más de seis meses alcanzó los niveles posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Instituciones financieras que en una época se consideraron inexpugnables (Lehman Brothers, Merril Lynch) se derrumbaron o fueron salvadas mediante fusiones bajo coacción. Se suponía que estos sorpresivos hechos no ocurrirían. La gente se asustó y aún los recuerda.
Hasta cierto punto, creo esta versión de los hechos. En verdad, la he propuesto repetidamente en mis columnas. Pero tras reflexionar, no creo que capta plenamente lo que sucedió. Algo más allá de las expectativas truncadas amplificó el temor y la ansiedad.
La Gran Recesión pareció crear víctimas al azar, de manera que incluso los que tenían puestos de trabajo, los que no perdieron sus viviendas y vieron que sus cuentas de pensión se recuperaron —es decir, la mayoría de los norteamericanos— se sintieron ame nazados. Quizás los muy ricos se salvaran (porque sus vidas diarias no se vieron casi afectadas) junto con los muy pobres (porque sus vidas diarias ya eran caóticas). Pero desde la clase media baja a la clase media alta, las lecciones parecieron alarmantes. Si ocurrió una vez, podría volver a ocurrir. No me ocurrió a mí la última vez; pero podría ocurrirme la próxima.
Para la mayoría de los norteamericanos, la prosperidad significa algo más que ganar más dinero. Sin duda, la gente desea tener ingresos y un estándar de vida más elevados. Pero también quiere tener control sobre su vida. La mayoría de los norteamericanos, sospecho, sacrificarían parte de sus ingresos a cambio de un ingreso más bajo pero seguro. Desean estabilidad, y durante años, la mayoría de los norteamericanos inconscientemente dio por descontada una estabilidad económica férrea, aunque la mayoría lo negaría. Casi siempre había puestos de trabajo, porque las recesiones eran infrecuentes.
Esta confianza se ha evaporado y con ella, la sensación de control. Los norteamericanos ya no suponen una estabilidad férrea. Dos hechos explican la causa.
En primer lugar, tenemos el cambio de conducta de las grandes empresas. Desde comienzos de la década de 1980, han ido abandonando, cada vez más, los puestos de carrera, como lo señala la especialista en Ciencias Políticas, Eva Bertram, en un informe para Third Way, un centro de investigaciones. Las empresas despiden a los empleados más fácilmente. En 1983, la duración media de un puesto de trabajo —el período de tiempo con un empleador— de hombres entre 55 y 64 años era 15 años; para 2010, era 10 años. En segundo lugar, existe una pérdida de fe en la administración económica del gobierno. Durante años, las políticas públicas parecieron neutralizar la erosión en la seguridad de los puestos de trabajo privados, minimizando las recesiones. La Gran Recesión demolió esa reco nfortante idea.
Nuestros visitantes marcianos descubrirían que la abundancia masiva de Estados Unidos está mezclada con una ansiedad masiva. Hay un sentido de vulnerabilidad compartido por todos, que ayuda a explicar por qué el descontento no está reservado a los que pasan apuros. También da cuenta de la opinión de que la Gran Recesión y sus sacudidas posteriores, a diferencia de otras crisis posteriores a la Segunda Guerra Mundial, constituyen ‘una agresión contra la clase media’.
Quizás la recuperación continuada y el incremento en los puestos de trabajo ayuden a borrar las dudas actuales, aunque sospecho que toda reversión será, como mucho, parcial, porque los efectos psicológicos de la recesión lo invaden todo.
Los norteamericanos están rebajando la idea de la prosperidad, para parafrasear al difunto Daniel Patrick Moynihan. Están alineando sus actitudes con sus experiencias. Las consecuencias son profundas para nuestra economía y nuestra política. Al considerarse a sí mismos más expuestos a los ciclos comerciales, los norteamericanos se han vuelto más titubeantes y cautelosos en sus gastos. Sus inquietudes y el freno resultante son tanto causa como consecuencia de una recuperación débil.
La política involucra cada vez más chivos expiatorios —¿quién ‘perdió’ la prosperidad?— y la búsqueda de protecciones públicas mayores contra crecientes inseguridades privadas. Obamacare quizás sea el prototipo no-intencional de esa búsqueda, que ilustra lo difícil que puede ser. La experiencia de Europa, con más protecciones públicas y un panorama económico más oscuro, nos enseña una lección similar.
La paradoja de la prosperidad es la siguiente: Estados Unidos cuenta con abundante prosperidad, pero no la suficiente para calmar los conflictos sociales y aplacar la ansiedad económica.
LA COLUMNA DE ROBERT J. SAMUELSON