El índice de Confianza del Consumidor Panameño (ICCP) se situó en 70 puntos en junio pasado, con una caída de 22 unidades respecto a enero de este año,...
- 23/10/2009 02:00
Como el área de baja presión seguía manteniéndose, nos era imposible continuar nuestro viaje hasta Islandia. Así que en vez de quedarnos en Nuuk, capital de Groenlandia, decidimos dirigirnos a Ilulissat, ciudad muy bella, según todas las referencias que habíamos escuchado.
Groenlandia tiene una reducida población de 65,000 habitantes. El ochenta por ciento de su territorio está cubierto por el hielo, lo que explica muy bien que sea la segunda reserva de hielo del planeta. El país recientemente adquirió su independencia de Dinamarca, y aunque el idioma oficial es el groenlandés, el más escuchado allí sigue siendo el danés. La población tiene rasgos orientales. Volando hacia Ilulissat divisábamos un paisaje espectacular con montañas rocosas de cumbres nevadas, nevados que al caer bruscamente sobre el mar parecen ir al encuentro de su propio reflejo. Divisábamos también, aquí allá, icebergs blancos alzándose sobre el límpido azul de las aguas. Era uno de los paisajes más bellos que jamás yo había visto. Sólo por esto – me decía – aquel viaje se justificaba ampliamente.
Como la pista de Ilulissat es muy corta, hice un aterrizaje un poco duro, pero no lastimé por fortuna el tren de aterrizaje. Tal no parecía haber sido la suerte de otro avión que se encontraba estacionado con su llanta derecha completamente destrozada. Era un Jep Prop. Su piloto nos explicó que había aplicado muy fuertemente el freno y hora esperaba del continente una llanta de reemplazo.
Luego de hospedarnos en el hotel Ice Fjord Hotel, salimos a pasear. La ciudad, rodeada de árboles e iluminada por un tardío sol de verano, era efectivamente muy bella. Decidimos tomar un tour nocturno, cuya salida estaba prevista a las nueve, para ver de cerca los icebergs. A esta hora, en pleno mes de agosto, el sol relumbraba como si estuviera aún lejos de ocultarse. Tomamos el barco. La temperatura era glacial. Me alegré de estar bien abrigada con suéter, chaqueta de nieve, guantes de esquí, y cachucha. Sólo sentía frío en las piernas, pues llevaba jeans y no un pantalón de nieve.
A medida que el barco iba avanzando, comenzaban a aparecer los icebergs: imponentes masas de puro hielo que caían abruptamente sobre el mar. Sus formas eran muy impresionantes. Algunos icebergs tenían unas aperturas o cavernas en el medio, otros parecían de perfil una persona. En un momento llegamos a un iceberg que tenía una forma de círculo con un gran hueco en el medio.
Poco a poco el sol se iba ocultando muy lentamente y el cielo iba tomando una linda tonalidad de un vivo color naranja. La luna mostraba poco a poco su cara. Era una luna llena, deslumbrante. Era increíble pensar que sólo a la medianoche había oscurecido, que todavía estábamos asistiendo a la puesta del sol. Terminada la excursión, me fui a acostar con estas bellas imágenes en la mente. En medio de la noche me desperté inquieta. ¿Será que el despertador no había sonado? Afuera era pleno día. Pero miré el reloj y eran sólo las tres de la madrugada. ¡El sol ya estaba de vuelta!
El 8 de agosto era un día importante, pues nos correspondía volar de Groelandia hacia Islandia. Era el tramo más largo de toda la travesía.
El avión ya estaba abastecido de combustible. Abrimos el plan de vuelo. Íbamos a cruzar Groenlandia de oeste a este pasando muy cerca de Kulusuk, nuestro aeropuerto alterno y última tierra firme antes de emprender el cruce del Atlántico. Y a partir de este punto íbamos a recorrer unas 400 millas (740 km) sobre el mar hasta alcanzar Reikiavik (en Islandia). Los pronósticos meteorológicos mostraban nubosidad al dejar Groenlandia. Posiblemente íbamos a tener que subir a 15,000 pies (4,600 metros) para estar por encima de la espesa capa de nubes y seguramente tendríamos necesidad de oxígeno. Nos pusimos nuevamente nuestras combinaciones térmicas.
Despegamos a las 9:00 AM hora local y ascendí a 13,000 pies. El paisaje era inédito. Por debajo de nosotros, sólo se podía ver un gran manto de nieve y hielo. El blanco límpido del terreno se iba confundiendo con el blanco y azul del cielo. La luminosidad era intensa. Por partes, el hielo se partía dejando ver áreas de agua color turquesa.
De pronto, el clima comenzó a empeorar. A lo lejos se veían importantes capas de nubes en las cuales íbamos a entrar si nos manteníamos a esta altitud. Comencé a sentir un dolor de cabeza que poco a poco se fue intensificando. Tomé los mapas de las aproximaciones de Reikiavik intentando memorizarlas, pero me costaba gran trabajo concentrarme. Me di cuenta que estaba experimentando por primera vez los síntomas iniciales de la hipoxia. Di media vuelta y comencé a colocarme las canículas de oxigeno en la nariz. Abrí la válvula de apertura y poco a poco el dolor de cabeza se fue desvaneciendo. Me sentía mejor. Es increíble como la toma de oxígeno actúa rápida y positivamente en el organismo.
Las nubes se iban acercando y muy pronto nos encontramos en condiciones totales de IMC (viaje por instrumento). La temperatura exterior era de trece grados bajo cero. Las alas poco a poco iban cubriéndose de hielo. “Necesitamos subir a 15,000 pies”, me dijo Alan. “Voy a colocarme yo también el oxígeno”. Siguiendo mi procedimiento de ascenso, incrementé la potencia y enriquecí la mezcla de combustible. De repente el motor comenzó a dar señales de que se iba a parar.
La angustia me invadió. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Sería que el Cirrus no podía subir a 15,000 pies? Sin embargo, según el manual, el techo del avión era de 17,000 pies. Estábamos en pleno océano Atlántico a 50 millas de la tierra más cercana. Imposible comunicarse con nadie por radio. El corazón me latía fuertemente. ¿Dónde me equivoqué?
Alan puso la boost pump e intercambió los tanques de combustible. En el momento que tocó la mezcla y la redujo, el motor volvió a responder adecuadamente ¡Qué alivio escuchar nuevamente su ronroneo regular! “Enriqueciste demasiado la mezcla” me dijo. Triple, tonta que soy, pensé. Claro a 15,000 pies, el aire es mucho más liviano y la cantidad de combustible que se le debe dar al motor es menor para que la mezcla aire/combustible sea equilibrada. Eso lo había aprendido, pero nunca me había tocado subir a 15,000 pies. La máxima altitud a la que volaba en Panamá era 6,000 pies y a esta altitud la mezcla de combustible es mucho más rica. Lección aprendida duramente que nunca más olvidaré.
El exceso de adrenalina en la sangre me había provocado un hormigueo en la punta de los dedos. Respiré hondamente y poco a poco comencé a sentirme mejor.
A 15,000 pies de altura estábamos efectivamente por encima de la capa de nubes. Seguimos avanzando hacia Islandia. Unas 40 millas antes de llegar, nos dimos cuenta que nuestras reservas de oxígeno se habían agotado. Necesitábamos descender rápidamente para no padecer de hipoxia. Solicitamos al controlador una altitud menor que nos fue concedida e inicié nuestro descenso en medio de las nubes. “Vamos a tener un poco de hielo en el descenso pero no nos deberá afectar”, me dijo Alan. La temperatura exterior era de once grados bajo cero. Poco a poco las alas se fueron cubriendo de hielo pero a medida que íbamos descendiendo la temperatura iba aumentando y el hielo poco a poco empezó a diluirse.
A 5,000 pies nos encontramos finalmente por debajo de las nubes con muy buena visibilidad sobre la pista 13. Aterricé y fuimos a estacionarnos en el área de parqueo. Estaba exhausta. Esta etapa había sido la más difícil y estresante de todas. Pero aquí estábamos y a pesar del cansancio, me sentía muy feliz de haberlo logrado.
Cumplimos con todos los trámites de aduana. Un taxi nos llevó hasta un hotel en el centro de la ciudad. Reikiavik es una ciudad de aspecto muy europeo y sus habitantes, al contrario de lo que había visto en Groenlandia, tienen rasgos propios de los países nórdicos. Era sábado en la noche, y la ciudad parecía muy animada. Había un desfile del orgullo gay. Nos contarían luego que la primera ministra, una mujer, era abiertamente homosexual. Los jóvenes se reunían en la calle, o en los diferentes bares de la ciudad. Fue difícil conseguir un restaurante, pues la mayoría estaban llenos.
Terminamos comiendo en un restaurante de carne y probé por primera vez el steak de ballena. Por cierto es delicioso y se parece mucho a la carne de vaca, salvo que es un poco más roja. ¡Y me tomé una copa de vino bien merecida!