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- 12/03/2012 01:00
PANAMÁ. 2012 fue uno de los años más anticipados de los últimos tiempos, y no sólo por las variopintas profecías sobre el fin del mundo que todos conocemos. Para los observadores de los asuntos internacionales, el año en curso ofrece la emocionante posibilidad de ver a los tres países más importantes del mundo —y a varios de los semi-importantes— atravesar un cambio de liderazgo, con todo lo que eso conlleva.
Hace una semana, Rusia, el primero de esa trifecta de gigantes mundiales, celebró sus elecciones presidenciales. Le seguirán China, que celebrará el 18vo Congreso Nacional del Partido Comunista Chino (PCC) en algún momento entre septiembre y noviembre; y EEUU, cuyas elecciones tendrán lugar, como manda la tradición, el primer martes de noviembre.
Curiosamente, el resultado de estos procesos de cambio es lo menos interesante de todo. Es casi inimaginable que el 6 de noviembre Barack Obama no se dirija al mundo para celebrar su victoria con un discurso de esos que rompen corazones. De la misma manera, es altamente improbable que la generación actual de líderes del PCC, liderada por el presidente Hu Jintao, no termine pasándole el testigo a una nueva guardia liderada por el actual vicepresidente Xi Jinping.
ELECCIONES Y FRAUDE
En Rusia, más de lo mismo. Desde que en septiembre pasado se anunció que Vladimir Putin sería el candidato del partido Rusia Unida (RU) para las elecciones presidenciales —volviendo al puesto después de ocho años de mandato y cuatro como primer ministro desde el año 2000— las incógnitas empezaron a concentrarse en detalles menores, como los porcentajes exactos de la victoria. Paradójicamente, esos detalles menores se han convertido en el dolor de cabeza más grande para Putin y su proyecto para Rusia en su(s) próximo(s) mandato(s).
La piedra más grande en el zapato de Putin empezó a tomar forma en diciembre, cuando en las elecciones legislativas el RU perdió la supermayoría en la Duma y grupos de oposición —particularmente el Partido Comunista— casi que doblaron su presencia en la cámara baja de la Federación Rusa. A pesar de éstos resultados, el proceso electoral fue ampliamente considerado —por la oposición, periodistas, activistas y público en general— fraudulento, lo que desencadenó las mayores protestas en Rusia desde que Putin llegó al poder. El 24 de diciembre, más de 80,000 personas salieron a la calle a manifestar su indignación y hartazgo con el sistema. O lo que es lo mismo, con Vladimir Putin.
La mesa estaba puesta y la cuenta regresiva en marcha para las elecciones presidenciales. Nadie dudaba de la victoria de RU —su popularidad es aún enorme entre las clases trabajadores, sobre todo en el interior del país—, pero el fantasma del fraude electoral sobrevolaba los corazones de propios y extraños en Rusia.
Y lo peor ocurrió. Putin se hizo con el 63.64% de los votos y hubo numerosísimos reportes de toda clase de irregularidades electorales. La situación más sangrante fue sin dudas la de Moscú, en donde Putin pasó misteriosamente de un 27.5% en encuestas a boca de urna a un 46.6% de resultado oficial. Desde ese día y hasta hoy, miles de personas han salido a protestar y a acusar a Putin de robarse las elecciones. Las protestas han sido recibidas con arrestos y represión, lo que ha empeorado la situación.
LA IRONÍA DEL ÉXITO
La pregunta se cae de su peso ¿Cómo llegó a pasar ésto? ¿Qué fue de aquella Rusia que recibió a Putin como su salvador en 1999 y consolidó hacia él una especie de culto a la personalidad? La respuesta es multidimensional, pero podríamos empezar a enmarcarla en la ironía del éxito. Los movimiento anti-Kremlin son producto de la prosperidad y estabilidad que Rusia ha alcanzado bajo Putin. Simplemente, en las condiciones actuales, muchos rusos ya no consideran que el ‘salvador Putin’ sea necesario.
A la misma vez, las nuevas generaciones no sólo han crecido en una situación mucho más próspera que sus predecesores, sino que gran parte de ellos no vivió —o eran muy pequeños para recordar— la época soviética, su colapso y la década de humillación y miseria que vivió el país hasta la irrupción de Putin.
La otra parte de la respuesta concierne al mismo Putin. Su fulgurante ascenso al olimpo político ruso se debió en gran parte a su magistral manejo de influencias en el Kremlin, algo vital en un país que por naturaleza debe tener un aparato estatal de proporciones mastodónticas. Al llegar a la presidencia por primera vez, Putin entendió la necesidad de rodearse de ‘viejos zorros’ para poder reconstruir el poder geopolítico ruso y a la misma vez rodearse de mentes más liberales para concebir una estrategia económica para el futuro. De la mezcla de éstos objetivos aparentemente contradictorios nacieron dos clanes, el siloviki—conservadores, nacionalistas y obsesionados con la seguridad y asuntos militares—y el civiliki—liberales, cosmopolitas y más preocupados por la economía. El balance de sus intereses e influencias por parte de Putin —como presidente y como primer ministro— hizo que Rusia, literalmente, resurgiera de sus cenizas en todos los aspectos.
LA VUELTA DEL MALABARISTA
Pero eso es pasado, y la cruda realidad de hoy es que la estructura de clanes del Kremlin se ha desmoronado por completo. Ésto ha dejado a Putin más vulnerable que nunca, y por ende ha multiplicado el impacto real y percibido de los movimientos anti-Kremlin.
En todo caso, Putin es oficialmente el ganador de las elecciones presidenciales, y estará en el poder hasta 2018 y, si volviese a presentarse y ganara, hasta 2024. Su principal reto será el de volver a ser el maestro malabarista que fue por tantos años. A día de hoy, Putin debe encontrar el equilibrio entre tolerar un estado más plural y menos consolidado —el que, a pesar del fraude, se reflejó en las elecciones legislativas— y forjar nuevamente un Kremlin unido y firme.
Éste último punto es absolutamente vital, y el motivo es que la crisis rusa no es nada más que un problema de imagen y percepción. Rusia se encuentra en el medio de dos procesos fundamentales para su futuro.
El primero es el de la modernización de su economía, lo que requerirá cantidades estratosféricas de inversión extranjera. Y como en todos los países, los inversores piden una sóla cosa: estabilidad. El segundo es el de la expansión y consolidación de una esfera de influencia rusa en la antigua Unión Soviética, lo que requerirá una percepción de una Rusia fuerte a nivel regional y global. Estabilidad y fortaleza. En Rusia, desde hace 10 años, y aún hoy, esas dos palabras son sinónimos de Vladimir Putin. La verdadera cuestión no es si Putin será capaz de volver a poner la casa en orden sino cuánto tiempo le costará y cuánto daño recibirá su imagen en el proceso, algo imposible de predecir. Al fin y al cabo, ya dijo Churchill que Rusia era un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma.