Cuando la miseria toca a nuestra puerta..

Actualizado
  • 10/06/2009 02:00
Creado
  • 10/06/2009 02:00
Pocas veces la miseria absoluta —la de aquellos que no tienen esperanza de un futuro— toca a nuestra puerta. De vez en cuando, es cierto...

Pocas veces la miseria absoluta —la de aquellos que no tienen esperanza de un futuro— toca a nuestra puerta. De vez en cuando, es cierto, se escapa alguna que otra hambruna, crisis humanitaria o bombardeo entre las noticias deportivas y las de farándula. Pero resulta excepcional que, por cuestiones del destino, algo que parece tan lejano llegue hasta nosotros y se meta silenciosamente en nuestra casa. Exactamente eso fue lo que pasó el viernes 29 de mayo, cuando en el Pacífico panameño, cerca del puerto de Coquira, las autoridades se encontraron con once seres aterrados –ocho hombres, una mujer y dos adolescentes— al borde de la deshidratación. Por día y medio habían estado varados en la costa. Venían de Somalia, paradigma de Estado fracasado al que unos pordioseros con AK-47 y lanchas rápidas –llamados “piratas”—, han vuelto a poner en el mapa.

En el albergue masculino de la Dirección Nacional de Migración (DNM) en Curundú se encuentran, desde entonces, los ochos hombres somalíes. Mohamed Osman, un esbelto joven de 30 años, con los finos rasgos que caracterizan a los africanos del Este, nos saluda efusivamente. Habla muy buen inglés y parece el líder del grupo. “Deberían hablar con los demás”, dice, “yo les puedo ayudar a traducir lo que digan. El más viejo sabe más de política”. El ‘viejo’ al que Osman se refiere es Abdikadir Alí, de 45 años (la esperanza de vida en Somalia es de 47 años para los hombres). El más corpulento de los ocho, Alí llama la atención por el poblado bigote que luce sobre su labio superior. De él parece emanar ese aire de sabiduría que Osman y los demás le confieren. Los seis somalíes restantes nos reciben con una curiosa mezcla de entusiasmo y apatía. Sus edades van de los 19 años del más joven, Abdi Shakur Bashir, a los 34 de Mohamed Abdulah. Con unos penetrantes ojos chocolate claro, su esposa es la única mujer adulta que viajaba con ellos. Los demás, Abdullahi Ahmed, de 26 años, Abdinali Ahmed y Ali Mohamed, ambos de 23, y Abdul Gani Omar, de 20, lucen como lo que son: muchachos en la flor de la vida, que tuvieron la mala suerte de nacer en el lugar equivocado.

Comenzamos conversando de la vida en Somalia. Lo primero que dicen es que su país está olvidado. “Es cierto que recibimos ayuda, pero sentimos que al mundo no le importa lo que sucede en Somalia. Se preocupan más de Palestina, por ejemplo, que de nosotros. El gran problema de refugiados en el mundo es Somalia”. Los muchachos no se equivocan: actualmente, la región del Cuerno de África, y hasta ciertos sectores de la vecina península Arábiga, están inundados de refugiados somalíes. Según datos de la ACNUR (la agencia para refugiados de las Naciones Unidas), sólo en Kenia hay unos 277.000 somalíes, 126.000 en Yemen, 36.000 en Etiopía, 8.000 en Djibouti y 7.000 en Ruanda. A estos números se suma la escalofriante cifra de 1.3 millones de desplazados internos, y las diásporas en otras latitudes, principalmente el Reino Unido y Estados Unidos.

Aunque dicen que de política no saben mucho, para ellos, la vida bajo la Unión de Cortes Islámicas (UCI) era “lo máximo”. La UCI fue una unión de grupos islamistas —o ‘Cortes’, presentes en el país desde la década de los 90— que logró gobernar Somalia durante la última mitad de 2006, hasta que el “gobierno” apoyado por Occidente y por tropas etíopes les arrebató el poder. Entonces, la UCI se desmembró y dio origen a milicias como Al Shabaab y Hizbul Islam , que actualmente continúan luchando contra el gobierno. “Es lo más cercano a un gobierno que hemos tenido, pensábamos que empezaba una nueva era”, argumentan. Contrario a lo que se aseguraba en los medios occidentales, la UCI era inmensamente popular en Somalia y, durante seis meses, trajo al país lo que ningún gobierno había logrado en 15 años: ley y orden. La ley, por supuesto, era la sharia , la ley islámica. “Preferimos la sharia a una Constitución secular”, dicen, con ocho sonrisas inmensas. Pero luego vino el “gobierno” reconocido por EEUU, la UE, etc. y expulsó las Cortes. Llegaron apoyados por los etíopes, cristianos y enemigos acérrimos de los somalíes. “Los etíopes están ahí porque quieren venganza por el 77”, nos dice Abdi, el benjamín del grupo. A pesar de no haber nacido en ese momento, Abdi se refería a la llamada Guerra de Ogaden, uno de los inacabables episodios de la Guerra Fría en el que Somalia y Etiopía se enfrentaron, apoyados confusamente por EEUU y la URSS (Washington comenzó apoyando a Etiopía y terminó apoyando a Somalia, y Moscú siguió el camino inverso), dejando decenas de miles cadáveres e igual –o mayor— número de Kalashnikovs (AK-47) en ambos países. (Con respecto a los infames rifles, los muchachos dan un escalofriante dato: en los mercados de Mogadiscio, la capital, oscilan entre 60 y 80 dólares. La oferta incluye lanzagranadas –un poco más caros— y granadas de mano a alrededor de 20-30 dólares). Alguna, o varias, de esas AK-47 han sido utilizadas para secuestrar barcos en el Golfo de Adén. “Los piratas”, me dice Osman, “son unos ladrones, dicen ser la ‘guardia costera’ del país, pero en Somalia todos saben que están bien organizados y que el dinero les viene de fuera”.

Osman, como todo somalí, sabe mucho de violencia, de rifles automáticos y granadas de mano. Nacido en Mogadiscio en octubre de 1979, ingresó a los cuatro años a una madrassa islámica —prácticamente el único tipo de educación disponible en Somalia— en donde estuvo hasta su adolescencia. Como todos los niños somalíes, Osman no pudo terminar la escuela. “El gobierno colapsó. Nadie podía educarnos”, dice con un reflejo de tristeza en sus ojos negros. Durante esos años, Osman vivió de primera mano lo que para muchos es sólo una buena película: la caída del halcón negro, el intento de intervención estadounidense en 1993 (conocido como “La Batalla de Mogadiscio”) que terminó con dos helicópteros (halcones negros) derribados, 18 soldados muertos y miles de cadáveres somalíes –civiles y combatientes— desparramados por las calles de la ciudad. “Recuerdo ver a la gente llevando los cuerpos sin vida por la calle, pero nada más”, asegura. “Tenía sólo 14 años”. Poco después, en 1995, una bomba de mortero entró por el techo de su casa matando a su padre e hiriéndolo a él y su hermano con metralla. “Por suerte, mi madre nos llevó al hospital y pudimos salvarnos”. “Lo peor de todo es que nunca sabré quién lanzó esa bomba, quién mató a mi padre”, nos dice pensativamente, con la voz de quien se ha acostumbrado a la vida en el infierno. “A pesar de todo, nunca agarré un arma”, dice muy seriamente.

Desde entonces, Osman, como hermano mayor, se convirtió en el jefe de su familia, el que tenía que salir a diario a buscar el sustento. “Empecé a vender cosas para mantenernos”, cuenta, aunque “las cosas se pusieron peor cuando entraron los etíopes.. tuvimos que irnos a un campo de desplazados en las afueras de Mogadiscio por dos semanas. Cuando regresamos, nuestra casa estaba derrumbada, pero al menos estaba ahí”. Sus perspectivas del conflicto no son esperanzadoras. “Veo a mi país en guerra civil por 100 años más. Hay demasiado odio en la calle. Sin embargo, Alá es grande, y puede hacer cualquier cosa”.

Con este pasado, impresiona la normalidad que despide Osman. Su comida favorita es el arroz con pescado, le gusta mucho el fútbol y es fanático de la selección nigeriana, el Arsenal inglés y el Barcelona español. No sabía que el Barcelona había ganado la Liga de Campeones. “¿En serio? ¿Quién marcó los goles? ¡Estoy seguro que Eto'o (jugador camerunés del Barcelona) marcó uno!”, dice riéndose a carcajadas. Osman también dice disfrutar las películas, tanto de Hollywood como de Bollywood, y la lectura de libros de historia y de su religión, el Islam.

La vida de este joven somalí iba a cambiar por completo cuando conoció a un coyote, también somalí, que le ofreció llevarlo al Reino Unido por 1,500 dólares, un costo significativemente alto. “Al principio me pareció muy tentador”, recuerda, “en Somalia, ahora mismo, hay dos opciones: o te unes al conflicto o te vas del país. Además, en Londres podría conseguir un trabajo y, eventualmente, traer a mi madre y mis hermanos”. Después de ahorrar y pedir la colaboración de su familia, Osman pudo conseguir el dinero. “Partimos la última semana de febrero o la primera de marzo, no recuerdo bien”, dice. Al montar al barco, Osman conoció a las 10 personas con las que pasaría los próximos meses de su vida. “Nos metieron en un cuartito con poca luz, si acaso suficiente para vernos, y por una rendija nos pasaban comida una vez al día”. En esas condiciones, Osman y sus 10 compatriotas permanecieron por tres meses. “Fue lo más horrible de mi vida. Nada que haya vivido en Somalia se compara con eso. Si pudiera regresar el tiempo jamás me habría montado en ese barco”. Durante la travesía, Osman pensaba en su familia en Mogadiscio: su madre, su hermano y su hermana, aún varados en lo más parecido al infierno que hay en el planeta. Varios de sus compañeros, sin embargo, no podían darse ese lujo: habían perdido a todos sus familiares en el conflicto. La noche del miércoles 27 de mayo, los somalíes que tripulaban el barco les abrieron las puertas. “Llegamos. Estamos en el Reino Unido”, les dijeron. Al salir a cubierta, los once somalíes sólo vieron la inmensidad del océano. “Agua por los cuatro costados”, recuerda Osman. Los coyotes les dijeron que se montaran a un bote salvavidas para ser llevados a la costa. Los once, cada vez más asustados, se rehusaron. “¡Tienen que bajarse!”, empezaron a vociferar los coyotes, sacando unos largos bastones con los que empezaron a golpearlos. Las marcas en sus piernas atestiguan la veracidad del relato. “No nos maten”, dijeron, antes de subir al bote en el que, según cuentan, estuvieron entre hora y media y dos horas. Al llegar a una playa en medio de la noche, uno de los coyotes les dijo “bájense, caminen y cuando encuentren gente díganles que son refugiados”.

Pero el calvario aún no acababa. Los once pasaron toda la noche y el jueves completo (28 de mayo) a la intemperie, sin probar bocado ni tomar agua, intentando protegerse de los insectos –como atestiguan los brazos de Abdi, llenos de marcas de picadas— y de la lluvia. “Algunos de nosotros yacíamos exhaustos, íbamos a deshidratarnos”, cuenta uno de ellos. Pero el viernes por la mañana, Abdi, el joven, vio humo saliendo de un lugar cercano. Junto con Abdulah, caminaron en la dirección del fuego hasta dar con la estación de policía del pueblo –San Buenaventura de Chimán—, en donde inmediatamente llamaron a un doctor que hablaba inglés. Poco después, fueron puestos a manos de las autoridades de Migración, que ubicaron a los hombres en el albergue de Curundú y a la mujer, Sainab Husein, de 34 años, en el albergue femenino de la Avenida Cuba. Los dos adolescentes están en manos del Ministerio de Desarrollo Social.

Sainab, la única mujer del grupo, representa aún más que los hombres el drama de estos somalíes. Totalmente analfabeta, y sin conocimientos de inglés, Sainab está completamente aislada del mundo, varada en un país que no comprende y sólo aliviada por las visitas que le han permitido hacer a su esposo Abdulah. El velo que usa sobre su cabeza enmarca un rostro de facciones finas, con unos ojos profundísimos que transmiten una mezcla de tristeza, rabia y frustración. Es imposible hablar con ella. No entiende pero también parece que no quiere entender. Sólo alcanza a decir, por señas, que su país está consumido por guerras y que ella es musulmana. Nunca podremos saber su opinión de la sharia , la ley islámica que sus compañeros tanto favorecen, pero que muchos cuestionan por su trato a la mujer.

Casi dos semanas después de su aparición en el país, estas once personas siguen sin saber cual será su destino. Actualmente están como indocumentados, y Migración está llevando a cabo una investigación. Los somalíes no son los únicos que han llegado a Panamá en condiciones extrañas. Hace pocos días, las autoridades detuvieron a 14 personas provenientes de Bangladesh, lo que sugiere que el país se ha convertido en una nueva ruta para el tráfico de personas, y podría haber panameños involucrados. Por otro lado, y a pesar de la historia que nos contaron, algunos medios panameños dijeron que “una fuente ligada a las investigaciones” reveló que los somalíes “pagaron 20 mil dólares cada uno, para hacer la travesía desde Somalia hasta Colombia para luego quedarse en Panamá”. Hasta ahora, ninguna de las versiones ha sido confirmada.

Ellos, sin embargo, lo tienen muy claro: “queremos quedarnos aquí”. Para eso, han solicitado a la Oficina Nacional para la Atención de Refugiados (ONPAR) que les conceda estatus de refugiados. Esta organización, junto a ACNUR, tendrán que llevar a cabo una investigación, que incluye entrevistas personales a cada uno en su idioma natal, en este caso el somalí. El problema es que, hasta ahora, no han sido capaces de encontrar alguien que hable ese idioma en Panamá.

“¿No es esto una democracia, un país libre? ¿Entonces por qué no tenemos libertad?”, se preguntan los ocho hombres recluídos en Curundú. “Aquí nos tratan muy bien. Tenemos comida y techo, pero hoy, por primera vez, vimos la luz del sol”, se quejan. “Somos hombres, queremos trabajar. Salimos de nuestro país buscando libertad y estamos aquí encerrados”. Osman es aún más sincero. “Mi mayor aspiración es tener un país. Vivir una vida normal. Abrir una tienda, trabajar en ventas: eso es lo que me gusta”, dice con mirada soñadora y sonrisa inevitable. Pero confiesa que hay algo aún más profundo que eso, “tengo que terminar la secundaria. Mi padre me prometió que si la terminaba, me pagaría la universidad. Tengo que hacerlo”. Para Mohamed Osman, no hay bomba que pueda romper ese compromiso.

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