El momento estelar

Actualizado
  • 24/09/2013 02:00
Creado
  • 24/09/2013 02:00
Con la brevedad posible, vamos a resumir los acontecimientos de la gloriosa gesta teniendo a la vista las informaciones –no siempre conc...

Con la brevedad posible, vamos a resumir los acontecimientos de la gloriosa gesta teniendo a la vista las informaciones –no siempre concordantes en detalles– de aquellos años, como Oviedo y Andagoya (que estuvieron y conocieron Darién), de Anglería y del Padre Las Casas (generalmente bien informados) o de solventes historiadores modernos, como Medina, Altolaguirre y Miss Romoli.

Balboa sale de La Antigua el martes 1 de septiembre de 1513 acompañado de 180 hombres en un galeón y nueve canoas monoxilas. Navega 20 leguas hacia el poniente y llega al Puerto de Careta, que estuvo en el mismo lugar donde luego se fundó Acla.

LA PARTIDA

El Cacique Careta –aliado, amigo y pariente– lo recibe con toda afabilidad. Balboa se queda ahí muy escaso tiempo; no es hora de ceremonias, algo en su interior reclama celeridad como si percibiese que sus días están contados y que la borrasca que se ha venido incubando en España contra él está a punto de estallar.

Dos días bastan para asegurar preparativos, conseguir indios y seleccionar la ruta. Balboa elige el camino de las tierras del cacique Ponca (el que llamábamos ruta del Chucunaque) por más corto –aunque dificultoso–, menos poblado y con pocos jefes poderosos que puedan presentar resistencia.

La expedición va a salir en septiembre, en plena estación de lluvias y cuando baten al Istmo intensos vendavales que agitan sus mares y provocan espantosos aguaceros.

En la tierra de Careta, campamento base, deja Balboa la mitad de su gente y con 92 soldados españoles, dos religiosos y numerosos indios –portadores de alimentos, armas y demás impedimenta–, rompen marcha el 6 de septiembre, seguida la larga fila por los bravos perros alanos: Leoncico entre ellos.

Van hacia la Cordillera por ‘camino muy áspero y de mucho trabajo y sierras’ (Oviedo), de ‘sierras y montes’ (Las Casas), de ‘montañas horribles’ (Anglería) por el elevado collado que lleva al Mortí y cuyas alturas domina el Cacique Ponca.

Este jefe indio, advertido por sus espías, ha huído a la selva montuosa; Balboa, siempre pacienzudo en el trato con indígenas, aguarda su regreso que al fin se produce el 13 de septiembre. Ponca se somete y se intercambian obsequios: oro fino que viene de comarcas del otro mar y, algo valiosísimo: guías para conducirlos a las tierras del Cacique Quarecua, enemigo perenne de Ponca.

Pasada una semana, el 20 de septiembre se reanuda el viaje, para hundirse en las espesuras de la cuenca del Chucunaque, la parte más salvaje del Tapón del Darién. Cinco largos y muy duros días han de gastarse para salvar el trayecto de sólo unas diez leguas. Lo que representa un avance medio de dos leguas por día.

Es la resistencia de la selva en toda su fiereza, los suelos cenegosos y empantanados, los ríos con crecientes peligrosísimas; son los mil peligros de muerte de cada día, como escribiera el propio Vasco Nuñez.

Van adelante los indios para abrir picas o senderos a golpe de hacha, para arreglar un poco las estructuras de caminos sin senda, para construir refugios vegetales en que pasar las noches y guarecerse a medias de las incesantes lluvias, para despejar de fieras y alimañas los escondrijos y, sobre todo, para salvar los ríos de turbulentas aguas ‘echando puentes o entrelazando un conjunto de vigas ‘Anglería’.

CAMINO A QUARECUA

Es el 23 de septiembre (Medina) cuando alcanzan los dominios del Cacique Torecha, señor de Quarecua y rival de Ponca, situados en las vecindades del río Sabana y en tierras altas que algunos historiadores llaman la Sierra de Quarecua.

Los cuarecuanos –caribes invasores–, al decir de Ponquiaco resisten pero sucumben al súbito asalto de las huestes de Balboa, cada día más impaciente.

Algo presiente y le apremia. Cuando penetran en el villorio que sirve de capital, encuentran muchos indios vestidos con enaguas y tomándoles por homosexuales (camayoas), corruptos del pecado nefando, los entregan a la desatada furia de los alanos, perros voraces (¿Leoncio también?).

La prisa de Balboa sigue actuando. Apenas apaciguados los indios y conocidos pormenores del camino que ha de seguirse, deja 70 enfermos, víctimas de la selva y del andar, y prosigue atravesando los bohíos de otro cacique huído; Porqué.

Amanece el luminoso día que al decir de Oviedo fuera el jueves 25 de septiembre de 1513, aunque se sabe con certeza que ese día 25 cayó aquel año en domingo.

Al romper el alba (hacía las seis de la mañana), reinician la marcha: ‘Los cuarecuanos mostraron unas altas cumbres desde las cuales se podían ver el otro mar… Las miró Vasco atentamente, mandó parar la tropa, fue adelante él solo y ocupó el vértice primero que ninguno’.

Oviedo, coétaneo de los sucesos y conocedor de la tierra, escribe: ‘Lo primero que ve Balboa desde un monte raso y alto fue un golfo o ancón que entra en la tierra’. Retengamos: Balboa ha subido a un monte raso, desde el cual contempla no la mar abierta sino un golfo o ancón del otro mar: La Mar del Sur, el Pacífico. Bastaba eso, para que la mañana penetrase, radiante y memorable, en la Historia Universal.

Balboa –como bien señaló Stegan Zweig– comprendió toda la grandeza del momento y actuó en tono mayor, en consonancia con el mismo. Sólo en la cumbre, mira y remira la mar y cae de hinojos dando gracias al Altísimo. Manda enseguida a su tropa que suba y ya juntos los 67 expedicionarios, todos de rodillas en tierra, entonan acciones de gracias al Señor y a la Santísima Virgen María.

Con el leño de un árbol que se derriba confeccionan una cruz y la clavan en el privilegiado lugar, mientras levantan mojones de tierra cerca del sendero y otros graban los nombres de los Reyes de España sobre la corteza de centenarios caobos.

Son las diez de la mañana; hace solo cuatro horas que amaneció. Todo es albricias y felicidad: el Escribano está redactando un acta del momento estelar cuando el Presbístero Andrés de Vera entona solemne himno de los Doctores de la Iglesia: ‘Te Deum Laudamus: Te Dominum confitemur…’ que corre retumbando en litúrgicas vibraciones sobre las Bocas del río Tuira y por encima del Golfo de San Miguel… Cuál es y dónde está ese monte raso soporte del histórico momento? Pero, ¿fue en realidad el día 25 de septiembre –como escribió Oviedo y repitieron Las Casas, López de Gómara, Herrera, Bancroff, Medina, Altolaguirre y tantos otros, y como rueda insistente por los libros de Historia? O fue el día 26 como afirmó Anglería y después el ilustre Jesuita Padre José de Acosta y el panameño Ramón Maximiliano Valdés? ¿O no sería tal vez el día 27, como con prudentísimas razones, sostiene Miss Romoli? Que no todo es claro y preciso en los detalles de esa gesta.

Concluída la ceremonia, dirígense a las tierras o Cacicazgo de Chape o Chiapas, cuya jefatura retenía una mujer, gobernante india, asistida de un hermano. Desde el poblado de Chape, Balboa envía patrullas a descubrir ‘la costa de la mar y lo que había por la tierra a Francisco Pizarro, Juan de Escaray y Alonso Martín cada uno con 12 hombres para que buscasen caminos que a la mar salieran por lo más cerca’ (Las Casas).

Colige de ahí que el dominio de Chape no estaba en la costa del Golfo de San Miguel, sino en un valle interior y muy cerca del Cerro o Monte desde donde acababa de verse el nuevo mar.

La brigada de Alonso Martín, más afortunada es la primera en encontrar un camino para llegar al mar y retorna, de inmediato, a dar a Balboa con la buena nueva.

Deja el Gobernador enfermos y tullidos y con el resto de los españoles parte hacia una de las contadísimas playas que hay en la costa norte del Golfo de San Miguel, que alcanzan en hora de bajamar. Son como las dos de la tarde del 29 de septiembre (fecha en que hay total acuerdo), día del Arcángel San Miguel, en cuyo honor el Golfo a la vista se llamará de por vida: Golfo de San Miguel.

Ya ha subido el montante de marea ya se ha probado el agua que salada, sabe a mar, cuando Balboa, más solemne y ritual si cabe, la daga en una mano y en la otra el Pendón Real, penetra, en la mar hasta que el agua cubre sus rodillas y tremolando la bandera, declama ceremonialmente.

‘Vivan los altos y poderosos Monarcas Don Fernando y Doña Juana, soberanos de Castilla, de León y de Aragón, en cuyo nombre y por la Corona Real de Castilla tomo la posesión real de estos mares y estas tierras y estas costas y puertos e islas australes, con todos sus anexos y reinos y provincias que les pertenezcan o pertenecer puedan, en cualquiera manera y por cualquier razón o título que sea, antiguo o moderno, del tiempo pasado, presente o porvenir, y sin contradicción alguna… (Oviedo). Un océano, diez mil islas y cinco mil millas de costas (Bancroff).

No cabe más. Balboa se posesiona de todo el Pacífico, a ambos lados de la Equinoccial, dentro y fuera de los Trópicos de Cáncer y Capricornio, con todas sus costas, islas y provincias circundantes. ¡Medio mundo...! Y sin contradicción… Y pone por testigos a cuántos le acompañan, mientras Andrés de Valderrábano, el escribano, levanta nueva acta, y se repite como en la montaña, el corte de árboles en ceremonial acaso milenario. Intensa alegría que cae sobre los oleajes del Golfo y que Leoncico miraría, sin entender con atónita mirada perruna… Y cuál es la playa sobre la que retumbó tanta solemnidad?... ¿Dónde está? LA INCÓGNITA

Balboa y su gente retornan al poblado de la Jefa Chape, una más entre las mujeres indias a quienes cautivó la apostura y gallardía del hidalgo jerezano, ya Descubridor del Pacífico.

Los días que en adelante siguen se gastan en la exploración de las Ensenadas, golfos y penetrantísimos esteros con que se recorta y adorna el Golfo de San Miguel, a costa de la impaciencia de Balboa que está deseoso de llegar, cuando antes, a las Islas de las Perlas –nombre ya tentador de por sí y de rico cacique -pero que están alejadas señoreando el centro del amplísimo Golfo de Panamá, mar abierta y brava. No importa que la dama Chape haga ver que en aquel mes, septiembre, es imposible pasar a las Perlas navegando en canoa.

En los principios de octubre se adentran por un amplísimo estero (Río Congo?) cuyo cacique –Cuquera- no tardó en someterse. Prosiguen las exploraciones por el Golfo sanmigueleño con ansias de salir a la mar abierta del Golfo de Panamá por el peligrosísimo canalón que ciñen difícil rutas bajío traicionero: el Bajo del Buey.

La enamorada Chape proveé de canoas, de indios, de alimentos y, al Jefe Blanco, de ternuras. Una mala tarde en que los españoles navegan en las cercanías del Buey, los temporales septembrinos les fuerzan a refugiarse en una islita diminuta y baja. Cae la noche, asciende el flujo de la marea, y el agua les llega al cuello mientras se aprietan contra la roca y entrelazan sus manos por mejor buscar ayuda y defensa.

Horas de intensa angustia hasta que amanece, baja la mar y amaina el temporal. ¿Cuál es esa islita de tan amargo recuerdo? Entretanto y al correr de los días y continuar los tanteos, topan con las tierras del Cacique Tumaco o Chitaranga cuyo dominio llega hasta la costa de la ancha mar brava, en el Golfo de Panamá. ‘A las tierras de Tumaco… Balboa mandó llamar Provincia de San Lucas, porque se tomó y ganó el día de San Lucas en la noche (18 de octubre)’.

Y el 29 de octubre –contará el mismo Oviedo– ‘salidos a la mar, en la costa brava, fue a una playa llana a la punta del Golfo de San Lucas, junto a u isleo cercano a Tierra Firme que le puso Isleo de San Simón. Allí tomó bandera, entró en la mar y volvió a tomar posesión nuevamente del Mar del Sur’. Con esta tercera toma de posesión, ceremonialmente conducta, finaliza la etapa descubridora.

Las bravazones de la mar tuvieron la culpa de que no pudiese ganar el Archipiélago de las Perlas y que decidiera emprender el regreso buscando ahora el cambio que lleva a la cuenta del Bayano, circundando altos macizos montañosos.

El 1 de noviembre se despide emocionado del leal Tumaco o Chitaraga y sigue por la costa del Golfo de Panamá. Pasa por Chimán y penetra aguas arriba de un gran río. Atraviesa tierras de caciques de menor cuantía –Thevaca y Pacra- asentados al norte de los macizos. Lleva prisa Balboa: algo le sigue inquietando y desea cuanto antes llegar a la Antigua.

Cruza las tierras de Mahé. Etoque, Bonanimana y Bucheribuca y penetra en las selvas del Bayano muerto de hambre y molidos de cansancio. El 8 de diciembre están en los dominios de un cacique señorón: Pocorosa. Y el 16 se les somete el temido y disoluto Tunanamá, de cuya villa cortesana dijo Anglería que era como ‘Una corte de Sardanápalo’. Hubo captura de hombres, botín de oro, dos favoritas más para Balboa y concubinas a granel… ¡La Corte de Sardanápalo! El 1 de enero de 1514 está de nuevo en las tierras aderezadas de Comogre (conocidas en 1511) cuyo jefe ha muerto y gobierna su hijo Panquiaco, el anunciador de la Mar del Sur. El 5 de enero toman el trillo que lleva a los pasos serranos de Ponca y, al fin, el 17 están en el Puerto de Careta. Y, por mar, hacia La Antigua, donde entran el 19 de enero.

Cuatro meses, 121 días exactamente, ha durado la expedición que cruzó el Istmo por el mal camino corto y retornó por el más largo.

Tiene razón Miss Romoli al afirmar que fue una campaña cuidadosamente estudiaba, ejecutada en la peor estación climática, con una fuerza efectiva que nunca pasó de 85 soldados, sin perder uno solo y sin dejar jamás un enemigo a la espalda.

La gesta de un magnífico descubridor, de un prudente capitán y de un sagaz político colonial.

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