La otra ciudad capital desde un bote de pesca artesanal

Actualizado
  • 17/07/2016 02:00
Creado
  • 17/07/2016 02:00
Un paseo que nada tiene que ver con turismo sino con la realidad. ¿Es posible un barrio de pescadores en medio de rascacielos?

Me bajé por un antiguo tubo de desagüe con el pantalón remangado y metí los pies en pequeñas olas de agua turbia. El aire era pesado, húmedo, como el de cualquier otro puerto en el trópico a las 10 de la mañana.

—Algunos se quedan a dormir en alta mar— me explica María* sobre la pesca en Boca La Caja, mientras su esposo Roberto* acerca el bote en el que iríamos a buscar camarones.

No éramos los únicos en este paisaje. Unas nueve embarcaciones bailaban solas al ritmo del agua. Algunos restos de plástico se abrían paso. Un par de pelícanos rascaban sus plumas y no faltó la perturbadora tranquilidad de un gallinazo aleteando. Bajo el techo de este pequeño puerto de cemento, conversaba un grupo de pescadores.

—En noviembre y diciembre suelen robarse las redes —me sigue detallando María mientras el nivel de la marea moja su falda— Una red cuesta aproximadamente 200 y algo, más las sogas, los plomos, el hilo, porque hay que armarla...

No me sorprendía su condición de pescadores. Tampoco que los desechos citadinos terminaran en este pedazo de mar que pisé para subir al bote. Me intrigaba que todo esto sucediera con una fila de edificios a nuestras espaldas.

Para navegar mar adentro, teníamos que pasar por debajo de una autopista de seis carriles: Frente a aquel ensamble de voces en el puerto, de historias heterogéneas, se alzaba una sinfonía de autos. En este preciso lugar de la ciudad, la fatalidad de estar al nivel del mar es tener vista a una autopista.

Luego de oír el eco de la fricción de las llantas bajo el túnel de asfalto, el bote nos entregó al mar y su horizonte.

María sintonizó con fe y dificultad una emisora evangélica; se amarró un pañuelo en la cabeza y nos recomendó tapárnosla por el sol. Su esposo nos invitó el café que había traído en una botella de agua. Ella nos ofrecía jugo de naranja casero, que guardaba dentro de una botella de jugo de naranja de fábrica.

Atrás quedaba la costa de Boca La Caja. Un barrio modesto en una ciudad de edificaciones ostentosas. Sus casas nada tienen que ver con una torre inteligente en forma de tornillo o la curva faraónica de un hotel con la firma Trump. El máximo rastro de lujo externo acá parecen ser el grupo de antenas de televisión satelital despintadas que coronan algunos de los techos, usadas para contrarrestar el bloqueo de la señal por parte de los edificios.

Conforme avanzábamos recordaría que en realidad son tres puertos en aquel barrio, aunque nos habían advertido que los otros dos no eran ‘tan seguros'.

En otras palabras, son tres túneles debajo de la autopista, la misma que va al aeropuerto del país. Pero el que viene desde la terminal aérea no tiene cómo enterarse de que existe un lugar como este en medio de los rascacielos. Es otro Panamá.

De no ser por nosotros y otros dos barcos distantes en la bahía, nadie podría imaginar que en la costa del ‘Dubai de América Latina' existe un barrio dedicado a la pesca artesanal. Porque a unos 100 km/h en el Corredor Sur, lo único que se ve a mano izquierda es el mar, y a mano derecha, una malla de metal tapizada con enredaderas. Como si se tratara de barrer a todo un barrio debajo del tapete.

REALIDAD EN PANGA

Mientras continuábamos con nuestro viaje, un yate blanco llegaba a orillas del Hotel Trump, uno de los edificios más sugerentes de una economía por encima del promedio en Centroamérica.

Roberto apaga el motor de su lancha y toma un sorbo de café. Las olas remecían el bote al punto que el fotógrafo que me acompañaba temía por su cámara y su vida. Arriba de nosotros, ansiosas, las aves volaban en círculo. En eso, María le hace una seña a su esposo, un gesto que ha repetido durante los últimos treinta años, tanto como su unión. Con ello le da a entender que es la hora de sacar el trasmallo y cosechar los camarones.

—¿La construcción de ese hotel no afectó la pesca?— le pregunto a Roberto mientras la panga baila al ritmo de las olas y señalo ‘El Trump'.

—A los que trabajaban las langostas por ahí sí les afectó, a ellos le dieron creo que 7 mil dóla' a cada uno y ellos cogieron. Pero pa' allá no se puede pasar—, responde Roberto.

Es complicado descifrar cómo se acorrala a alguien hacia el horizonte del mar. Roberto dice que los pescadores se fueron alejando. Su faena pesquera pasa por Chepo y Pacora, porque, según él, allá hay más pescado.

—Ese trabajo de un día pa' otro nunca me ha gustado. Me gusta trabajar mis tres o cuatro días pa' volver con algo. A veces hago pesca de 500, 600 pescados. Cuando hay —advierte—. Pa' Darién sí hay pescado pero allá me robaron una máquina…

Roberto y María tienen el rostro marcado por la brisa marina. Capitán cabeza de familia, marinera de finanzas y de cocina. Cuando miran al cielo, la luz revela dos semblantes con tres décadas pescando en la bahía, en las mismas olas que bañan el skyline istmeño. Con el sol alineado perpendicularmente al bote en el que navegamos, es más claro ver que Boca La Caja es el Panamá a la sombra de las torres de apartamentos.

PESCAR EN ‘BOCA'

En Panamá hay una expresión popular para describir a un hombre mujeriego: Trasmallo —como la red—, porque recoge lo que sea.

Roberto sacaría el trasmallo del mar con dificultad por lo pesado que estaba, pero con la destreza de un marinero ‘senior'. Comprobé entonces aquella expresión: Había salido de todo en el trasmallo, ramas, hojas, maderas, aguamalas, peces globos y decenas de cangrejos rabiosos que María mataba con un pedazo de madera como si estuviese rebanando un pollo. Pican duro, dice.

Y en medio de todo, una gran cantidad de camarones que ella iba guardando en un balde de plástico con hielo. Para la época en que fuimos estaban en veda, pero se venden bien. Al menos lo suficiente como para recuperar la gasolina, el aceite y el bloque de hielo —unos 30 dólares— que tiene que comprar Roberto antes de zarpar de Boca La Caja y surcar el mar. A veces navega hasta llegar Coclé.

—Nunca había visto los edificios desde esta perspectiva— se sincera el fotógrafo, quien lleva 4 años retratando apartamentos para una compañía de bienes raíces.

—Mucha aguamala —advierte Roberto, un hombre de pocas, pero acertadas palabras—. Hay unos chinos que las están comprando, algo están haciendo con eso. Están pagando cien dólares y algo la tonelada de aguamala.

Mientras compartía con él los emparedados y chips que habíamos traído como merienda, a pesar de que nos había aconsejado no comer nada pesado, recordé lo sospechoso que me pareció la primera vez que lo conocí.

—Anota mi número si necesitan que alguien los lleve de pesca un día— me dijo inesperadamente, vestido en jeans y camiseta, mientras arreglaba su carro en plena calle. Era también la primera vez que caminaba por Boca La Caja y en ese entonces buscaba a ‘Dedo'.

Dedo era otro pescador que nos llevaría a hacer este mismo viaje, hasta que le robaron las redes y le ofrecieron un trabajo mejor pagado como guardia de seguridad; contra todo pronóstico, en una torre que está en la entrada de Boca La Caja.

Los edificios entonces no solo parecían acorralar a este barrio, bautizado como zona roja hace unos años, sino que sus oportunidades de trabajo —en construcción o seguridad— son un anzuelo que le resta población a la pesca artesanal. Un oficio que parece en vías de extinción, pero que hoy es tan vivo como el brillo de los rascacielos.

—Los jóvenes quieren andar en pandillas nada más... ¡y limpios! (sin dinero) —reflexiona Roberto, mientras vuelve a apagar el motor y a cuadrarse en la cubierta para sacar las redes—. Pocos jóvenes pescan, la mayoría no trabaja: los papás se lo dan todo.

—¿Su hijo también pesca?— le pregunté, para comprobar mi hipótesis de que este oficio morirá con la generación de Roberto.

—El hijo mío trabaja en el Ministerio de Educación; no le gusta la pesca— responde.

No es nada extraño. Con la educación, viene el deseo de diversificación de carrera, mejor salario, mejores condiciones. Roberto no duró más de una semana en una construcción, porque el capataz no era buen jefe, dice. Lo suyo es el mar y se nota a leguas.

Hasta entonces el día había sido extenuante. Llevábamos 5 horas de navegación bajo un sofocante sol de verano. Nuestras vejigas empezaban a sentir el efecto del café y la chicha. Roberto solo paseó una vez la mirada hacia nosotros y supo que debía dejarnos cerca en el puerto. El fotógrafo y yo no éramos gente de mar.

María sacó del bolsillo de su falda un celular y llamó a su hermano para que nos escoltara hasta el puerto.

Eran las 3 de la tarde, la marea se había retirado y la orilla de Boca La Caja estaba seca. Los botes que antes bailaban eran ahora estatuas folclóricas de madera sobre el fango. Roberto y María nos dejaron cerca de unas peñas y siguieron navegando. Había concluido aquella corta gran faena.

Nuestros cuerpos estaban exhaustos del calor; la sed, la ausencia de baño, el movimiento del bote y su estrechez. Pero, en la popa, seguía Roberto, maniobrando el motor, con María y su cosecha de camarones en la proa.

Ya en el puerto, nos volvimos a encontrar con aquel coro de pescadores.

—La gente dice que está muy caro el pescado— dice Luis*, un veterano pescador que nos recibe en el puerto de Boca la Caja señalando el mar— yo quisiera que fueran allá para que se den cuenta lo bonito que es eso.

—¿Estabas pescando, papa?— me pregunta uno de ellos, asomándose a la bolsa que Roberto y María nos dieron.

—Sí, camarones— le respondo, a lo que él suelta una carcajada.

Aparentemente, agarrar camarones en la orilla es un juego de niños, comparado con las tres o cuatro noches que pasan a la intemperie estos cultivadores de la bahía.

—Ahora el pescado le va a saber más sabroso, ¿no?— se despide Luis, quien es también el padre de María.

Las sonrisas de los pescadores despidiéndose contrastaban con el de los motores del Corredor. Sus gestos rompían el silencio del concreto que parece acorralarlos. Se regocijaban porque me llevaba un pedazo de sus vidas, un instante de su oficio digno, humilde, arduo. Me pregunto si en algún momento Boca La Caja desaparecerá, y con él, las faenas pesqueras. Es probable, pero por ahora, el júbilo continúa siendo un grito de vida, el sonido de lo insólito, de lo humano de la existencia de pescadores artesanales en plena Ciudad de Panamá.

*Nombres cambiados

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‘Pocos jóvenes pescan, la mayoría no trabaja: los papás se lo dan todo',

ROBERTO

PESCADOR

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‘Ese trabajo de un día pa' otro nunca me ha gustado. Me gusta trabajar mis 3 o 4 días pa' cuando vuelva, vuelva con algo',

ROBERTO

PESCADOR

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