Los hechos del 3 de noviembre

Actualizado
  • 01/11/2016 12:45
Creado
  • 01/11/2016 12:45
Panamá se separó de Colombia sin derramar una gota de sangre

El 3 noviembre de 1903, el ambiente en la ciudad de Panamá se sentía tenso. Pocos se atrevían a hablar abiertamente de las maquinaciones que se cocían para separar al Istmo de Colombia, pero todos lo podían oler en el aire.

Lo único que se comentaba abiertamente era la noticia de la llegada al puerto de Colón del vapor Cartagena llevando a bordo el Batallón Tiradores, 500 soldados colombianos.

El doctor Amador Guerrero y un grupo de amigos, que habían tramado el movimiento separatista, entraron en pánico, pero rápidamente tramaron una estratagema: mantener al batallón en Colón.

El superintendente del ferrocarril, JR Shaler, ofreció a los siete generales que dirigían el batallón, comandados por el generalísimo Juan B. Tovar,  un vagón de lujo, en el que "irían muy cómodos" hacia Panamá, prometiendo que  la tropa los seguiría después en el "primer tren".

Los siete incautos generales del ejército colombiano aceptaron la oferta y  tomaron el tren hacia la ciudad de Panamá, dejando atrás a su batallón al mando de Eliseo Torres.

Pero esta era una movida temporal. Había que mantenerlos allá, porque, de llegar a la ciudad, el Batallón Tiradores acabaría rápidamente con el movimiento separatista y terminaría fusilando a los conspiradores..

REUNIÓN CON AMADOR

Mientras eso sucedía en Colón, en la ciudad de Panamá también el movimiento  enfrentaba problemas.

En esta  ciudad, todo dependía del máximo líder militar local, el general colombiano Esteban Huertas, a cargo del Batallón Colombia, quien concentraba el mayor arsenal de armas del país (Ver memorias del general Huertas)

El grupo de conspirados había tratado de convencer a Huertas de que se les uniera. El 1 de noviembre,  Amador lo había puesto al tanto de los planes:  Estados Unidos  reconocería rápidamente a la nueva república, pero a los panameños correspondía actuar en primer lugar.

‘Tenemos a mucha gente, (incluso un buque de soldados estadounidenses en la bahía de Colón), pero es usted quien puede decidir. Esperamos su respuesta', le expuso el doctor a Huertas.

El general Huertas, que  le tenía mucho cariño a Panamá a donde había llegado a los 14 años, conocía a el abandono en que se mantenía al Departamento del Istmo, pues Bogotá no había enviado el salario de las tropas de su Batallón Colombia en los últimos siete meses.

Sin embargo, detrás de su apariencia de hombre sencillo, de apenas un metro y medio de estatura, cuyo hablar estaba salpicado de términos como ‘fíjese usted, mi compadrito', se escondía un hombre astuto, que no conocía otra vida que la del ejército, al cual estaba unido desde los ocho años.

No en balde había sido nombrado general a los 26 años. Huertas había luchado en 35 batallas de mar y tierra, entre ellas, algunos de los más cruentos episodios de la Guerra de los Mil Días.

En 1900, en el Sitio de Morro de Tumaco había perdido la mano derecha, por lo que llevaba una de madera, que se asomaba de la manga del uniforme. En otra ocasión, había sobrevivido milagrosamente a una bala en la tetilla derecha, que le había salido por la espalda. Había recibido, además, cinco medallas de oro, todas con la insignia de ‘por su arrojo y valor', que algunos tachaban de temeridad.

EL 3 DE NOVIEMBRE

A las diez de la mañana del 3 de noviembre, obligado por el protocolo, el general Huertas acudió a  la estación del ferrocarril a recibir a los generales que llegaban solos a la ciudad'.

De acuerdo con las memorias de Huertas, a las 11:50, los generales se presentaron  al Cuartel Chiriquí, hoy Las Bóvedas para realizar una inspección.

A las 2 de la tarde, Tovar regresaría con algunos de sus generales, Ramón G. Amaya, José N. Tovar, Joaquín Caicedo Albán, Luis Tovar, Angel Tovar, haciendo muchas preguntas. En esta ocasión, le pidieron a Huertas que los llevara a ver la flotilla de guerra que se encontraba anclada en la Bahia de Panamá.

Mientras se encontraban en el Paseo de las Bóvedas, todos los generales colombianos y Huertas mirando los buques Bogotá, Padilla y el Chucuito, el general Tovar recibió una carta llevada por un emisario.

Según las memorias de Huertas, Tovar la leyó e inmediatamente la pasó a los demás generales, tras lo cual estos se le quedaron viendo fijamente, en lo que él interpretó como una mirada amenazadora.

Asustado, pero sin dejar traslucir su temor, sugirió que volvieran al cuartel. Dando por finalizada la segunda reunión, los generales lo invitaron a tomar champaña al Gran Hotel. Huertas, sospechando que se tramaban algo, rechazó la invitación porque ‘estaba cansado'.

Posteriormente sabría que, de haber aceptado la invitación, y una vez separado de sus hombres, habría sido llevado a prisión y destituido. También se enteraría después de que al pasar por el parque de la Catedral, camino hacia el hotel, el general Amaya había comentado ‘qué hermosos árboles. De ellos se pueden colgar bastantes cabezas'. Y, señalando el árbol más grande, había dicho: ‘ese está bueno para la de Huertas'.

Pero él no necesitaba escuchar esos comentarios para darse cuenta que no le quedaba otra cosa que unirse a los insurgentes. Los colombianos no creían en él, dado el grado de intimidad que tenía con los panameños.

¡ESTAMOS PERDIDOS!

Cuando, a las 3:45 de la tarde, le llegó a Huertas un mensaje de Amador en que le decía ‘no hay movimiento. Estamos perdidos', ya el general no se podía echar para atrás.

Pero, si Amador se sentía pesimista, tras ser abandonado por sus compañeros de lucha, en otro lado de la ciudad otro grupo tomaba la delantera. Se trataba del general Domingo Díaz, quien montado a caballo, recibía a las masas de ciudadanos que se congregaban en Santa Ana, acompañado de figuras de prestigio del istmo, como su hermano Pedro Díaz, Harmodio Arosemena, Pedro de Icaza, Archibaldo Boyd, Carlos A. Mendoza y Carlos Clement.

El movimiento de la gente, guiado por el general Díaz a caballo, se preparaba a dirigirse hacia el cuartel, a apoyar a Huertas y a proclamar la separación de Colombia.

La ciudad entera estaba conmocionada. Los comercios cerraban con premura sus puertas.

Asustados, los generales colombianos se dirigieron por tercera vez en ese día al cuartel a pedir explicaciones a Huertas: ‘el pueblo se reúne en la Plaza de Santa Ana con una actitud muy sospechosa', dijo Caicedo, muy asustado.

Mientras Huertas conversaba con el generalísimo Tovar, se dio cuenta de que el general Anaya le hacía a este una señal de que ‘le volara los sesos' con el revólver.

Entonces, había llegado el momento de la verdad. Sin dejarles ver que había visto el gesto de Amaya, Huertas se excusó. Iría a revisar sus piezas de artillería.

Mientras los generales permanecían en el patio, sentados en unas bancas, Huertas se dirigió a su habitación. Tomó su espada y su revólver, eligió a un grupo de los mejores hombres y les ordenó que siguieran al capitán Marcos Salazar, también presente, mientras éste apresaba a los generales.

‘¿Acaso no conoce usted al jefe de los ejércitos colombianos?', le grito, furioso, Tovar al capitán Salazar, cuando éste le comunicó que estaban presos.

Cuando Salazar le presionó la bayoneta contra el costado, Tovar empezó a vociferar: ‘¿Huertas, donde está Huertas?'.

Como respuesta, este se asomó desde la ventana del edificio y gritó: ‘proceda, capitán, sin contemplaciones. Aquí se cumple lo que ordeno yo. Lleve a los generales al cuartel de la Policía'.

Mientras a las 5:43 de la tarde mientras los generales colombianos caminaban con la cabeza inclinada hacia el cuartel de la policía, custodiados por Salazar y sus hombres, la muchedumbre guiada por el general Domingo Díaz, avanzaba desde Santa Ana, en olas dificiles de contener, colándose entre las bocacalles de la ciudad, con entusiasmo.

La separación estaba servida.

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