La gobernabilidad como política hemisférica

Actualizado
  • 12/10/2019 00:00
Creado
  • 12/10/2019 00:00
Las tradicionales promesas electorales van estructurando los conceptos populares sobre la política, los partidos y los políticos. Esos conceptos se identifican con los sueños que posee cada votante

Uno de los graves obstáculos que confronta cada gobierno de América es la acumulación de problemas sin solución. Los nuevos gobernantes asumen el poder, plenos de euforia, y a los pocos meses se enfrentan a la dura realidad producida por un crónico cuadro de crisis siempre creciente.

En la etapa electoral, el candidato piensa que él y su equipo de trabajo solucionarán todo lo que pudiese entorpecer la buena marcha de la administración. Sin dar siempre soluciones concretas o idóneas, el candidato se limita a enunciar los problemas, preferiblemente de empleos, la pobreza tan alarmante, la seguridad social en sus vertientes de vivienda, educación y salud, son temas que se abordan en abstracto.

Es obvio que a los electores les fascina ese tipo de discurso tan embelesador, y quien lo afina con mayores acentos y dramatismo obtiene casi siempre los mejores dividendos en las urnas. Este fenómeno, por supuesto, es de naturaleza mundial, mucho más advertido en los países subdesarrollados.

Las tradicionales promesas electorales van estructurando los conceptos populares sobre la política, los partidos y los políticos. Esos conceptos se identifican con los sueños que posee cada votante. No se trata de descalificar los ideales como motores de la pasión política.

En la apreciación doctrinal de la política y de los partidos, los ideales y los principios juegan un papel fundamental. Determinan la ubicación partidista de cada ciudadano. Desde luego, esta característica toma mayor relieve en las sociedades con apreciable cultura política y de mayor desarrollo económico.

En los países del tercer mundo, empobrecidos, con altas cifras de desempleo, sin desarrollo pleno del sector privado, sin industrias, es natural que el elector fije sus esperanzas en el panorama político electoral.

Sus grandes ilusiones o sus grandes descalabros tienen en el resultado del sufragio su primera experiencia, afortunada o desafortunada. Su decepción la alcanza al observar que con el triunfo de su candidato, que lo llevó al frenesí el día del escrutinio final, no cristalizaron sus ensueños generalmente desproporcionados.

Empero, un buen análisis del manejo de la política nos debe llevar a la búsqueda del por qué de la frustración que la mayoría de los gobiernos ofrece a los pocos meses de iniciar su periodo. En Brasil, el presidente Lula, que ascendió al solio presidencial recientemente, ya tiene serias confrontaciones con su propio partido, por su ortodoxa política económica indispensable para satisfacer las promesas electorales.

El interés de dar con el motivo de la frustración no responde a una preocupación de laboratorio, de incidencia en pocos ciudadanos. Es una inquietud cada día más grave y responsable porque esas frustraciones van menguando el valor de la democracia como sistema de gobierno que debe garantizar la gobernabilidad.

Los estadistas democráticos contemporáneos lo han entendido así. Los contratiempos de la gobernabilidad, específicamente en toda América Latina, han ido sacando de su apatía e ineficacia, en cuanto a iniciativas, a los organismos regionales. Es muy importante señalar que hoy estamos en presencia de un compromiso adquirido por todas las naciones del hemisferio, dentro del marco de la OEA, dirigido a incrementar, desarrollar y defender el sistema democrático.

El compromiso no tiene precedentes serios o creíbles y ya superó la etapa de las buenas intenciones percibidas en los discursos protocolares (ver los recientes de Quebec y Lima) para arribar a la declaración concreta de objetivos en pro de la gobernabilidad. En efecto, en Chile 34 países de América acaban de aprobar la "Declaración de Santiago", que comprende numerosas cláusulas destinadas primordialmente a la defensa de la democracia.

Los partidos políticos panameños, la sociedad civil, los candidatos presidenciales y cada ciudadano deben adquirir pleno conocimiento de este compromiso con la democracia tan urgente no solo para dar seguimiento al programa, sino para tomar conciencia de la necesidad impostergable de que cobre vida y no perezca como una burla más de la demagogia política hemisférica.

Esta declaración, suscrita por Panamá, aboga por una "Agenda de gobernabilidad para América que contemple los desafíos políticos, económicos y sociales, y que procure fomentar la credibilidad en las instituciones democráticas". El resto de lo pactado es trascendente y plausible: el fortalecimiento de los partidos, la participación ciudadana en el sistema político, la modernización del Estado para hacerlo más eficiente, probo y transparente; la reforma del sistema judicial, la persecución de la corrupción e impunidad pública y privada.

Otro objetivo es enfrentar la pobreza y toda exclusión social, etc., etc., etc. Todo en su conjunto, en un ámbito de solidaridad internacional, podría superar los equívocos actuales sobre la eficacia del sistema democrático.

Un aspecto positivo de esta declaración es que pretende fomentar una mirada internacional de la democracia, propósito tan diferente a lo que había hace poco y que galvanizaba la internacional de las espadas.

Es de esperarse que la honradez política de los dirigentes hará posible una democracia real -política, económica, social- y no meramente formal. Me imagino que esos dirigentes entienden que sin cambios estructurales que garanticen la equidad social, continuará la acumulación de problemas o las crónicas frustraciones.

La Declaración de Santiago resulta muy oportuna en el momento político que vive Panamá. De tránsito en un proceso electoral que fatiga al electorado con las promesas conocidas ante problemas igualmente conocidos, sería del todo apropiado que los candidatos para todos los puestos de elección se pongan intelectual y moralmente en sintonía con la Declaración de Santiago, porque así se produciría el fenómeno, realmente nuevo, de una campaña de Estado, impersonal y fructífera, más didáctica que artificial.

Esta dinámica podría conseguir que los problemas acumulados a lo largo de la era republicana no agobien ni perturben las buenas intenciones de los candidatos a la hora de gobernar.

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