Dos madres y una abuela: las mujeres que educaron a los hermanos Arias Calderón

Actualizado
  • 17/04/2020 00:00
Creado
  • 17/04/2020 00:00
El libro 'Ricardo Arias Calderón: pensador y constructor de la democracia', de Julio Bermúdez Valdés, ofrece un bono extraordinario: la historia de las hermanas Lupita y Adela Calderón, y su madre Magdalena

Eran guapas, inteligentes, cultas. Su niñez transcurrió en el caserón familiar de la avenida A, frente al convento de Santo Domingo, entre la 'mansión De Obarrio' y la residencia de los Poyló.

Este periodo entre finales de las décadas de 1940 y 1950 quedó retratado en una serie de cartas enviadas por Lupita y Adela a los adolescentes, encontradas hace unos años.

Se educaron en un convento de monjas en Nueva York e hicieron matrimonios acordes a su posición. Guadalupe Calderón ('Lupita', nacida en 1904) uniría su vida a la de Ramón Ricardo Arias Arias, “apuesto y carismático” descendiente de la familia Arias Feraud, egresado de la Academia Militar de West Point con un título de ingeniería y como primer piloto de avión del país.

La menor, Adela Calderón (1907), contrajo nupcias con Martín Sosa, un reputado financista que haría carrera en Chile y Nueva York, y a quien se le recuerda como contralor general de la República, por sanear las finanzas públicas tras la Gran Depresión.

Respetadas, colmadas de bendiciones, con una familia amorosa, las jóvenes parecían tenerlo todo, sin imaginar la tragedia que se acercaba. En octubre de 1934, Adela perdería a su esposo Martín en una fallida operación del hígado, en Nueva York. Dos semanas más tarde le tocaría a Lupita.

“Caía una lluvia torrencial y el carro La Salle (de Ramón Arias) resbaló sobre la superficie de acero de uno de los puentes; patinó y cayó al río Martín Sánchez. No pudo salir y terminó ahogándose. El capataz de la finca encontró su cuerpo sin vida varias horas después”, relata Julio Bermúdez en la mencionada biografía.

Martín Sosa no dejaría descendencia, pero Ramón Arias sí: sus tres hijos, Ramón, Ricardo y Jaime, ninguno de los cuales había cumplido cuatro años.

Aunque destrozada interiormente, Lupita viajó a La Chorrera a reclamar el cadáver de su marido y “tuvo fuerzas para llevar el cuerpo con la cabeza apoyada sobre sus piernas durante el largo y penoso camino de La Chorrera hasta la capital”, relata Bermúdez.

De regreso al hogar materno

Las dos hermanas se reinstalaron en la casa de su madre, Magdalena Herrera de Calderón, en la avenida A, y como muchas otras viudas de esa época, en que la vida era más frágil, se entregarían por completo a educar a la nueva generación.

'Baba' era la abuela, cercana compañera, que les inculcaría su fe religiosa y amor por la institución eclesiástica.

Adela los tomaría como hijos propios y, ellos, a su vez, la adoptarían como su 'Mamalita', una segunda mamá.

Era tan cercana la relación entre Adela y sus sobrinos, que, en una ocasión, cuando ella y su hermana Lupita buscaban un centro de estudios para los niños y el personal del instituto preguntó que quién era la madre, ambas respondieron al unísono: “las dos” (Bermúdez Valdés).

“Adela estaba centrada en el deber, en lo correcto, en los buenos modales”, relata Teresita Yániz de Arias, viuda de Ricardo Arias Calderón, el segundo de los hermanos, nacido en 1933. “Tenía mucho carácter y una condición económica holgada que le permitió apoyar numerosas causas, incluso la formación académica de los hijos de su ayuda doméstica, quienes se graduaron todos de la universidad. Para la educación de sus sobrinos hizo también aportes económicos importantes”, recuerda Teresita.

Si Adela era el deber, Lupita era la ternura y el amor incondicional.

“Mi suegra fue una mujer extraordinaria, con una visión de la vida más alegre y abierta”, relata su nuera con admiración. “Era una mujer bellísima, esbelta y alta, con sus cinco pies nueve pulgadas, además de elegante y dulce”.

“Cuando me casé con Ricardo, yo tenía 20 años. Era cubana; no tenía familia en Panamá. Ella fue para mí una segunda madre. La quise tanto, sobre todo porque me aceptó como yo era. Le bastaba saber que su hijo me quería para que ella lo hiciera”, recuerda la exdiputada con la voz quebrada.

“Ella influenció mi vida para mejor, sobre todo por su disposición a aceptar siempre al otro como era, con su carácter, sus virtudes, sus defectos; ese es el verdadero amor”, prosigue la exdiputada.

La correspondencia

Cuando los tres hermanos Arias Calderón tuvieron edad de ingresar en la escuela secundaria, se tomó la decisión de matricularlos en el Culver Military Academy, un internado localizado en Indiana, Estados Unidos, que promovía un liderazgo práctico y con carácter en la formación de sus estudiantes.

Este periodo entre finales de las décadas de 1940 y 1950 quedó retratado en una serie de cartas enviadas por Lupita y Adela a los adolescentes, encontradas hace unos años.

“Ricardo era un hombre muy ordenado. Mantenía sus documentos guardados y clasificados cuidadosamente. En un momento, nos sorprendimos con el hallazgo de parte de esa correspondencia, unas 100 cartas que habría recibido durante sus años de estudio en Culver y posteriormente en la Universidad de Yale”, recuerda Teresita.

Las misivas, algunas de las cuales aparecen reseñadas en el libro, son un testimonio de la época, de la sociedad y la política panameña, tanto como de la personalidad de estas dos mujeres, tan influenciadas por su padre, Manuel Calderón, un exiliado político nicaragüense que antes de radicarse en Panamá vivió años en Europa y había sido amigo de Rubén Darío, de Augusto César Sandino, y quien destacaba en el provinciano ambiente de la burguesía panameña.

“Veo que Ricardo ha estado de baile con Eunice y muy divertido. Tú, Ramón, casi me caigo para atrás con la noticia de tu viaje a New York, solo para estudiar en la biblioteca. Este año has hecho muy bien hijito, y solo espero que termines igual. Y tú, Jimmy, de sargento, estarás dándote gusto mandando. Todos se han enseriado y ahora ya pronto empieza la jarama de las vacaciones. No les he escrito el jueves como acostumbro, pues he estado en puro ajetreo de pintarles el cuarto, cortinas nuevas, etc., para dejar todo arreglado antes de irme”, escribía Lupita en el año 1949.

“Era como si conversaran en el comedor de la casa. Relataban las novedades del país, sobre las amistades, los acontecimientos buenos, regulares y malos”, señala Bermúdez en el libro.

Entre otras cosas, las cartas reseñan la muerte de la abuela Magdalena, la presencia de Samuel Lewis Arango, prometido de Lupita, y las crisis institucionales que sufrió el país en 1949 y 1951.

“En la correspondencia se hace evidente una exigencia por el mejor comportamiento, por la responsabilidad y por observar y atender las situaciones con la dinámica que estas suponen, pero, sobre todo, con definiciones y posiciones que no admiten medias tintas”, continúa el biógrafo y periodista.

En diciembre de 1949, después de 15 años de viudez, Lupita les comunicaba a sus hijos la decisión de casarse con Lewis Arango, diplomático, periodista, excanciller de la República, y viudo como ella: “...No porque los quiera a ustedes menos, ni porque dejarán de ser lo más importante y la mayor ilusión de mi vida, sino porque hay horas de terrible soledad en que uno se siente completamente de más”, escribía Lupita.

“Sam no tomará el lugar de su papá”, añadía. “Los acontecimientos no se duplican exactamente iguales en la vida, por más parecidos que luzcan; al examinarlos tienen facetas diferentísimas y el recuerdo de Ramón permanecerá en mi corazón y en mi memoria, como hasta ahora, único”.

“Ricardo, Mamalita ha sido y continuará siendo como hasta ahora, otra mamá. Pondré todo de mi parte para estar de acuerdo con ella y para que nuestras vidas continúen lo más paralelas posibles, si ella lo permite”, continuaba.

Mientras tanto, la situación política iba cambiando. La Universidad de Panamá se consolidaba, graduando a cientos de estudiantes e impulsando la formación de nuevos grupos de influencia: la Federación de Estudiantes de Panamá, el Magisterio Panameño Unido, la Federación Sindical de Trabajadores de la República de Panamá. El país empezaba a militarizarse. Se institucionalizaban los golpes de Estado, los paquetazos electorales, los escándalos.

“¿Qué les puedo yo explicar de tanta corrupción e inmundicia?”, preguntaba retóricamente Mamalita en la correspondencia.

En mayo de 1951, la madre de los hermanos Arias Calderón resumía a su hijos el fin de la segunda presidencia de Arnulfo Arias: “Cuanta cosa ha pasado en estos últimos días. ¡Ya al fin cayó Arnulfo Arias, pero en medio de un río de sangre y de balas!”.

Así narraba los sucesos ocurridos: “Esa noche del día 8, como quince mil personas habíamos estado paradas delante de la Comandancia por siete horas, sin un desorden, sin un grito... No había ya partidos políticos ni líderes, todos éramos panameños sin diferencia de colores ni razas. Esa noche no se nos olvidará nunca, era Panamá entero ... Arnulfo tuvo que ceder, no había más remedio. Todas las mujeres, encabezadas por Raquelita Arango de Orillac y Lupita, fuimos a la casa de Cecilia de Remón a pedirle que convenciera a Chichi que acatara el fallo de la Corte como última palabra. Se reunieron enfrente miles de mujeres, sin distingos políticos, como madres nada más, y encontramos a Lilo (comandante Vallarino) y a Remón allí... esta fue la presión final que tuvieron los comandantes para ceder”.

En conjunto, la correspondencia resulta una documentación histórica que, aunque de carácter muy familiar, “bien analizada y resumida puede ser un testimonio valioso de una época, de una familia, de una clase social y de un país”, señala Teresita.

Tanto Lupita como Adela disfrutaron de vidas largas y fueron testigos de la participación de su hijo Ricardo en la política nacional durante las décadas de 1960 y 1970, su empeño por consolidar la imperfecta democracia criolla, empoderando a la ciudadanía con una perspectiva demócrata cristiana; su candidatura como vicepresidente en la nómina presidencial de Arnulfo Arias en las elecciones de 1984.

A ambas les costó entender la vocación política de su hijo, que lo hizo objeto de persecuciones, lo llevó al exilio y produjo horas de angustias para la familia, explica Teresita, añadiendo, que no obstante, “nunca objetaron sus decisiones”.

Lupita falleció en el año 1984 después de una enfermedad penosa, y todavía con el dolor de haber perdido a su segundo esposo, Samuel Lewis Arango.

Tanto ella como Adela, por derecho propio y como símbolo de tantas otras mujeres patriotas y luchadoras dignas, que no aparecen en los libros de historia, sino como 'la madre de', merecen tener su espacio en la memoria histórica.

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